Puntada sin hilo
Eloísa Suárez

In memoriam Mario Levrero


Mirá que esto me venga a pasar justo a mí. Y yo que no le creía a la Jacinta cuando me decía No, Kari, nadie te está usando la máquina. El tic, tic, tic, ése, le digo, ¿qué otra cosa puede ser? No seas pesada, me dice. ¿Pesada yo?, pregunto, ¿Yo, pesada? y ahí nomás y porque la vengo aguantando desde hace rato le grito Por qué no lo hacés trabajar a tu marido que mal no le viene. Hace rato que lo están esperando para vender flores, y si no, andá vos, JACINTA, que el nombre ya lo tenés. Ella se va, ofendida. Es lo único que sabe hacer ¿De qué?, me pregunto. ¿Acaso no tengo razón? Si andan sin un peso partido al medio. ¿Quién me mandó tener suegros?, me pregunto. Para mantenerlos con el sudor de mi frente. La Jacinta y el Pocho. Te los regalo con moño y todo. Ayuda no les falta, no. El Horacio, ¿te acordás de mi primer novio, el que vivía enfrente, el que después se mudó cruzando la General Paz?, le ofreció al Pocho el horario nocturno en el puesto de flores que tiene en Liniers. Pero el señor No, gracias, no puedo, que tiene miedo de tomar frío y enfermarse, que de chiquito es asmático... Ya lo decía mi vieja. En este país no trabaja el que no quiere. Porque, lo que es laburo hay, ¿no? Si no, decímelo a mí que con siete hijos y un marido que está fuera de casa todo el santo día algún rebusque igual tengo.
Hace un tiempo que me da por coser. Vestiditos de nena y también corpiños. De vez en cuando algo de lencería fina. Un sueldito extra, para colaborar con los gastos ¿viste? Porque con lo que saca el Jorge de paseador apenas nos alcanza para alimentar siete bocas.
El mes pasado, el Jorge me trae una caja que pesa como un muerto, la deja en medio del patio y me dice Para que dejes de rascarte todo el día. No me quedo atrás y le contesto Bastante tengo con los siete que me hiciste. Y él Yo respondo por el Quique y la Luna. No le doy vuelta la cara de un bife porque soy una dama. Por eso y porque el muy cretino es capaz de devolvérmela. Además, ¿para qué pelear?, me mata la curiosidad. Ahí nomás abro la caja y me encuentro con una máquina de coser. ¡Es una óverloc! Estoy loca de contenta. ¿Quién se da el lujo de tener una óverloc hoy en día? ¡Con lo que salen! Apenas lo pienso algo me huele raro y lo indago al Jorge Che, ¿de dónde sacaste esta máquina vos? ¿No habrás afanado a alguno? y me río. Salí, me contesta y prende la tele. Olvidáte de que te dé pelota. Ese día jugaba River-Boca. No insisto. ¿Qué importa cómo la consiguió si la maquinola esta es lo mejor que hay? Corta y cose al mismo tiempo. En una tarde me hago siete vestiditos.
Con esta platita extra me pago las clases de bodi-pam. Son tres veces por semana. Una hora dura la clase. Total el Washington ya está grande. Tenés que ver lo bien que cuida a sus hermanitos. Igual, siempre hay algún metido. Mi suegra, que es una llorona, me dice Apenas tiene nueve años, Kari. Mirá si la Luna, gateando, se golpea. Yo sé por dónde correrla y le pregunto ¿Por qué no te quedás vos a cuidarlos? Enseguida pone cara de boluda y se excusa Estoy muy ocupada. ¡Andá por ahí!
La óverloc es usada; yo la cuido como al oro. Cuando no la uso, la guardo en el sótano. ¡Bah! Más que sótano es una bodega de dos por dos que hay abajo de la sala, escondida bajo el piso de madera. Vos tirás de un gancho y se abre una puertita. Como en las películas, ¿viste? Ahora, ¡ojo!, que no es tan fácil. La disimulé muy bien poniéndole una alfombrita encima, cuando vengas te la muestro. Por eso el domingo, cuando empezaron los ruidos en el sótano, pensé que alguno, aprovechando que yo estaba durmiendo, me estaba usando la máquina. Enseguida salto de la cama, bajo corriendo las escaleras, cruzo el patio, llego a la sala y... no hay más ruidos. ¿Habrá sido una pesadilla?, pienso. ¿Será alguno de los chicos? Están todos durmiendo la mona. Vuelvo a la cama y ahí nomás me plancho como una descosida. Al rato, me despiertan otra vez los mismos ruidos. Un tic, tic, tic, como una campanita, y enseguida unos toc, toc, toc, como un martillo.
Esta vez bajo en puntas de pie. Abro la puerta del sótano, está todo a oscuras, voy a bajar y... los ruidos paran. Me digo Lo mismo entro y bajo la escalerita y prendo la luz. Adentro no está ni el loro. No puede ser, pienso, y subo la escalerita, salgo de la sala como un trombo, me paro en medio del patio, así, media en bolas como estaba, y grito con todo ¡¿Quién carajo está jodiendo con mi máquina?! Y grito y grito hasta despertarlos a todos.
Al primero que veo es al Washington, que me grita desde la puerta de la pieza Mamá, tenés más rollos que la panadera de la otra cuadra, y la Moira, la del medio, no se queda atrás y me dice Y eso que la Dora está bien gorda, con todo el pan que se come. Ahí nomás entro a repartir bifes a diestra y siniestra. Y veo todo negro del odio que tengo. Mi suegra, como siempre, llora Calmáte, Kari, por tu bien y el de los chicos. Pará, loca, salta mi suegro. Paro: todo me da vueltas y me parece que viene el infarto. La culpa no es de la comida, no. Es el cigarrillo. ¡Ese vicio de mierda!, lo voy a dejar, ya vas a ver. Alguien me alcanza una silla y un vaso de agua y alguien más abre la puerta para que entre el aire.
Ya me siento mejor y ¿a quién veo en la puerta? A la Yoli, la sobrina del ferretero, que está estudiando para cana. ¡El cagazo que nos hizo pegar el mes pasado! Eran la cinco de la mañana. Habíamos chupado dos litros de cerveza cada uno. Y no va que a uno de los amigos del Jorge se le da por tirarme un botellazo. No me quedo atrás y se la devuelvo. Ahí nomás salimos a la calle y empezamos todos a los botellazos limpios. Seguimos así hasta que escuchamos que alguien tocaba pito. Busqué de dónde venía el ruido. Atrás del gomero, un oficial nos llama y pienso Bueh, otra vez en cana. Voy, resignada, y ¿con quién me encuentro? Con la Yoli, de uniforme, con machete y todo. Ahí nomás me da un ataque de risa que termino en el piso y me tienen que levantar entre cuatro. Con la Yoli nos conocemos desde el primario. ¿Qué me va a meter en cana ella? Ella también se ríe y nos dice, mitá en joda, mitá en serio, Sigamos la fiesta adentro. Pero el día de la máquina yo seguía tan caliente que esta vez ni me dio para reírme.
Llegó la ley, grita mi suegro. La Yoli pregunta Se puede saber que está pasando. Yo, medio muerta, le digo Suerte que viniste. Acá se está cometiendo un ilícito, le digo, haciéndome la legal, a los canas les gusta que les hablen así, en difícil. Largá todo, me dice ella. Mi máquina, mi instrumento de trabajo, está siendo ultrajada, y ahí nomás le explico todo con lujo de detalle. Ella se sorprende de que tenga una óverloc. Claro, si salen un ojo de la cara. Trabajando duro, todo llega, le digo. Y ella me promete Voy a investigar. Se va a la pieza de la Rubi, la prima, vos la debés conocer, salió un tiempo con tu hermano el Beto y tenía unos delirios de grandeza, que quería estudiar en el conservatorio, decía, pero la vida... cuando se embarazó le alquilé la piecita que está junto a la sala y ahora la beba tiene casi un año, y aquí no ha pasado nada.
El lunes, a la hora de la siesta, otra vez los ruidos. El tic, tic, tic, primero, el toc, toc, toc, después. Mi suegro había salido a ayudar al Jorge con los perros. Él no es, pienso. Quedan la Jacinta, los chicos y ¿por qué no? la Rubi. Igual, la Jacinta es la principal sospechosa. Si vieras lo envidiosa que estaba cuando vio mi óverloc. Envidia y celos, porque el hijo no se la dio a ella. Me prefirió a mí, a su mujer. Esta vez me pongo la bata de mi abuela. ¡Esta que me van a ver desnuda! Y bajo. Los tic y los toc sacuden toda la casa y pienso La biaba que le voy a dar al desprevenido. Llego a la sala, levanto la alfombra, abro la puerta... está oscuro, igualito que el día anterior, bajo dos escalones, prendo la luz. Nada ni nadie. Un momento, me digo, los ruidos todavía siguen; esto no me gusta; mejor me las tomo. Así, cagada de miedo, salgo al patio y lloro y lloro hasta gritar y hasta que los gritos atraen a los demás. Y otra vez el Washington que chilla Ma, qué olor a mierda. Puf, sí, alguien se cagó, se mete la Moira. No los mando a la puta que los parió porque tengo como un nudo en la garganta. La Jacinta, como si viera a un muerto, me dice Nena, estás paliducha. Veo todo nublado, la casa me da vueltas, las baldosas del patio las tengo de cielo.
Ahí se ve que me caí redonda al piso y, me dijeron, estuve inconsciente tanto tiempo que llamaron al médico que vive acá a la vuelta, uno que se recibió el año pasado y es un buenazo; tiene cara de ángel, es rubio como el Jorge y unas pestañas... dicen que tira para el otro lado... ¿qué importa?, ni siquiera me cobró. Me aconsejó reposo, ¡la bola que le di! Yo sabía muy bien lo que estaba pasando. Apenas se va el doctor, la llamo aparte a la Jacinta y le cuento. Ella se hace la señal de la cruz, reza en voz bajita y enseguida toma una decisión Tenemos que llamar al pastor. Hay que limpiar esta casa ahora mismo.
Y ese mismo día, a la tardecita, se vino de la iglesia el pastor, especialmente, a ver que diablo había en el sótano. Aquí, donde viven ustedes, se pasea un alma en pena, dijo y arrojó aceite de vaya a saber qué a las paredes del sótano. Los chicos estaban amontonados en la puerta y chusmeaban desde arriba, yo ya les había advertido Al que cierre la puerta, aunque sea por joder, lo muelo a palos, no les hago caso y le pregunto al pastor Está seguro de que este líquido sale después, ¿no? Él me jura que sí. ¡Justo! Todavía hay un olor que no se aguanta. ¡Y eso que limpié! Mi suegra me dice Calláte, nena, que el pastor está bendiciendo el lugar. El pastor, enseguida, entró en trance, pone los ojos en blanco, como un muerto vivo, para “absorber la energía mala”, según él. Después de estar un buen rato con los ojos en blanco, haciendo mmm, mmm, dice Rudecinda, ¿estás ahí? ¿Rudecinda?, pregunto yo. Silencio, chista mi suegra. El pastor sigue en trance y pone voz grave Rudecinda, cuéntame tus penas. He venido sólo para que descargues en mí el mal del demonio que te tortura. Empezó a temblar como una hoja hasta que se ve que no pudo más y cayó al piso. Lo mandé al Washington a buscar agua y él que no, que quiere ver si aparece la muerta, ya sabés cómo es de rebelde cuando no quiere hacer algo, y yo que lo amenazo con no dejarlo ir a jugar a la pelota, pero, en el medio, el pastor ya se puso de pie y está más fresco que una lechuga.
Ya se va. Antes le damos el diezmo y nos cuenta que Rudecinda era una viejita que vivía en la casa mucho antes de que nos mudáramos, que era costurera y que, un día, ya medio loca de vieja que era, demencia senil, le dicen, se encerró en el sótano a coser, y cosió y cosió día y noche hasta que cayó muerta. Le falló el bobo, parece. Igual, fue medio un suicidio: ganas de morirse a la vieja no le faltaban, porque con la miseria que cobraba de la jubilación del marido, era viuda, para colmo, no le alcanzaba ni para el pan.
La cosa es que como a los diez minutos, cae la Yoli que quería saber cómo iba lo de la máquina. Y los chicos dele que Rudecinda por acá, Rudecinda por allá, llamando al fantasma de la vieja a ver si se aparecía. Y no va que a la Yoli se le da por preguntarme en qué andaban los pibes. Y le cuento, aunque con reservas, porque sé que la Yoli es una pesimista. O una... ¿cómo les dicen a los que no creen en nada? Ella se me ríe y me aconseja Dejá el chupi, porque cada tanto me ve con la birra, a la tarde, me gusta, bien fría hasta que siento que se me enfría el pecho, y de cuando éramos chicas que me ve, que me juntaba con los del Normal en el quiosco de la esquina a fumar y cagarnos en los quilombos que teníamos en casa. Me defiendo Pará, que todavía no tomé. Ella no afloja y dice O mirá mejor con quién andás. Ese pastor chanta tiene varias causas pendientes. Y me explica, hablando en lengua de cana, en difícil, Fue procesado en Sao Pablo, Sao dice, así en brazuca, por estafa y vive prófugo acá, en Buenos Aires. Y le va bárbaro, le aclaro, Mi suegra es fanática. Lo dejé entrar por ella nada más, digo para que no crea que soy tan boluda como ella piensa. La Yoli se olvida del pastor y vuelve a preguntarme por la máquina, que si estoy segura que los ruidos vienen del sótano. Le contesto Claro, de dónde van a venir, si la máquina está en el sótano. Enseguida se va a ver a la prima y al rato aparecen las dos, cotorreando. La Rubi con la beba en brazos, salió a ella; tendrías que ver; es casi albina, y la Yoli jugándole con una cucharita. No las aguanto. Antes de irse, la Yoli quiere saber cuánto le salió la óverloc al Jorge. No tengo idea, le digo. Ella quiere verla “para los fines de la investigación” me dice, poniéndose seria. La llevo al sótano y le muestro la máquina. Mientras, ella, déle anotar en una libretita. Hasta mañana, me dice, y se va.
Pero yo ya tenía mi propio plan. ¿Para qué la iba a esperar a ella? Entonces pienso en ponerle una trampa al que me está jodiendo la existencia. Voy y busco en los armarios de la cocina una ratonera. Estaba nuevita, casi, a las ratas que había las maté con raticida y ahora las mantengo a raya con el gato que me traje de lo de mi mamá. 
El martes, después de usar la máquina, al salir del sótano dejo la ratonera bien preparada en el último escalón, contando desde arriba; sí o sí tenés que llegar a ése para encender la luz; y ahí... zas, atrapo al ratón, salgo del sótano; todo queda en su lugar. Voy a la pieza y ahí casi me arrepiento porque se me ocurre que por ahí es uno de los chicos, pero me digo Má, sí, para que aprenda. Me meto en la cama y me duermo, como una muerta.
Al rato me despierta un grito. Es mi suegra, pienso, cayó en la trampa. Tomá, por envidiosa. Enseguida me vuelvo a dormir, el vino que tomé con la comida, supongo. Después, no sé cuánto tiempo pasó. El que me despertó fue el Washington. A la abu se la llevaron al Argerich, me dice. Me levanto, ya se me pasó la resaca, me visto y, cuando salgo de la pieza, veo, abajo, el patio lleno de gente. La veo a la Yoli, de uniforme, que apenas me ve me dice Vení, Kari, que tenés que declarar. Declarar qué cosa, le pregunto, sin entender ni jota. Entonces lo veo al Jorge, entre dos agentes. Y la Yoli me responde Tenés que prestar declaración sobre la óverloc robada. Cómo que robada, pregunto y ya me está agarrando un ataque y ganas de matar a alguno. Ahí nomás bajo corriendo la escalera, me paro delante del Jorge y le grito Qué hiciste, qué. Lo tenían esposado, ¿podés creer? Se lo llevan, nomás, a la comisaría. Y la Yoli me informa, haciéndose la canchera, Lo llevamos por robo y comercialización ilícita. Por qué el Jorge, pregunto. Tiene que haber un error. Si él es un simple paseador. Alguien lo debe de haber engañado. Lo de los perros es una pantalla, me contesta la Yoli. La verdadera ocupación de tu marido es el robo de casas de familia. Hace tiempo que sospechábamos algo. Los asaltos eran siempre en esta zona. Varias veces lo interrogamos. Además, nos despistaba con eso de los perros: siempre tenía coartada. Dos semanas atrás, a la hora de la siesta, robaron la casa del intendente, a tres cuadras de acá. Fue demasiado. Entonces se me ocurrió que lo mejor era seguir a tu marido. Me escondí atrás del gomero que tenés en la vereda, bien temprano, antes de que amanezca, y lo esperé. Cuando salió, lo seguí. Vi cómo iba a buscar a los perros, casa por casa. Después, se fue a la plaza y se sentó en un banco. Al rato vino otro. Deberías verlo: es el calco de tu marido. Entonces me di cuenta de lo que estaba pasando. Era un doble. Un doble y un cómplice. Él paseaba los perros, mientras tu marido robaba. Y, por supuesto, le servía de coartada.
Te juro que me pareció que estaba viviendo una pesadilla. Cómo va a ser chorro mi Jorge si se viste como un linyera, si apenas nos alcanza para comer... Si fuera chorro, estaríamos cagados en guita, le decía a la Yoli. ¿Qué la voy a convencer? Ella sigue con su perorata: Va a permanecer detenido hasta el juicio. Seguramente, antes, el juez le va a fijar una fianza. Por ahí, entonces podés ayudarlo. Mirá que son miles de pesos. Ahora, eso ya no es asunto de la policía. Nosotros ya terminamos nuestro trabajo. Gracias a vos y a la óverloc, que (de paso te digo) confiscamos. Hace un mes hicieron la denuncia del robo. La dueña se acordaba de memoria el número de serie. Ayer lo cotejé con la máquina que tenías acá. Era el mismo número. Si vos no me hablabas de la óverloc, vaya a saber cuándo atrapábamos a tu marido. Ahora acompañanos, que tenés que declarar.
Decíme vos si nos es para agarrarse los dedos con una puerta y después, con esa misma mano, abrir el horno, encender el gas y meter la cabeza. Resulta que fui yo la traidora de mi Jorge. Sin saberlo. A apechugar. Otra no me queda.
Está bien, te acompaño, le digo a la Yoli, pero antes te voy a decir quién me estaba usando la máquina. (Para que veas que yo también tengo lo mío en esto de lo policial.) Era mi suegra. Le metí una trampa para cuando bajara al sótano sin mi permiso. Una ratonera. La oí gritar cuando la pisó. ¿Viste qué buena idea? Salí, se ríe la Yoli. Tu suegra no era. Nosotros le pedimos que nos abriera la puerta del sótano. A vos no te pudimos despertar. ¿Cuánto habías tomado? Jacinta puso el pie en la ratonera, sí, y además se cayó y se fracturó una pierna. La llevaron al hospital. Quería denunciarte, pero la dejamos pasar.
Yo los ruidos los escuché. Me vas a decir que fue mi imaginación, ahora, le pregunto. Parte y parte, me contesta. Vení, mi prima ya debe haber terminado de comer. Qué tiene que ver la Rubi, le pregunto. Pero ella ya se va a la pieza de la prima. Yo la sigo. Antes de entrar, se para delante de la puerta. Está entreabierta. La Yoli me hace señas para que me acerque. Entonces empiezan los ruidos. El tic, tic, tic, primero, el toc, toc, toc, después. Me parece que me voy a volver loca, que otra vez alguien me está usando la máquina y que va a empezar toda la historieta de nuevo: el fantasma, el pastor, mi suegra gritando, el Jorge preso... La Yoli me agarra del cuello y me hace mirar para adentro. La beba de la Rubi está en su sillita. La Rubi golpea con una cuchara un plato que tiene en la mano: tic, tic, tic, suavecitos. La beba, después, golpea su platito: toc, toc, toc, más fuertes. Te acordás que mi prima estudiaba música, me pregunta la Yoli. Algo sabía, le digo, haciéndome la desentendida. Tuvo que dejar, por la nena. Pobre, se ve que extraña. Ahora se le dio por enseñarle música a la beba. Todas las tardes, después de comer, cuando todos los demás duermen. Esos eran los ruidos que escuchabas, ¿no? Le tuve que decir que sí a la muy cretina. Y claro, siguió diciendo, como su pieza está junto a la sala, cualquiera pensaría que los ruidos vienen del sótano. Te acordás que te pregunté si estabas segura que los ruidos venían de abajo. Y vos, porfiada, me decías que sí. Estabas tan segura que te estaban usando la máquina, que para vos los ruidos venían de abajo. Como, además, la máquina estaba en el sótano... No, era al revés. Venían de arriba.
No quise escuchar más. La acompañé a la comisaría y declaré, en contra de mi Jorge, muy a mi pesar.
Ahora, decíme vos: que esto me venga a pasar a mí, justo. ¿Y qué va a ser ahora del Washington, de la Moira y de todos los hermanitos? ¿Qué va a ser, eh? ¿Y yo? ¿Qué hago ahora sin mi óverloc?
Eloísa Suárez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1970. Durante varios años enseñó latín en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Sus elecciones literarias van un poco a contrapelo de lo que se está editando actualmente y sus cuentos se pueden enmarcar dentro del género fantástico en sentido amplio, abarcando tanto el policial como los cuentos de terror. Reconoce como influencias literarias a Rodolfo Walsh, Manuel Peyrou, Poe, Chesterton y Hawthorne, por mencionar algunos.