That was a way off putting it –not very satisfactory:
A periphrastic study in a worn-out poetical fashion,
Leaving one still with the intolerable wrestle
With words and meanings. The poetry does not matter.
It was not (to start again) what one has expected.
T.S. Eliot, East Coker.

I

Hablar de arte de vanguardia parece hoy un anacronismo. Salvo en las performances mediáticas de Charly García o Federico Klemm y en el decálogo de los despistados o cínicos de siempre que confunden rareza con novedad, la palabrita no suele ser invocada. Y si se lo hace, no es con fines encomiásticos; o sí: pero revelando los fines de una inocencia ya no ilimitada, digna de mejores causas.
Comprensible: no se podría sostener o avalar hoy productos estéticos que pretendan responder a aquella denominación sin repetir gestos, poses, conceptos y boutades de los años ’20 de este (pasado) siglo o, para ser más laxos, de los 60’s y 70’s, cuando el concepto de vanguardia le dio una visibilidad tan saludable a la mano mágica del mercado cultural. Para colmo, el asunto aquel de los movimientos ya no permite describir fenómenos persistentes, insidiosos; al volver la vista atrás, nos encontramos con que la mayor parte de las producciones de vanguardia que han perdurado lucen más bien solitarias en tapas de suplementos y reediciones o ‘puestas’ de lujo y sólo comparten con sus congéneres una llamativa coincidencia espacial/temporal, unas intenciones generales que responden a programas estéticos abandonados tarde o temprano en beneficio de poéticas propias y errores ajenos, o tan sólo el haber sido concebidas en las mesas de los mismos bares. Otras, muchas, desde un enfoque que considere la pertinencia de variables estéticas más allá del fetichismo y la pereza intelectual, ni siquiera podrían resistir un mínimo examen en cuanto a la legitimidad de su inclusión dentro de un campo que con el tiempo suele, entre batallas invisibles y sordos ruidos, estrecharse para unos, abrirse para otros, y negarse para casi todos: el arte, la literatura.
Pero claro, quién nos quitará la ilusión de que también a nosotros, hoy, podría favorecernos u obedecernos el designio esa gloria en vida, la posibilidad de ambular por el esquivo presente y apostar a nuestro fantasma futuro rodeados del halo distinguido, canchero y naïve que supone el mote: vanguardista. Porque vanguardias hubo; y muchas de las producciones de aquellas vanguardias, a veces felizmente, han logrado traspasar el velo veleidoso que separa una belle-époque, una primavera o un boom cultural/literario de sus celebraciones actualísimas. Pero equivocarse así, con pasión y tino, hacer destino de un trabajo vano, y esperar para morirse hasta el próximo verano, cuando todo está claro... Cómo decirlo, sin verso y sin sonar (ridículo): la ‘realidad’ suele tejerse como una red que, antes de ser virtual, era/es textual. Ecco: en la Metafísica, libro octavo, antes que en el CBC y que en la injustamente devaluada Linguistique général, ya se declaraba la composición ambigua, inficionante, de esa tercera sustancia, ‘lo real’: cosas y palabras anudadas y anuladas al identificarse en una supuesta ‘unidad natural’ –lo dado—que sólo una obsesiva literalidad podría deshacer (‘¿qué es el silencio de los vientos?’).
Por eso, en realidad, a despecho de obras fantasmas e ilusiones perdidas, la adscripción a los signos del eterno advenimiento de lo nuevo continúa operando como uno de los rasgos concurrentes para que ciertas producciones sean descriptas y admitidas en y desde el área tan voluble como ‘cierta’ de lo que Pierre Bourdieu ha denominado, en sus repetidos análisis materialistas / postestructurales, ‘vanguardia consagrada’. De lo que se sigue, por esa propiedad transitiva del arte literario en la modernidad, que al menos desde un punto de vista miope, apegado a la fallida teoría-institucional-del-arte, habría escritores que, globalmente o en el mismísimo perímetro aldeano y casual de las argentinas letras ¡son vanguardistas! Aún muertos, se entiende; aún vivos, en oferta, o más o menos vivos y –razonablemente— sepultados, o redescubiertos o nuevamente ofertados por las periódicas avalanchas de superproducción mediática/editorial.

II

Ser eso es nuestra coartada: un granito ínfimo. Y si todo lo dicho vale de algo sea para explicar por qué, aunque fuéramos los primeros en volver a hablar de él—no lo somos—tampoco podríamos afirmar con algo de convicción haber redescubierto a este inverosímil escritor de vanguardia: Néstor Sánchez. Como casi todo, la módica alegría de haberlo ‘descubierto’ alguna vez puede haber sido apenas un delirio que se habría desbaratado con la insinuación de una red virtual donde los arranques de Baudrillard encontraran realizada su paranoia primermundista. Búsqueda, archivo, selección y edición: rapiñas y merodeos del bricoleur aún sin sueños realizados. Pero antes, antes... Otros hicieron sonar el vulgarísimo troqueo para nosotros, con parecidas notas, mucho antes. Por lo menos, unos quince años atrás, cuando se creyó otra vez –una vez más—en la posibilidad de una vanguardia, ahora ligada al under, el glam, el psicopunk, las puestas posmo, retro, en fin: todo lo que hoy constituye parte del kistch artístico ofrecido por la revista de Clarín y los inteligentes progres de la tele (que se visten como si fueran los ángeles espías de Wenders financiados por la CIA y con anteojos negros, ingrediente simbólico indispensable para los portavoces no necesariamente voluntarios de una ideología del terror económico que enseña a aprender jugando el valor de su merchandising), y reciclado y estilizado al infinito por los centros culturales y las fundaciones, e incluso estilizado y burlado por poemas con diminutivos per-versitos que se publican, se declaman y se leen simulando banalizar lo banalizado Pero resultó que el paquete vino mal; para nosotros, digo. Creímos encontrarnos con el último ‘raro’ de la literatura argentina, y al tirar del piolín lo único raro resultó su falta de hecho allí donde los sectores más jugados de la intelligentzia reunían los ingredientes estético/filosóficos de punta apuntando a crear el mix de las tradiciones por venir ¿No ensartamos, entonces? ¿Victoria, por qué cantábamos?
Más bien, asistíamos, sin sospecharlo siquiera nosotros, los más bobos o imberbes, a una despareja transición de las mercancías simbólicas. Las cajas de herramientas disponibles para las disciplinas ejercidas desde las instituciones de reproducción del saber crítico necesitaban ser abastecidas y pulidas; redisponer y adaptar al uso nostro la batería de instrumentos teóricos habidos o re-adquiridos en Frankfurt, Londres, París, México o Quilmes era una prerrogativa política de quienes se encontraban ahora con la posiblidad de volver a repartir los papeles allí donde había quedado un escenario social lleno de actores eufóricos sin saber muy bien a qué jugar. Ávidas de auto reconocimiento o de ingreso irrestricto a la universidad, las multitudes de apabullados hijitus de la programación procesista aprendimos que nuestra infinita libertad para consumir objetos culturales podía ser un espejismo menos luctuoso que el padecido por aquellos cuerpos que se exhibían en la tele recién exhumados de las fosas comunes. Con la casi obligación moral de procurarnos el usufructo de aquellas adecuaciones y reenvíos, abrevabábamos en las orillas indicadas por nuestros resignados dirigentes, sólo que a diferentes latitudes y profundidades; en todo caso, había que asimilar, cuanto antes, todo lo pre-digerido y a los golpes, o ensayado en otros ámbitos durante años de silencio por quienes se habían ganado, por lo menos, el poder sobre la agenda cultural y las redes de lectura. De todos modos, a pesar del humo alucinógeno de las batallas entre académicos y vitalistas, era notorio que si la caravana a través del campo literario/intelectual, como casi siempre, era magnetizada por ideologemas fashion de importación, mucho de lo producido o insinuado aquí durante la década anterior podía exhumarse a su turno o destaparse legítimamente como novedad fecunda; de hecho, asistimos a esa otra primavera. Si al poema le pudo haber tocado naturalmente la ejecución vicaria del desafuero, ahora la oportunidad de no importarle a nadie dejaba el camino abierto a un reprocesamiento de logros y revelaciones tan auspicioso como restringido al afán de los especialistas. En cambio, si algunos tramos de la narrativa se postulaban, en una línea de continuidad nada desdeñable, como laboratorios dignos de tal nombre, por otra parte se buscaba un público al que explotarle en la cara el chasquibúm de los viejos éxitos filtrados por la luz ambigua de las persianas americanas-- un tipo de iluminación ideal para ocultar defectos y emparejar virtudes. (Vencedores vencidos en segundo plano para todo el párrafo.)
Y entre tantas flores australes, algunas casi tan sobrevaluadas como la moneda patria hoy –no en vano se están vendiendo a dos mangos-- los libros de Néstor Sánchez venían en un lote indecidible, con especificaciones no aptas para el tipo óptimo de recepción que la época requería; pero ahí estaban (ahí están). Hundidos con justicia en la inactualidad siempre engañosa de las baratijas, escondidos en su propia opacidad de opas desorbitados o chamánicos. Porque en esos libros escritos a fines de los ’60 se hablaba de todo lo que se hablaba en los ’80 pero sin nombrarlo. No es que el autor tuviera dotes especiales–un visionario—; sólo había vateado con destreza excepcional, casi humillante, y potencia innecesaria, antes de abandonar el juego por quince años; lógico: a fin de cuentas–sucede en las peores películas—con la bolita perdida lejos del campo local, pasados los festejos de la hora y el jamás visto estallido, no quedaría más que un vidrio roto (que la reorganización cambió por blindex, y la democracia por cristal-espejo).
Quizás el problema para algunos fuera su filiación cortazariana –sombra terrible. Para otros, tal vez el hecho de aludir las herejías de Gurdieff y no a las de Lacan lo hacía a todas luces un idiota. A todo esto, Néstor Sánchez—un caballero, en fin, empeñado en aprender a callar— galgueaba por las calles de New York enloqueciendo en cuatro idiomas; presa de una desilusión sin límites que desembocaría en la anomia del furor ético en sus últimos trabajos, mordía frutas podridas en Central Park, levantaba un gamulán del piso en Harlem, distraía una billetera en Chinatown y tomaba notas de todo eso y lo que le pasara por la maldita cabeza en unos cuadernos sucios como quien toma en dosis irregulares y certeras unas gotitas del veneno dulce que lo transportará al consabido, artificioso fin.
También ese peregrinaje lumpen lo llevaría a comprobar, diez años antes y en el sitio y el momento indicados, la indigencia de un porvenir maravilloso para ver en las pantallas acosadas por el virus de la mendacidad, el atolondramiento, la vanalidad de todo anhelo... Pero esto ya fue dicho. Si alguien tiene un peso que se la caiga de las manos, puede cambiarlo en alguna librería de Corrientes por un ejemplar amarillo de La condición efímera, leer "Diario de Manhatan", y comprobar por qué y hasta qué grado lo escrito hasta aquí y lo que sigue es de una arbitariedad imperdonable y, a fin de cuentas, abona una serie de mentiras para sólo paladear la verdad de sus efectos contra la persistencia irrisoria de un mito que se quiere personal; pero eso sí: con una base sólida y mucho sentimiento.

III

Como no les ocurrirá a quienes se atrevan a estas páginas (tenemos el suficiente pudor como para adjuntar pruebas), el efecto inicial de las noticias acerca de un escritor que se presumía inexistente osciló entre la alegría imprudente del coleccionista y la duda paranoide del filólogo de cabotaje. Inevitable: leí sobre Néstor Sánchez por primera vez en una ‘Cerdos y Peces’, allá por el ’86/’87. Lo entrevistaba Enrique Symns, o algún clon que todavía no copiaba a Bukowski, a Leavitt, a Ellis o al gobernador de La Rioja. Ese tipo que hablaba de la condición lumpen, que se pronunciaba contra el facilismo en la literatura (recuérdese: la biblioteca Planeta del Sur en gestación; aproximándose, las lenguas de Babel), que motejaba de murga a los escritores del ‘boom’, que se mostraba lacerado, herido para siempre por la estafa biológica—algo como la ilusión de lo existente en general y el absurdo inenarrable de la propia muerte en particular... ¿era un tarado, un genio o fraude? Ninguna de las tres cosas, me apresuraría a escribir. Pero, como también se ha dicho, estaban los libros.
Todavía se hace. Caminar por Corrientes, revolver basura. Antes eran más caros, el dinero valía más... Todo se licúa en una niebla muriática de muda memoria: los libros, la plata, la transmisión de hábitos que la ciudad no contradice. Aunque no somos los mismos: ni ellos –los de ahora—ni nosotros, ni los de antes de nosotros. No por aquello de las aguas— ya escribió uno que el río aquí es inmóvil.
Pero los libros estaban. Para mí (a partir de acá, empiezo a convertirme en un ejemplo, un caso nomás: perdido) en El Libertador, en esa caja ubicua donde una sorpresa era nada si no coincidía con el azar de una necesidad visible de pronto en instantáneas manifestaciones del deseo, la angustia y la felicidad de saber, de saber que no se sabe, que no se debe no saber que no se sabe y hacer como si nada, como si algo se supiera. De los libros, digo. Y apareció uno; en ese páramo menos irreal que la ciudad inflacionaria. El amhor, los orsinis y la muerte, Buenos Aires, Sudamericana, 1969. (Mierda, mil nueve sesenta y nueve, y yo acá). And all is always now, uno de los epígrafes; y no sería exagerado afirmar que toda la novela había sido compuesta así, velada en el negativo musical de unos versos fatalmente esotéricos e inapelables, todo un programa. Sembrada de ripios, cierto, igual allí crecía un ritmo que a poco de presentido ya se volvía necesario para respirar; giros deformes y forzados pero indispensables para demostrar que no sólo el virtuosismo impulsaba y desplegaba unas melodías demasiado complejas, felices por ser fieles sólo a sí mismas entre vahos de hachís y superficies de cristal y bakelita; melodías que se estrangulaban en sus increíbles vueltas y volutas, en su voluntad de poder hipnótico sobre la idiotísima mirada del lector, ese aguafiestas incapaz de dejarse ir en el simulacro revelador de una sinestesia. Y algo sólido sustentaba el juego, sin duda; la trama estaba ahí, nada de escamoteos: teorías de la forma, juegos de palabra, ni por joda. Humor omnipresente, en segunda o tercera instancia; distanciamiento riguroso; literatura observándose todo el tiempo, acelerada en la contenciones y liberaciones sistemáticas del deseo de sí; síntesis y conjuración laberíntica de las posibilidades occidentales de hacer algo con lo que la cultura ha hecho de uno, simple peón. Y ya se intuía, a toda velocidad sintáctica, una ley del tres que era un dos, del dos que era un uno: uno vacío en la liturgia del espejo roto para siempre en una pieza donde ni siquiera –después supe—habitó un santo dispuesto a venderse al mejor (im)postor. (Sus méritos se diría protegidos por ese desprecio casi feroz de la ostentación, de los premios tenaces en boca de los malones de insurgentes.)
Lo que no se santificaba ni se vendía, seguro, eran los libros de Sánchez. Tampoco se vendían otros libros en cantidades que justifiquen el recuento periodístico de esos años como los del arribo de la ’ patota cultural’; y eso que no había web, tele por cable, shoppings, hot-lines, programas psi de Suar o panegíricos de productos ‘bizarros’ para acariciar la mala conciencia de esos intelectuales que abonan todo lo domingo, haciendo punta, la cagada audio/visual de turno. ¿En qué estaba?

IV

Conseguí Nosotros Dos (Sudamericana, 1964), el primero de la serie: una plaza otoñal en tonos azules yacía eternizada en la tapa. Más o menos veinte años antes, ’67 o ’68, Cortázar había publicado una reseña donde proclamaba su extrañeza y admiración hacia este libro. Decía que el autor le había enviado los originales a París junto con una carta entre sibilina y retobada. O algo así. Eso decía/escribía en La vuelta al día en ochenta mundos, aquel best-seller que obró, junto con los buenos oficios de Eloy(m) Martínez, otro milagro: que Paradiso se agotara a lo largo de una tarde en las librerías porteñas.
No seamos maliciosos; bajo los auspicios de Cortázar unos cuantos habrán dado cuenta, insomnes o distraídos, del mamotreto mágico-irreal del gordo Lezama; otros o los mismos –muchos menos, presumo—habrán insistido más allá de las primeras páginas de la enmarañada opera prima de Néstor Sánchez. Larga oración lumpen sobre la relación de una hiper-conciencia omnívora y voraz de aprendizaje/desaprendizaje artístico con el mundo inerte que sin embargo se hace irresistible en su extensísima inanidad, el relato es una epístola amorosa astillada por renunciamientos y previos y risibles en el revés de toda nostalgia (como si aspirara a un tango psicodélico, o peor: cubista). De paso, se deja constancia de ninguna inocencia, claves como pistas para el despiste del futuro, un tema para el tema: y resultó chica la literatura aunque de eso nadie podrá llegar a enterarse.
Siberia Blues, segunda novela, fue casi con seguridad la tercera para mí. Bajo el hechizo del título y las teclas de un piano en primer término (¿De Caro o Earl Hines?) vislumbré los débiles reflejos de lo que buscaba escribirse e inscribirse en un curso ya irrefrenable, pero con timbres más precisos y una mejor afinación instrumental insinuada en el final a contratiempo, inolvidable: pero sin embargo hubo siempre una línea constante que muy pocas veces sería abandonada, que si a lo sumo sucedió de esta forma ha sido con el mismo carácter y la misma y reconocido precariedad. É una festa la vita. Y eso, si acaso, ya había pasado para mí, lector anacrónico. El amhor estaba ahí para documentar que montadas en el potro indomable del estilo las ventajas y desventajas de todos esos rigurosos descalabros del espacio/tiempo del relato y de lo vivible ya habían sido llevadas, felizmente, a sus últimas consecuencias. Después, casi enseguida, expuesto para mi deleite en un cajón de fruta de Mar del Plata, en plena rambla, encontré –y aspiré hondo: una bicoca—Cómico de la lengua. No lo leí; en las primeras páginas aluciné la degeneración de una criatura que ni siquiera había nacido en su sano juicio; quise ser consecuente y hasta llegué a creer que mis afanes previos habían sido lo que eran: sueños de un hermetismo a contrapelo, oraciones truncas para quebrar el silencio con silencios en la cripta del imbécil. Ahora, la cuña de Cortázar en la contratapa tuvo la virtud de fastidiarme de antemano; la foto, en cambio, me mostró la fascinación del personaje/autor que había supuesto: una pose que era mi pose, una forma de mirar que todavía es propia, o me habita.
Entonces, antes, o un poco más tarde, dije, aparecía Babel. No debería escribir medio; en el simulacro de esa cámara de ecos, donde el saber académico –aquí, lo contrario de un denuesto— se rompía en microrrelatos líricos y sibilinos posteriores a un estallido inaudible que parecía suceder en Nottingham, Barcelona o Shangai aunque siempre fue acá nomás, también podía intentar pensarse uno entre cuestiones de ésas que, al pie de la letra, amenazan con salvarnos y perdernos a cada rato, siempre que uno –joven y argentino—se tomara el trabajo de ponerse a la altura, al menos, de los propios límites. Sin esforzarse en exceso, creo, por orientar el tránsito de un mercado que los sumaría graciosamente a su desorientación, los responsables de Babel ironizaban desde el vamos: ‘la revista donde se habla de los libros que nadie puede comprar’. Pero yo compraba: Babel y Néstor Sánchez, pocas cosas más. ¿Algo que ver?
Eso me pregunto. Síntomas, tal vez. Armonías entre destellos de lo discordante sobre un fondo opaco. Libros viejos y revistas nuevas en tanto testimonios ni siquiera invisibles de mejores épocas para la industria editorial de aquí nomás y sus gurúes, oficiantes y discípulos, colgados de las últimas líneas del saber crítico/interpretativo del final de siglo y para colmo enfermos de literatura, lamentándose en porteño y riéndose de nervios en francés –sureo anacrónico—ante el desborde invasivo del argot peninsular, que devolvía el golpe. Por mi parte, atento sólo a unas voces, precisamente –a no engañarse: no muchas—que sugerían itinerarios intrincados, de muy largo aliento, en eso de adquirir la experiencia y los saberes mínimos para empezar a hablar de las pocas cosas que me interesaban, aprendí a callarme –entonces—con un grado patológico de autocrítica y decoro que durante mucho tiempo confundí con lucidez. Mal que me pese, Babel, los libros de Néstor Sánchez y fetiches más ridículos aún iban siendo recorridos y descifrados, desguazados y reconstruidos por mí como futuros objetos pasionales, de ésos que después se atesoran a escondidas entre desperdicios gozosos de la memoria presta a la autosatisfacción.
Pero tiene que ver, sobre todo, porque en un detalle superficial de esa torre apostada en el fango, encontré la justificación de autoridad no autoritaria para sostener mi derecho a la impertinencia: allí, en una nota titulada "La tribu de mi calle", Luis Chitarroni deshacía sabia, respetuosa y graciosamente la Larva de Julián Ríos; entre los escritores argentinos que exhibía como ejemplos de una literatura local jugada en el los juegos del lenguaje y la ruptura de las previsiones del relato pero sin la inocencia de creerse a sí misma al explicarse (efecto Daneri, decía) el autor citaba nombres hoy insoslayables para el snob criollo de las letras, incluso redundantes: Puig, Saer, Aira, Lamborghini, Fogwill, Gusmán, pero... ¡Sánchez! Ya entonces, el snob que soy se habría alarmado ante la mención de un apellido que sonaba a chiste o a etcétera (como si dijera: hasta un tal Sánchez desbordó la novela aquí antes que usted, Ríos). Lejos de alegrarme, me sentí en deuda al reconocer la inevitabilidad del silogismo: ¿quién era yo para no jugarme a mi vez en el la confesión dada vuelta de una lectura/relectura que quizás me enfrentara al redescubrimiento de las propias miserias antes que a la inocua expectación del fracaso ajeno? Por añadidura, en esos días, también vendría la sorpresa y la ratificación, tal vez de la misma mano que aquel otro desliz: Sudamericana publicó el libro de cuentos de Sánchez ya nombrado hace rato en el desorden de esta crónica. Si lo único no efímero aquí es mi ignorancia, además de agradecerla, debí aprovechar entonces la oportunidad de entender algo, quiero decir: suponer que podía representarme, aún fugazmente pero con la provisoria puntillosidad de la certeza, lo que allí quería a su vez mostrarse –en ese libro, en los anteriores. No fue así, por supuesto. Y pasó mucho tiempo; hasta creo que se me apareció—y siguió de largo-- algo así como el fantasma de la propia madurez, pero en algún momento, entre la última lectura y mi decisión de encontrar a ese sujeto, Néstor Sánchez, antes de que alguno de los dos abandonara definitivamente el barco, creí entender al fin que nada había (que entender) o la materia aquella era demasiado transparente como para reflejar mis dudas.
Ese hombre, por un instante, fue parecido a su voz. La voz de ahora que en su patente inadecuación a lo que se respira no encuentra correlato posible en la escritura y se prodiga apenas para entonar monosilábicas variaciones de la misma negación, como en un mantra o ejercicio zen. Habría que dedicar un fruitivo estudio – algo más serio—al precedente inimaginable, esa otra voz capaz de convocar conjuros eficaces bajo la sola condición de sonar a permanente novedad, arriesgarlo todo en cada pase; habría que postular desde el vamos la obviedad de una clave en el dístico especular: poesía/poseía, ramificado en personajes dobles, dobles cursos de acción en los dobleces de toda trama desplegada en el tiempo para narrarse y pensarse desde fuera, en el nudo imposible de la temporalidad, el torbellino (temporal al fin). Quedan estas notas; esta lengua desgastada contra el seguro desatino. Lástima; si Chitarroni le hubiera dedicado una Silueta, semejantes profusiones ni siquiera habrían existido como ilusión póstuma de un lector amante incapaz de ser tan fiel o artero como para creerse defraudado (What thou lovest well remains...) Tampoco puedo apelar al subterfugio de otro verso lapidario, aseverar que el resto es escoria para idealizar las mañas de un silencio sostenido, alto, fuera ya de mis posiblidades.
Por eso debería finalizar lo que debió ser crónica o reseña y termina en elegía, con una aclaración. En realidad, este regreso penúltimo y digresivo a un autor, unas manías, unas lecturas, jamás quiso sonar abiertamente a celebración del encuentro fugaz, ya increíble. Porque si hay algo relevante es y no es aquí la cita con uno de mis más queridos fantasmas de entre los que siguen dándole algún sentido a la dicha y el terror de ese momento hueco de las citas cuando el principio de identidad se vuelve ocioso --a ciertas horas en que los pasos apenas se escuchan en la intimidad de los otros porque todo calla y se resigna a la fatiga estrictamente sabia; cita fallida y virtuosa al fin y al cabo, no con el autor o el personaje sino con la idea de escribir/leer la propia falta, escribo, como única divisa continuamente postergada de todos estos años, una manera desbordante, feliz a veces pero nunca distraida de ensayar en el vacío la eficacia del producto habido en incontables saqueos espirituales: esos útiles que darían forma una y otra vez a la ilusión de no ser del todo utilizado por la vaciedad de todo, la yelmo universal y su bolsita de tierra oscurísima, sin fondo...
Debería sostener por eso, en el final --al menos durante el par de líneas que allí conducen---, la creencia en la fuerza reveladora del capricho cuando a lo único que no se está dispuesto a renunciar para seguir un poco vivo es a la droga más cara y traicionera: la historia personal. Los ojos del maestro tal vez digan que también ahora estoy del todo equivocado; pero tal vez tampoco.