El gordo
Moisés Sandoval Calderón

I

El hombre se la había pasado toda la tarde fornicando desencantadamente en un motel de paso. La morenita imperturbable recogida horas antes en las orillas del mercado municipal, no obstante su disposición y su textura mórbida, de nalgas duras pero suaves y pechos tersos pero firmes — de pezones altos y erizados como almendras—, con la impertinencia de su mal disimulada urgencia por desocuparse no hacía más que desinflar su ego y, con ello, su estado de ánimo.
En una pausa, se dedicó a observarla detenidamente. La vio acostada ahí, desnuda y desvalida, con esa facha de prostituta principiante. Y se recostó a su lado pensando en que su rostro era un enigma. Procedió a examinarlo despacio, trazando las líneas con el índice, dibujando un boceto imaginario. Comenzó rozando con la yema los bordes de los labios delgados, de ahí, se siguió recorriendo la nariz, y se detuvo en el contorno de los ojos como ante el borde de un abismo. Ojos negros, expresivos y resplandecientes, enmarcados por unas cejas altas y arqueadas, lo que sin duda le daba a toda su expresión un cierto aire distinguido no muy común en las mujeres de su clase.
Por las rendijas de la puerta se colaba un viento fresco cargado de la humedad del océano pacifico, el cual tenía en continuo movimiento a las mantas que a modo de cortinas resguardaban las ventanas. Y se alcanzaban a oír los lejanos fragores de los truenos, anunciando la inminencia de tormenta.
— ¿Qué hora es? — preguntó ella.
En respuesta, él se apartó, y se estiró a lo largo de la cama.
— Puedes irte si quieres. El dinero está sobre el buró.
La muchacha se levantó al instante, tomó el dinero sin contarlo e hizo un manojo que acomodó entre su ropa, formando un envoltorio del que se enroscó en un pudoroso y vano intento por cubrirse. Caminó de puntillas hacia el otro lado del cuarto y se metió al baño, dejando la puerta abierta.
Él esperó a que ella cerrara para levantarse y vestirse también, pero al advertir su descuido, solo se dedicó a contemplarla de nuevo, de arriba abajo, mientras desnuda, poco a poco, prenda por prenda, iba cubriendo su cuerpo ante el espejo colocado sobre el lavabo. En fin... Nada del otro mundo. Pensó para consolarse.
Menuda y morena, de muslos delgados, con una maraña de mechones postizos de diversos colores fluorescentes adornándole el largo pelo negro; ya que se acomodó todo el ajustado atuendo, su figura se dotó de repente de la belleza de horas antes.
Pero ya que terminó de vestirse y pintarse era demasiado tarde para los dos; tanto para que ella pudiera irse o para que él intentara, o tuviera ganas siquiera, de empezar una negociación para un nuevo encuentro. El aguacero se vino en cuestión de minutos como un diluvio. La muchacha abrió la puerta principal y salió hasta asomarse tras la cortina que resguardaba la cochera solo para cerciorarse de la fuerza del chubasco. Afuera la lluvia caía en oleadas, espesa como una cortina.
— ¡Está lloviendo! — gritó ella.
— Ya me di cuenta. Vas a tener que esperarte. Deja que baje un poco el agua, luego te llevo donde quieras.
Se quedó parada en el umbral, como esperando permiso para pasar de nuevo y quedarse.
— ¡Pásale muchacha! Parece que vas a recibir un castigo. Somos los mismos de hace rato.
Solo entonces se descalzó, y se sentó en el borde de la cama.
— Vamos viendo como la pasamos — dijo él—  ¿Te pido algo? ¿Un brandy, una cerveza?   
— Cerveza está bien.
— Bueno, antes deja que me ponga algo. Ya te has de haber dado cuenta que no estoy como para andar presumiendo.
El hombre se incorporó trabajosamente, se vistió con su ropa interior y se fue al teléfono donde pidió servicio al cuarto.
— Pedí seis para que no nos estén molestando ¿Quieres algo para cenar?
— No, gracias. No creo que la lluvia tarde tanto…
— En fin. Tú sabes...Ya estás grandecita para que alguien trate de obligarte a comer. A propósito ¿Cuántos años tienes?
— Diecinueve.
— ¡Diecinueve! ¿Y como es que alguien de diecinueve años anda en esto?
— ¿De puta?
— No digas así que se oye muy feo. Yo, por ejemplo, nunca digo, estoy gordo o estoy viejo. Digo, por decirte algo: soy frondoso y maduro. O me valgo de alguna frase hecha que me sirva de consuelo, como esa de que las canas me hacen ver interesante, que soy robusto como un roble. Cosas así, que te ayuden a sentirte bien contigo mismo.
— P’os como no tengo quien me mantenga a mi misma y mi mismo hijo.
— ¡Vaya! Que interesante. Así es que tenemos aquí a una chica con un hijo y con mucha chispa. A propósito ¿Cual es tu nombre?
— Lis.
— Ese es el de batalla, sin duda. El verdadero ¿Cuál es tu verdadero nombre?
— Me gusta que me digan Lis, como Lis Teilor. Si quieres decirme como no me gusta...
— Me gustaría llamarte por tu nombre, pero también quiero que te sientas cómoda. Así que dejémoslo en Lis. Bueno, ya tengo claro que eres madre soltera, Lis. Y ahora de seguro vas a decir que tienes un hermanito invalido, un padre drogadicto que abusó de ti cuando niña y una madre también prostituta.
La muchacha se levantó de un salto, el ceño encogido.
— Por principio de cuentas, no’stoy contándote mi vida, y si crees que por el raite y unas pinches cervezas…
— Perdón. No sabía que aparte de sarcástica te la dabas de cabrona.
— A juerzas se hace una.
— Solo intentaba sacarte plática.
— Pos sácasela a tu chingada madre. ¿O que, yo te dije viejo gordinflón, impotente o joto? ¿O te pregunté que es lo que tratas de probar meciéndote en vano con muchachitas?
Cuando el camarero llegó con las cervezas encontró la habitación revuelta. Sobre la cama yacía el cuerpo desnudo, lívido, de la muchacha. El rostro vacío, el cabello enmarañado, el cuello magro con una mancha morada. Afuera, la lluvia persistía con la misma intensidad del principio.

II

Es sabido que yo maté a Guadalupe Moira. Nunca lo negué; no traté de huir; no lo niego ahora. Tan es así que cuando fueron por mí los ministeriales, tranquilamente les abrí la puerta de mi casa.
¿Por qué la maté? Que manía de la gente, la de querer encontrar explicación a todas las cosas; a querer enterarse de los motivos que permanecen ocultos hasta para el autor de los hechos.
Pero veamos. Muchos de mis compañeros de cautiverio piensan que aunque preso, tengo el consuelo de la fama — odio a esta gente inculta, típicos jornaleros, albañiles, cargadores, barrenderos, que juran y perjuran su inocencia, y que sin embargo, los delata su mirada envilecida. Como abunda aquí esa escoria. A todo le ven gracia, y ríen como estúpidos por cualquier minucia, y creen que una foto en el periódico significa una gran cosa, algo así como un ascenso en la escala social—. Pero de que me sirve la fama encerrado en esta maldita celda. Es verdad que nunca fui callejero. De mi casa al trabajo, del trabajo a mi casa, nada de vida social, solo y mi alma. No tomo, no fumo. Eso sí, mi único vicio siempre fueron las putas, las putas y todo lo que tenga que ver con la comedera. Si usted ve mi foto en la nota roja se dará cuenta que soy frondoso y maduro, no precisamente un adonis pero me defiendo. A decir verdad soy francamente gordo y feo, además de algo prieto. Pues bien. ¿Me ayuda esa exposición fotográfica a realzar mi físico, a embellecer mi rostro, o a soportar cuarenta grados a la sombra? Si ya de por sí, estas cuatro paredes parecen una sucursal del infierno, por mi complexión robusta, el calor es doblemente fatigoso. Peso ciento veinte kilos, creo que ya se los dije.
Ya comenté que no me interesa la fama. Si busco editor para este chisme no es con el propósito de provocar compasión o clemencia. Ya fui juzgado y no estoy buscando rebajas a mi condena. Tampoco pretendo justificarme. Pero nadie sabe como fue y porque tuve que matarla, y ese malentendido, esa versión simplona que circuló por tantos días en los diarios — tan ávidos de escándalo como son nuestros periódicos de provincia—, de que estrangulé a una pobre y casta muchacha (Nada más falso), me atormenta; en las noches en que intento conciliar el sueño, bañado en este sudor que ya parece formar parte de mi vida, veo su rostro lívido, su oscura sonrisa burlándose de esa maldita experiencia.
Ese día me abría paso entre el trafico que avanzaba lentamente, vacilaba, se detenía. La destartalada camioneta parecía un horno. Eran las tres de la tarde. Soplaba un viento seco y caliente que anunciaba tarde de tormenta. Quien sabe por que, pero siempre que va a llover, horas antes se recrudece el calor y el ambiente se sofoca.
Con esa, era la tercera vuelta que daba alrededor del viejo mercado municipal. Inoportuna hora de la siesta. Bajo la cachucha de los yankis, el rostro sudoroso, atisbé furtivamente entre los marchantes y mendigos, eran pocas las putas que se atrevían a hacer la ronda a esa hora de la canícula. Pero yo iba buscando a una, solo a una. Tenía días rondando el lugar solo para verla. Por fin la vi parada ahí. La reconocí desde lejos. Miré en derredor y me acerqué hasta la banqueta en donde ella aguardaba como a la espera de ¿Qué?
Ahora me mortificaba, el corazón me latía con violencia. Quien me viera, parecía un necio principiante. Sentía sobre mí todas las miradas. Dios mió ¿Y cómo la abordo, que le digo? Ni parece puta ¿Y por qué caminos torcidos habrá llegado hasta ocupar esta esquina?
— ¿Cuánto? –le pregunté torpemente desde la seguridad del vehículo.
— ¿Eh? –la muchacha pareció sobresaltarse. Me observó fijamente, arrugó el entrecejo. Por un segundo pareció dispuesta a hacerse la desentendida. Luego, ya con el rostro en blanco se asomó al interior de la camioneta—  Depende de lo que quieras.
Ella estaba bien, exuberante y lozana. Llevaba unos pantalones de mezclilla entallados y una blusa de algodón que dejaba entrever unos pechos opulentos, y luego esos ojos, esas cejas distinguidas.
— Completo –le dije, y miré a través de su blusa.
Un camión urbano cargado de pasaje pasó lentamente, los brazos de los hombres recargados en los marcos de las ventanillas. Sus ojos iban desde los puestos del mercado hasta detenerse donde yo negociaba con la muchacha.
Una falsa rubia nos miró de soslayo. De repente pareció reconocerme, se dio vuelta y fijó en mí la mirada.
— Mil, y tú pagas el cuarto.
— ¿Mil? ¿Que me viste facha de rico? –objeté de inmediato.
— Mira, tú... gordito... como te llames –contestó ella súbitamente—. Si no te acomoda, circulando entonces, me estás espantando a la clientela.
Gordito, me dijo gordito. Mal comienzo. ¿Que acaso yo le dije –Oye tú, pinche puta?—  Paciencia, paciencia. Saqué cuentas: mil, más doscientos del cuarto, me quedan doscientos libres para la botana. Adiós a los antojos de toda una larga quincena. Guardar el resto para el pago del supermercado, el alquiler y la lavandería. La planchada ya me las arreglaría.
— Súbete –ordené impulsivamente, y abrí la puerta recargándome a lo largo del asiento—  ¿Porque te quedaste viéndome como a bicho raro? –le pregunté apenas cerró la puerta
Ella se acomodaba un mechón de pelo que de repente le cubrió la cara.
— ¿Eh?
— Te preguntaba que porque te quedaste viéndome como a bicho raro. Como que de repente no te decidías.
— Mil entonces, y tu pagas el cuarto.
— Hola ¿Hay alguien ahí?
— Como bicho raro... sí, claro. Bueno, quieres platicar entonces. Nomás que primero arreglamos de a como va a ser.
— ¡Mil y yo pago el cuarto! Ya te entendí. ¡Como una chingada! Milytupagaselcuarto, milytupagaselcuarto. Pareces cotorra. Qué po.
— Tus ojos –me interrumpió—  ¿Nunca has tenido una sensación extraña, como una muina que un bizco se te quede mirando de fijo, un bizco o uno de esos con la mirada extraviada?
— ¿Muina?
— Una así como repunancia?
— Mis ojos. Te refieres a mis ojos.
— T’as chingando con que parezco cotorra. Y ya que’stamos cantando verdades...
— Te recuerdo que vamos a coger y no a casarnos, mijita.
— Tú empezaste.
Enfilé rumbo a la salida de la ciudad, al motel de paso.
— ¿Porque las mujeres siempre quieren tener la ultima palabra? –pregunté tratando de relajar el ambiente.
— ¿No tiene aire esta carcacha?
— De seguro tú has de tener aire acondicionado en tu casa –balbucí.
Estábamos por llegar al motel y ya empezaba a arrepentirme de la decisión que tomé tan precipitadamente. Las palabras de la muchacha formaban un tumultuoso rompecabezas. ¿Al igual que yo, obligada por un impulso repentino, se abría subido a la camioneta, y ahora estaría francamente arrepentida? ¿A que ese compartimiento grosero? Empecé a sentirme ridículo, desgraciado.
A pesar de todo, al llegar al motel me sentía tan nervioso y emocionado. Me introduje en la cochera con esa leve embriaguez enervante que precede al deseo desenfrenado. Ahí nos esperaba un eficiente empleado sin rostro, quien ágilmente cerró la cortina plástica que resguardaba el interior de miradas indiscretas, y desde afuera, a través de una pequeña puerta giratoria asomó sus manos ciegas. Pagué los doscientos pesos y recogí una llave proveída de un gigantesco llavero.
Caballerosamente le abrí la puerta, y apenas bajó de la camioneta, sin darme cuenta la tomé del brazo. Muy en mi papel de pretendiente enamorado introduje la llave en la cerradura. El aire fresco del cuarto, la fresca promesa, casi me hizo olvidar el resquemor que me embargaba. Le cedí el paso, al tiempo que levemente la impulsaba hacia el interior.
Apenas cerré la puerta, la muchacha comenzó a despojarse maquinalmente de sus prendas.
— ¿Tienes prisa? –le pregunté.
La muchacha se detuvo, se quedó mirándome con asombro: seguramente pensó que era un loco.
— Voy a darme un regaderazo. No tardo –le dije.
Un error el haberme dejado llevar por la apariencia física. Decepcionado me introduje en la regadera sin voltear a verla. No todavía.
Cuando salí del baño ella estaba recostada boca abajo en la cama. Desnuda, medio arropada por una sabana blanca. Las nalgas se adivinaban duras y tersas.
Tuve una rara intuición: me recosté a su lado y empecé a acariciarle el pelo. Luego bajé cuidadosamente a su espalda. Tal como lo había intuido, ella cerró los ojos concentrándose, fingiendo una media sonrisa.
— Estás sufriendo este encuentro –murmuré.
— ¿Sufriendo?
— Sí, sufriendo.
— ¿Por que lo dices?
— Hay algo en tu actitud. Algo que no checa.
— Ven no seas tonto –y se apartó haciéndome espacio en la cama.
Me abandoné por completo a su cuerpo desnudo; A palpar los rincones más secretos. No recuerdo bien sus palabras. Pero sí que cuando más excitado me encontraba, ella se apartó súbitamente, se asomó a la orilla de la cama y vomitó copiosamente.
Una desconsoladora tristeza se apoderó de mí. Y abandoné toda esperanza. Que ruin y sórdido momento. Los apodos, los insultos que desde niño me habían acompañado irrumpieron –intrusos—  en mi cabeza. Sapo, batracio, cerdo, marrano, cochino, chancho, tocino, lechón, sucio, puerco, hediondo, seboso, obeso, gordo, rollizo, horrible, monstruo, feo, engendro, gordo, gordo, gordo. Inútilmente traté de eliminarlos. 
Ahora pensaba si en ese instante debía matarla. No, no era un asesino. Pero la impotencia, la rabia por tantos años contenida, como una corriente invencible y violenta se desbordaba. Después de una media hora de silencio decidí irme. ¿Qué ganaba con quedarme? Ahora lo sé. Debí marcharme en ese mismo instante en que aun era dueño de mis actos, aceptar mi inferioridad y mi derrota. Pero fue como si las imágenes de una pesadilla se materializaran con una ferocidad inaudita. Muchas cosas pensé. Sentía lastima de mí mismo. Que estúpido modo de engañarme con amores pagados que desnudan y vacían el alma.
Sin embargo, ella insistió. Por un buen rato volví a intentarlo, la penetré desencantadamente. Pero ya era demasiado tarde. Algo se había roto entre nosotros.
Y luego ese bendito aguacero, que como un diluvio borraría todos mis pecados.

Moisés Sandoval Calderón nació en 1965 en el Estado de Sinaloa, México. Obtuvo el primer lugar en el primer concurso de narración convocado por la Facultad de Derecho y La Academia de Investigación y Redacción Jurídica de la Universidad Autónoma Sinaloa. Ha publicado en diversas revistas literarias, entre ellas: Letralia, Narrativas, Almiar Margen cero, Realidad Literal, La Casa de Asterión, Oxigen, El interpretador, La Peregrina Magazine, Destiempos, Axolot, No-Retornable, Silencios Literarios, Malas Influencias, Revista Voces, Cuanto y porque tanto y Mundo Cultural Hispano.