Miró por la ventana y al verlo acercarse
Saurio

I

Lo copió todo en un anotador, con lentitud, con placer, con fruición, con regodeo, con delectación, con molicie, con sensualidad, con voluptuosidad, hedónica, apolínea, dionisíaca, tremulando un aura divina, exudando un halo de dios. Todo debía de quedar registrado, ni una minúscula coma podía perderse, las generaciones venideras no lo perdonarían, el universo mismo se ofendería si algo quedaba en el olvido.
— Recuerda lo que ocurrió en el siglo VIII — dijo, pronunciando con acento leonés, sin saber por qué. — Recuerda las reglas. ¡Cielos! ¡Mira las cosas fantásticas que hay en este lugar!
Nuevamente lo copió todo en un anotador, con un lápiz 2B, jadeando como gata en celo, gimiendo como tigresa hambrienta, acariciándose los senos como humana con sinusitis. Nada debía escapar al registro, cada detalle era importante, un átomo fuera de lugar podía determinar la factibilidad de la existencia de un Universo u Otro, un radical libre en el medio equivocado y toda la Realidad podría desbaratarse como un castillo de naipes, una RedOx mal hecha y la mismísima Esencia Metafísica de los Archones de la Sabiduría Fiel caería en pedazos.
O algo así.
 
su pistola del cajón del escritorio, escribir su nombre en una vela roja eligiendo las palabras con cuidado, aunque haya diferencias entre los niveles SAR de varios teléfonos, miró por la ventana y al verlo acercarse, tomó el postergado master plan para darle algunas soluciones de porte a la ciudad, tanto en la catequesis como en cada aspecto de la vida, hoy resurgen nuevos signos de antisemitismo para volver más apasionado a un hombre en el lecho y aparecen diversas formas de hostilidad generalizada hacia los extranjeros, y ello explica la forma en que es respondida nuestra invocación, no depende de
 
Eligiendo las palabras con cuidado lo copió todo, transcribiendo cada inflexión de su lengua, ya que no sólo importa qué es lo que se dice sino quién lo dice y cómo. No es lo mismo que un ejecutivo veneciano diga, luego de echarse un vaso de fernet a su coleto, “¿A quién van a ayudar hoy los hermanos Gómez?” que un lama tibetano entone en una palinodia pletórica de armónicos “¿A quién van a ayudar hoy los hermanos Gómez?”.
— Tendremos que caminar a casa a buscar gasolina.
— Estamos perdidos.
— ¿Qué es lo que vamos a hacer?
Lo copió todo en un anotador, con lentitud, con placer, con frenesí, con regocijo, con alborozo, con galbana, con positivismo, con concupiscencia, herética, pantagruélica, heliogabálica, tremulando un hálito eternal, exudando un nimbo de Divina Majestad. Todo debía de quedar registrado, ni una minúscula iota podía perderse, las generaciones venideras no lo perdonarían, el universo mismo se ofendería si algo quedaba en el olvido.
— Recuerda lo que ocurrió en el siglo XIII — dijo, pronunciando con acento gabardino, sin saber por qué. — Recuerda las reglas. Porque a todos los niños les gustan los animales y la naturaleza. Porque no se puede tener las respuestas sin antes conocer las preguntas.
— Y visita nuestra página web.
Nuevamente lo copió todo en un anotador, con un lápiz 3H, bufando como eunuco babilónico, hipando como berlinesa hidrocéfala, manoseándose los lóbulos como orquídea polinizada. Nada debía escapar al registro, cada detalle era importante, una mariposa aplastada por el pie equivocado y nuestro mundo cambiaría radicalmente, una mosca volando en el lugar erróneo y todo nuestro código genético se vería horriblemente alterado, una lagartija desovando en una zona de pruebas radiactivas y toda Tokio quedaría destruida irreversiblemente.
O algo así.
 
fascinación, contribuyendo a la paulatina consolidación de un mercado cultural, excomulgaban como “pequeño burguesas” (o insultos peores) a las exigencias de un desarrollo que se pensaba indefinido, su pistola del cajón del escritorio, no pone en cuestión mi mundo eligiendo las palabras con cuidado, cierto equilibrio libidinal pone en marcha esta ficción de identidad, la soledad del porteño miró por la ventana y al verlo acercarse, tomó el altar de ese sustituto laico de la religión que es el nacionalismo, su mordedura es pestilente para las yemas, así los besos y palabras de la cortesana causan muchos perjuicios y desdichas a los hombres, en la mano derecha tiene el cetro floronado, resulta extremadamente importante que el hombre parta con la mayor paz posible y en la izquierda la mano de justicia en gesto de bendición, experimentarán tales y tales tentaciones, el tango esconde siempre los trucos de su
 
— ¿Cómo podemos ayudar a los que mueren y a los ya fallecidos?
— ¿Cómo podemos determinar la concordancia de los predicados?
— ¿Cómo podemos precipitar el cloruro de la solución incógnita?
 
Tomó su pistola del cajón del escritorio, cuidadosamente la puso en su sien, con determinación, con osadía, con arresto, con atrevimiento, con ardor, con voluntad, con denuedo, con agallas, con temple, con bizarría, con bravura, como maja salerosa en verbenas colombófilas, como beleña en saraos verbidanzantes, como hierosarmientilla en franfeluches superoloríficos.
— Recuerda lo que ocurrió en el siglo XXVIII — dijo, pronunciando con acento linternés, sin saber por qué. — Recuerda las reglas. ¡Más le valiera a este hombre no haber nacido! ¡Usted puede defenderse de la mirada central!
Y lo copió todo en un anotador, con su pluma cucharita, con su cálamo turgente, con su bejuco ferboreal, zofrizando como jenúsara efluviante, queromeando como papirillota gobelarda, entufreciéndose los merloques como dervónesa viragoardolescente. Nada debía escapar al registro, cada detalle era importante, un wolframio en el guemor emulsionado y todo el mismidísimo ensufre de lo social se engorrobará irreflexivamente, un protozoario entrando en el yoniar errado y zucate con los franzullos de los canial, un zargal sorriando contramusial y la totalidad de los marganducos siderales entrará en colapso unimorzable.
O algo así.

II

Miró por la ventana y al verlo acercarse se preguntó si tenía sentido continuar con esta farsa. Al fin y al cabo, todo había sido un ejercicio de estilo que se había salido de madre, un divertimento que había devenido en obsesión, un calembour que estalló en un agobio sentimental.
No, no podía plantearle sus dudas. Jamás las entendería. Jamás. Jamás. Jamás. Jamás. Jamás. Jamás.
Se golpeó la cabeza para salir de la retroalimentación, tomó su lápiz del escritorio y lo copió todo en un anotador, con lentitud, con placer, saboreando cada palabra como si fuera un dulce, un caramelo, una golosina, una gollería, un bombón, un chocolate, una pastilla de menta, un confite de arrope, una burbuja de anís, una peladilla de almendra amarga, un turrón de maní y huevo, un aperitivo de origen italiano, un pastel de cambur, una torta de coca, una delicadeza digna de un pachá oriental, preguntándose por qué un reloj que nunca atrasa jamás da la hora exacta, por qué las jeremias no han florecido este año, por qué los anufines nuevalizan el guerpantamiento del malfabla cotideana.
No halló respuestas, porque las preguntas eran capciosas, y porque él llegó.
— Javier, tenemos que hablar.
— Estamos hablando.
— Estoy de acuerdo en eso de que sea “un pensamiento antediluviano” argumentar que se trata sólo de copular con el diablo. Me llevé una grata sorpresa. Tardé varios años en averiguar que basta con acomodarse en la pequeña antesala de lo que supo ser el más coqueto departamento de citas clandestinas para...
— ¡Basta! ¿De qué estamos hablando?
— No sé, no sé. Es algo que me sucede desde que lo copio todo en un anotador, con lentitud, con placer, disfrutando el roce de cada palabra sobre la superficie del papel. Siento que la estructura del universo depende de este acto, que si no anoto todo, absolutamente todo, siento que si no anoto todo, siento que todo, todo, todo, todo, absolutamente todo, se desmorona.
— Yo no me llamo Javier.
— Lo sé, lo sé.
Miró por la ventana y al verlo acercarse se preguntó si tenía sentido continuar con esta farsa. Al fin y al cabo, todo había sido un capricho de adolescente rebelde, un arranque de treintañera insurrecta, una extravagancia de cincuentona malcontenta. Debía ponerle fin a este padecer. Ya le gustaría hacer como su madre, que ante una situación similar tomó su pistola del escritorio y se suicidó.
Eligiendo las palabras con cuidado habló, ni bien él se sentó a la silla.
— Javier, tenemos que hablar.
Javier calló. No tenía nada que decir. No le importaba lo que ella iba a decir. Había perdido todo el deseo, todo el empuje, toda la vitalidad que caracteriza a un hombre saludable y en la plenitud de su vida. Fue un proceso gradual, que comenzó cuando ingresó a trabajar como cadete en MacKinley Advertising y que llegó a su punto culminante cuando lo nombraron director general creativo de MacKinley, Burlington & Mendell. O quizás fue algo súbito, una mañana era la imagen misma del entrepreneur y a la mañana siguiente era un despojo humano, alguien que no despertaba misericordia ni de las cucarachas.
— Javier, tenemos que hablar.
— Hablá vos.
— Bueno.
Pero Luciana tampoco habló. Por el contrario, tomó su anotador y lo copió todo, eligiendo las palabras con cuidado. No era tarea sencilla, una palabra fuera de lugar y podría estallar todo. Si lo sabría ella, que había visto a su tía Marta vomitar todos sus órganos internos cuando malpronunció el Nombre de Aquel que Nunca Respira al realizar el Exorcismo Ssaratukakammu.
Javier miró por la ventana y al verlo acercarse se preguntó qué tal sería ser vendedor de lapiceras en colectivos y otros transportes públicos de pasajeros. Se respondió que sería una ocupación infame, hija de la necesidad y causada por el desinterés y la falta de sensibilidad social de los gobiernos neoliberales, que con sus prácticas corruptas, sus prebendas y su dependencia de las grandes corporaciones sólo hacen que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres, llevando a lo que una vez fue una nación próspera a la miseria más absoluta.
El vendedor de lapiceras se acercó a la barra y le pidió una cerveza al mozo. Fresca, espumosa, doradita, la boca se hacía agua de sólo verla, la sed pedía a gritos que se la calme con ese mirífico líquido, elíxir de dioses y héroes, ambrosia entre las ambrosías, delicadeza que al paladar agrada, al espíritu estimula y al cerebro libera de preocupaciones inútiles.
— ¿Y eso de dónde lo sacaste?
— Me lo dijeron.
— ¿Quién te lo dijo?
— No soy buchona.
Eligiendo las palabras con cuidado lo copió todo, transcribiendo cada inflexión de su lengua, ya que no sólo importa qué es lo que se dice sino quién lo dice y cómo. No es lo mismo que una monja de clausura rompa su voto de silencio exclamando “Hay canciones que llegan para salvarte” que una recepcionista le comente a una compañera de trabajo mientras comen ensaladas desde sus Tupper “Hay canciones que llegan para salvarte”.
— Tengo hambre.
— Deberías dejar de escribir.
— Bueno.
El vendedor de lapiceras tomó su pistola de la mochila que traía, se incorporó con brusquedad y apuntando a la cabeza del mozo gritó. Lo hizo en una lengua incomprensible, en un idiolecto lleno de fricativas y semilabiales, en el que las vocales estaban prácticamente ausentes. Luego guardó el arma y se sentó. Pidió otra cerveza.
— Existe evidencia de que cada Nueva Era es testigo de un bautismo de fuego. Los Grandes Antiguos, Señores de un tiempo anterior a la memoria, están siendo atraídos por el olor de la confusión, la histeria y el odio mutuo de las primitivas formas de vida de este planeta: los seres humanos.
— ¿Estás acaso citando el prólogo a esa falsificación que pretende ser “El Necronomicón”?
— No, estoy plagiándolo.
Miró por la ventana y al verlo acercarse se incorporó. Quería que la viese de cuerpo entero, que sus ojos le recorrieran las curvas, que se refocilase en sus tetas turgentes aún sin corpiño, en esos pechos que amenazaban atravesar la endeble tela de la remerita y clavarle en pleno rostro los puntiagudos pezones. Mientras se acercaba, se tocó la entrepierna, recorriendo la húmeda canaleta con su dedo medio. Luego se lo olió.
— Javier, tenemos que hablar.
Javier no dijo nada. La besó salvajemente en la boca, paladeando la sangre mezclada con saliva, sintiendo como su verga se inflamaba y sufría aprisionada dentro de la dura tela del jean. Con rapidez se bajó los pantalones, le arrancó la bombacha y penetró a Luciana, quien jadeó como gata en celo, gimió como tigresa hambrienta y se acarició los senos como humana con sinusitis. Entre grito y grito se oyó el líquido bombeo del pene dentro de la vagina. El mozo y el vendedor de lapiceras también fornicaron entre sí, lubricándose sus esfínteres palpitantes con pequeños pancitos de manteca, introduciéndose mutuamente grisines en el ano, sodomizándose con sifones llenos de carbonatada y burbujeante soda. El suelo ya era un estropicio de semen, flujos, sangres y heces cuando el orgasmo tronó en el aire. Luego descansaron.
— Mi mundo se está desmoronando, Javier. Si no lo anoto todo, eligiendo las palabras con cuidado, el tejido de la Realidad se rasgará y nada quedará en pie. Comenzaremos a decir sandeces, majaderías, dislates, boberías, estupideces, necedades, despropósitos, disparates, desatinos, pifias. Nuestras lenguas pronunciarán sonidos que nos aterrarán, como las infectas maldiciones que los seres de rostro de insecto pronuncian con sus desdentadas e inmundas bocas. Se dice que a la Raza de los Observadores no les importa lo que Observan, que sólo cumplen órdenes. Se trata de...
— Otra vez estás robando frases del Necronomicón apócrifo.
— Es lo menos que puedo hacer. Al menos no intento lucrar con ello, como estos estafadores han hecho, engañando al incauto.
— ¡No digas pamplinas!
— ¡Es lo que te estaba diciendo! ¡Ya nada de lo que digamos tendrá sentido! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!
Se golpeó la cabeza para salir de la retroalimentación, tomó su lápiz del escritorio y lo copió todo en un anotador, con lentitud, con placer, eligiendo las palabras con cuidado.
Tomó su pistola del cajón del escritorio. La observó detenidamente. Era una MacKinley .367. Con un arma similar habían matado a su padre, el Juez Haansen. Nunca se atrapó a los culpables, pero se sospechaba que habían sido unos matones de “Slim” Partigiano. Debería haberse vengado antes. Veinte años es mucho tiempo, ya nadie recordaría el atentado que acabó con la vida del Juez Haansen, ya nadie prestaría un segundo de su amable atención para interiorizarse de los pormenores de un caso muerto que cobra nueva vida en un giro inesperado del Destino.
Dudó.
Guardó su pistola en el bolso y salió, rumbo al bar. Se sentó junto a la ventana, pidió un café y, mientras esperaba, se fumó un cigarrillo, a pesar de que estaba prohibido por Ordenanza Municipal.
Abrió el polvoriento álbum de recortes de diarios que narraban la muerte de su padre y lo copió todo en un anotador, con lentitud, eligiendo las palabras con cuidado.
Miró por la ventana y al verlo acercarse se incorporó, pasó junto a él, sin mirarlo y fue al toilette. Regresó y le vació el cargador completo al asesino de su padre. Luego se sentó.
— Javier, tenemos que hablar.
— ¿Para qué? ¿Acaso suponés que todo esto tiene una explicación, que existe una lógica subyacente en nuestros actos?
— No, pero la palabra no es una mera emisión de aire. El que habla, algo dice. Sólo que lo que dice no es muy fijo. ¿Tiene en efecto una significación o nunca la ha tenido? ¿Cómo puede existir una palabra que no sea posible?
— Es inútil. Continuar más sería prolongar algo que debería haber culminado hace mucho tiempo. No hay nada que hablar.
— ¿Nada?
— Nada.
Luciana calla. Javier también. La ciudad misma ha callado. Todo es silencio.
O algo así.


Saurio nació en el barrio de Palermo en 1965 y es uno de los responsables de La idea fija. Principalmente es escritor, pero también pintor, monologuista, historietista, músico, comunicólogo, redactor publicitario, diseñador gráfico, webmaster, traductor, periodista cultural y habilidoso genérico en cualquier cosa que requiera mucho trabajo intelectual y nulo esfuerzo físico. Además de La Idea Fija, mantiene un blog escéptico-literario llamado Las Armas del Reino II y dibuja y guiona el webcomic Cartoneros del espacio.