Confesión sobre ruedas
Hernán Domínguez Nimo
Mi auto choca.
Perdón, recién empecé y ya me expliqué mal. Muchos autos chocan. De hecho, casi todos deben sufrir al menos un toquecito en sus quince o veinte años de rodar, a veces por culpa del conductor, a veces por la de los conductores de otros autos, vecinos circunstanciales en la larga avenida de la vida – casi tan larga como la Rivadavia.
Ninguno de estos es mi caso. Para explicarme bien tendría que haber empezado diciendo "a mi auto le gusta chocar". Por eso choca.
Y vaya si lo hace. Una, dos, tres veces por día. Tortas grandes, toquecitos, roces, todo le viene bien. Todo le sirve para ponerse de buen humor. ¿Que cómo me doy cuenta? Si uno presta atención – y yo le conozco bien el motor – se puede oir un ronroneo más fuerte que el de un gato feliz.
No, no soy el típico chofer sabelotodo que reniega de su responsabilidad y le echa la culpa al primero que tiene a mano – que por mi trabajo de remisero, nueve de cada diez veces resulta ser el volante; y la restante, la palanca de cambios.
No, tampoco estoy loco. Cualquiera que no sea ignorante sabe que estas cosas pasan. El que haya leído un poco – libros como Christine o Buick 8– sabe de qué estoy hablando. Y esos libros fueron bestseller, así que lo saben muchos.
La diferencia es que aquellos autos se manejaban solos. Salían de noche y mataban desfachatadamente dos o tres tipos sin importarles si había algún testigo. Mi Torino es distinto. Es vivo.
No, no sólo está vivo, es vivo.
Para empezar, nunca sale sin que yo esté al volante. Y cuando esto sucede – doce horas, siete días a la semana – no sobreactúa. La mayor parte del tiempo, me deja manejar tranquilo, dándome el gobierno de pedales, volante y palanca. Me deja armar los recorridos, recoger pasajeros y a veces – si los fulanos no opinan mal de un auto del 74 – dejarlos en su destino sin interferir.
Pero apenas alguien hace algún gesto de reprobación, el Toro se encabrita. Si está de buen humor, puede que solo lo haga cabecear un poco, como para burlarse. Si este no es el caso, ay mamita. Frenadas chirriantes, aradas repentinas, sacudones laterales, todos son recursos a los que echa mano para que el pasajero se fastidie – se asuste – y pida bajar. Por su culpa, ya roté por todas las empresas de remís habidas y por haber. Y claro, no son muchas las que toman autos clásicos como el mío.
El tema es cuando se torea con otro conductores. Algún encerrón, un bocinazo, una puteada lo hacen tomar el control. Pero siempre sutilmente. Un volantazo de golpe y ¡zas!, vuela un espejito. Un freno que se niega a bajar a último momento y ¡pum!, topetazo.
Lo peor es que de a poco fue tomándole el gustito a la cosa. Porque la más de las veces, los damnificados apenas si reaccionan con una puteada o ni siquiera eso. Los días de lluvia, empezó a arrimar contra los cordones para pisar los charcos del costado y salpicar a los peatones. Sin provocación previa, ¿entienden? Ahí fue cuando realmente empecé a asustarme.
Comprenderán entonces mi estado de ánimo el día en que volvió a llamarme Guillermo Guerra para pedirme un viaje. La última vez, al bajar del Torino, había masticado entre dientes la palabra "carreta". Y yo estaba seguro de que él también lo había escuchado. Mi Toro tiene un oído tan afinado como su carburador.
Si ya estaba fastidiando a gente que no le hacía nada, ¿qué le iba a hacer a alguien que lo había despreciado de esa manera? En las dos horas entre el pedido y el encuentro se instaló en mi mente la certeza absoluta de que mi Torino ya había decidido el destino de su próxima víctima. A esa altura, solo la muerte del idiota podía conformarlo.
Comencé a buscar la manera de evitar que cumpliera su cometido. Ya estaba cansado de cargar con la culpa de todos sus desmanes. Si hasta ahora se lo había permitido era por el cariño que 30 años de convivencia habían generado. Pero ser acusado injustamente de asesinato era otra cosa.
Todo lo que pensaba era inútil. Controlar y desviar el volante o siquiera frenar en aquellos momentos ya se había probado como imposible. Sólo una opción se me antojó viable: tomar al Toro por sorpresa. Eso podía funcionar.
Cuando vi a Guerra parado junto al cordón, me acerqué despacio, anticipando el momento en que el Toro acelerara para pisarlo…
Aceleré yo. Pisé el pedal a fondo – él estaba preparado para resistir el freno, no para eso – y enfilé hacia el tipo. Su cara de sorpresa antes de morir aplastado fue parecida a la del Toro, incapaz de reaccionar.
Me paró la cana y me acusaron. Intenté culpar al Torino – hubiera sido una venganza completa, ¿no les parece? – pero nadie me creyó. Se me rieron en la cara y me dieron ganas de estar al volante por lo menos un minuto más.
Por eso escribo esto. Para que se sepa la verdad. Si a los Shocklender les creyeron, ¿por qué no a mí?
Porque ustedes sí me creen, ¿no?
Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires, Argentina en 1970. Es creativo publicitario, sus cuentos han ganado premios y está apareciendo en antologías y diversas revistas.