Ilustró Eloísa Suárez

¿Ti hai mangiato la testa di pesce?
Eloísa Suárez
No sé quién me manda a meterme en semejante berenjenal. Mejor dicho “manzanal”. Si total la arreglaba con unos panqueques con dulce de leche y listo. Si a mí marido, como a todos los Longhi, le encantan. O si no el budín de pan con bananas de Narda Lepes. La vez que lo hice me quedó bien de primera. No, la señora tenía que ir a complicarse la vida: ¿Querés que te haga la torta de manzanas de tu vieja? Él, claro, ¿qué me iba a decir?, ¿que no? La mama es la mama. También, mea culpa. Yo venía con la guardia baja, bien predispuesta. Era sábado a la tarde, me había mandado un siestón de tres horas y ahora estaba fresca como una lechuga, en una casa nueva.
Y los pajaritos cantaban en sus nidos, los plátanos de la calle se agitaban con el viento. Tenía todos los números para ponerme a cocinar algo rico, dulce, para acompañar con el café después de la cena. El barrio era tranquilo, como yo quería. La vuelta a la Edad de Oro. Después de treinta y cinco años en el centro, a metros de Tribunales, a metrísimos de la UCES.
Metros, ahí sí que faltaban. Más de veinte, el departamentito de Uruguay no tenía. Encima los gases, el humo, el ruido y siempre ¡guarda que al salir a la calle no te pisen! Acá no, tres ambientes, placares amplios, mucha luz y aire. Si hasta en la cocina hay lugar de sobra. Con una mesa y tres sillas nos sentamos a comer, pasamos el tiempo, doy clases, dibujo, escribo. La Edad de Oro, el buen salvaje. Pero que no falte el horno domec, la mesada de granito. En fin, algunas comodidades como para cocinarle a mi familia ¿no?
Nunca nada es como uno se imagina. Los plátanos, por ejemplo. Yo qué iba a saber. Son altísimos, sí, dan sombra en verano, sí, son lindos para ver, sí; pero largan unas semillitas voladoras, medio malditas, que déle lleva y trae unas partículas del demonio que se te meten en la nariz. Después, que te cure mandinga. Peor si ya sos alérgica. Me dio rinitis, me picaba el paladar y yo ¿con qué me iba a aliviar? Con lo que tenía a mano. O con la mano. Pero Dios no nos dio la mano para esas necesidades. Mejor la lengua, que entre otras cosas, sirve para rascarte y también para que, de tanto dále que dále, te empiece a doler, vayas al espejo y ahí te veas una manchita blanca, como una isla (¿Sicilia?) en medio de un mar rosado, y para que el doctor diagnostique “candida albicans” y te recete micostatín, como a los bebés.
¡Quince días me costó esa terapia del micostatín! Primero el líquido mentolado en la boca (cuanto dure) y después tragarlo de a poco. ¡Puaj!
Y los pájaros, gorriones, canarios y cotorritas, cantan como los dioses. Pero cantan todo el día, como si fuera una obligación. Horario corrido. Desde la cuatro de la mañana hasta las ocho de la noche. Eso de que el trabajo dignifica, ¡minga! Igual, hay que distinguir. Los canarios y las cotorritas cantan, menos pero cantan, en el patio de la vecina de abajo. A los gorriones, más laboratori, se los escucha más de cerca. Ellos, que pueden multiplicarse a sus anchas (no como los otros, condenados al cautiverio) anidan en las salidas de calefones y estufas, ¿sabían?. Yo no. Nadie me avisó. Al día siguiente de mudarnos (era lunes), yo estaba bien descansada y se me ocurre que lo mejor es probar los artefactos de la casa (más que nada los de gas) por si las moscas.
Vamos con el calefón. Enciende al toque, viene bien la cosa. Abro la canilla del agua caliente y ¡mama mía! Un olor infernal. Mejor la cerramos. Tarde. Tarde piaste. O no piaron. La cocina llena de humo (ya quiero hablar de Adita, que espere un poco, piano, piano) ¿podés creer? Empecé a los gritos, Se me incendia la cocina, ¡Socorro! ¡S.O.S!
El humo entró por todas las ventanas del edificio. Y mis gritos. Cae el encargado con el matafuegos. Ramón se llamaba usted, ¿no? Menos mal que vino pronto. Casi pierdo la casa. Apenas estrenada. Es de afuera, señora, ¿no vio los nidos? ¿Qué voy a ver si soy nueva en el edificio? ¿No le digo que recién llego? ¿Acá no vivía la señora Clara?, me pregunta. Sí, nosotros le compramos la casa. ¿Mi marido no habló con usted el otro día? Sí, señora, ahora me acuerdo. No la asociaba. Bueh, de los pájaros, ¿ve, señora? Cada tanto hay que limpiar. Con un escobillón, ¿sabe? Sí, Ramón, pero el olor este ¿qué? ¿son los pájaros? No, es la combustión. Acá hay algo que no funciona, señora. Debe ser la válvula, ¿ve? Si abre la canilla, la llama se apaga. Yo que usted, llamo al gasista.
El gasista: 160 mangos por una gomita que me entra en del puño cerrado. Eso que tengo manos chicas. Hubo que gastarlos, si no, no hay agua para bañarse ni para lavar los platos ni para nada. Por eso hace unos días, cuando empezó a fallar la válvula del horno, la pensé dos veces antes de llamar al gasista. Una domec que en la calle anda por los dos mil pesos: menos de 300 no me sale. La bronca. Y el desconcierto. No sé cómo ni cuándo, a la mañana, vengo medio dormida de la cama a preparar el desayuno y me encuentro con la perilla del horno en posición de abierto. ¡Horror! Vuelo a cerrarla. Nada. No hay peligro. No sale el gas. Pruebo el horno, una, dos. Por nosecuantésima vez, nada. No enciende.  ¿Y la perilla? Un misterio. Alguno la giró en mi ausencia. No es idea mía. Leo, mi marido, también lo vio. Es la perilla del horno, la roja. Nunca pude haberla confundido, dormida, con las otras perillas, las negras. El buen salvaje no fue, estoy segura. Todavía no llega a esas alturas. 
El buen salvaje, o sea, mi hija Ada. Tiene quince meses casi, hace tres que dio el primer paso y ya anda por la casa como si hubiera caminado toda la vida. Como Dios, está en todas partes: en la cocina, en el baño, en las habitaciones. Con todos los chicos es igual, ya me dijeron. A mí me sorprende. Si hasta casi creo en la Reencarnación, como Platón. Hay veces que me descubro pensando Vaya a saber quién fue Adita antes de beber de las aguas del Leteo. ¿Bon Scott? No Angus, Angus vive (¿vive cuando escribo esto?). Es compulsivo. Ella sacude la cabeza para adelante, para atrás cada vez que escucha Highway to Hell. Y compulsión también por tocar todos, absolutamente todos, los elementos de higiene que contiene el vanitory, meter la manito y objetos varios en la ranura de la videocasetera, revolear y deshojar, cual primero cual después, los libros de la biblioteca ( si son de tapa dura y caros, mejor). Y, lo que me vuelve más loca, abrir y cerrar la tapa del horno, justo, justo, cuando estoy cocinando. Igual eso, por ahora, con el horno knock out, es historia.
Entonces pienso No hay caso. El universo, la naturaleza, el cosmos, vaya a saber qué, se confabula para que yo, (¿única?) descendiente de Prestigiácomo Terrasi, napolitanos los unos, sicilianos los otros, eximias cocineras todas sus mujeres, ¡NO COCINE!. Es casi definitivo. ¿Morirá conmigo la tradición? O peor, sin mí. Ni siquiera las recetas que en Ollas y Sartenes aparecen cómo requetefáciles. La rinitis me impide oler, la lengua probar. Los gorriones, una de dos, o se van con el kama sutra a otro lado o me quedo sin agua caliente. Y después el misterio del horno que se apaga. Ahí, parece, hay una mano negra. O vieja. Y después Rosita, mi suegra.
Debe ser el fantasma de la vieja, me dice la otra tarde. Qué vieja, pregunto. La que les vendió el departamento, hija. (Para ella es obvio. Para mí, tan traído de los pelos no es. Los sábados a la noche veo Medium. Ni loca me lo pierdo) No se murió que yo sepa, le digo. (Buen argumento, ¿no?). ¿Y vos que sabés, hija? (No, segura, segura no estoy) Pero, Rosi, si no hará tres meses que la vi, cuando lo de la escritura. (Tomá: otro argumento) Es vieja, en tres meses se pudo morir tranquilamente. O en paz, la corrijo. (Puede ser. Pero Clara, la vieja de la que habla mi suegra, apenas tiene 75. Hoy eso son los pañales de la ancianidad. O los pañales vienen más tarde. Además, lejos de estar decrépita, más bien parecía una mujer activa. Es peluquera, no sé de cuál peluquería de onda, y, por la sonrisa y el pasito alegre. Andaba con un albañil que le hacía los trabajos, dicen en el edificio. A mi suegra no la convence mi historia.) Si es así, le digo, si se murió, como decís, ¿para qué va a querer venir a joderme a mí? Apenas cruzamos palabra. La vieja, recuerda mi suegra, ¿no decías que se apegaba a la casa? (Y sí. Eso de insistir con que No dejes de llamar si hay algún problema, yo me doy una vuelta por el departamento, raro, lo que se dice raro, era. Y después Acá tenés mi número, por las dudas. Y más cuando, antes de dejar la escribanía, lo expresó con todas las letras Me cuesta mucho desprenderme.) Más a mi favor, dice triunfal mi suegra. Extraña, la pobre mujer. Y mientras ustedes duermen, viene a hacer lío con el horno. Todavía no entiendo para qué, Rosita. Cómo para qué, para que se vayan y le dejen la casa. (Me río) Vos reíte, reíte, ya me vas a dar la razón. Pero, Rosi ... Reíte, me calla mi suegra, o ¿por qué otra cosa, si no, te falló la torta de manzanas? Eso, Rosi, porque no te entendí la receta. Justo vos que sos inteligente no vas a entender, hija. Fue la vieja que te confundió.
La verdad, la verdad, ¿qué pudo haber hecho, fantasma o no, ese sábado cuando imprudentemente le pregunté a Leo si quería la torta de manzanas de Rosita, dejándome llevar por el entusiasmo de tener cocina y casa nuevas? Antes de empezar, ya tenía mis dudas: Rosita. Y más, Rosita explicando, ¡mama mía! Primero, acaramelás una tortera. Sabés hacer caramelo, ¿no? Bueh. Tiene que ser mucho caramelo: una cucharada de agua y diez de azúcar. Mucha azúcar, digo, y poca agua. Bien espeso. Después, se le agrega un chorrito de agua fría, nada más. Cuidado con el caramelo que se quema, ¿eh? Sobre eso, le agregás tres manzanas, verdes o rojas, es lo mismo, peladas y en rodajas. Vos las pelas, les sacás las semillas y el cabito y las cortás. Bien finitas, ¿eh? Sobre eso, veinticinco gramos de manteca en trocitos. ¿Está? Después, en un bol, ponés: dos huevos, o tres, dos cucharadas de aceite, diez de azúcar, diez de harina (la que levanta, ¿eh?), diez de leche y vainillina. O sea: diez, diez y diez. Bueh, la masa consistente, como la del panqueque, ¿viste?, un poco más. Después, al molde, sobre las manzanas, y al horno. Cuando la ves doradita, ya está. Doradita, ¿eh? ¡Ah! Canela, entre la manzana y la masa, le podés poner si querés. Horno medio. Y lo más importante: cuando la sacás, apenas la sacás, así caliente (tenéte preparada una hornalla encendida), le pasas el molde por arriba del fuego y la desmoldás enseguida. La hornalla encendida, hacéme caso, hija.
Dále, me alienta Leo, vas a ver que te va a salir. Ma sí, me juego con la torta de manzanas. Para darle el gusto y también porque, como me la pintó mi suegra, la torta me suena (¿o me huele?) a Panqueque de Manzanas Quemado al Rum, pero sin quemar y sin el rum. El postre que más me gusta. Postre de invierno. Para el verano, helado. Cuando era chica y me llevaban a cenar a Zunvier (Corrientes y Callao, ¿donde ahora está el Burguer?), me pedía suprema a la Maryland y Panqueque de Manzanas Quemado al Rum. El mozo venía con el panqueque gigante sobre una fuente de acero y lo encendía en nuestra mesa, bien cerquita mío. Casi se me quemaban las pestañas. Tenía que ser así, con riesgo. Si no, qué gracia tiene.
Ya oscurece y yo dando vueltas en la cocina. Un laberinto. Todavía tengo mis dudas. La primera, el molde. Demasiado grande, de vidrio. Las cantidades de Rosita, ¿no pedían un molde más chico? Agregále más de cada cosa, me sugiere Leo. Buen atajo. En vez de diez, quince. Mezclo bien todo. La masa parece de panqueque (creo). Todavía no salí del laberinto. La segunda, una sospecha: las tres manzanas, ya peladas y hechas rodajas sobre la tabla de madera, ¿no serán mucho? Che, Leo, algún Newton habrá enunciado una ley que explique cómo tres esferoides de apenas diez centímetros de diámetro aumenten el cuádruple de su tamaño original. Otra que la multiplicación de los panes, se ríe él. Cómo van a entrar en un molde de treinta centímetros, no sé. ¿Algún valiente? Leo se escurre con la nena hacia la sala. ¡Cobardes! Todo muy grande, o muy chico, o muy no sé. Soy Alicia en el país de las maravillas. O peor: el país de las maravillas en Alicia. Leo asoma la cabeza por la puerta de la cocina ¿Y si el molde es una especie de agujero negro? Le revoleo una manzana que sobró del kilo. La erré, por poco. Vuelvo a lo mío. Tercera duda, el caramelo. Por orgullosa. Me apuré un poco, mea culpa, al asegurarle a mi suegra que soy una experta para el caramelo. Que yo recuerde, nunca lo hice. Y lo peor: el agua apenas moja el azúcar. Tu vieja se volvió loca, le digo a Leo. Una cucharada de agua en diez de azúcar no puede ser. ¿No será al revés? Preguntále. Ni en pedo. Va a creer que no sé hacer caramelo. Y si no sabés, dice Leo. Es coherente, claro. Igual no doy el brazo a torcer Dejá, le meto más agua y listo. Y más, más dudas: con un molde de vidrio, imposible prepararlo sobre la hornalla como decía Rosita. Vamos al horno (que entonces andaba).
Diez minutos más tarde, ¡qué macana! El caramelo se transformó en un mazacote blanco, más parecido a los cachos de sal del Mar Muerto. Un desastre, grito y mis gritos sacuden columnas, vigas, paredes. ¿Qué?, viene corriendo Leo, y atrás, Ada, rumbo al horno. Guarda, Leo, que se quema. ¿El azúcar? No, la nena. Llevátela, querés. Ya sabía yo que no me iba a salir. Era mejor el budín de Narda Lepes, lloro. La bronca. No te compliques, hacé el budín. Ya es tarde, no tengo los ingredientes. Cruzo y te traigo lo que falta. No y no. Lo que se empieza se termina. Leo y la nena van a ver Shrek por enésima vez. No es fácil convivir con una cocinera y sus fantasmas. Encima, amateur. El budín de Narda ya no puedo, sí el caramelo. Cito de la revista Viva, el número no me acuerdo, la fecha, menos: “hacer caramelo con 250 g de azúcar y el agua, 1,25 l (...) Colocar en una cacerolita el azúcar y mojar con el agua. Llevar a hervor a fuego medio sin remover para que no se cristalice. Estar atentos ya que a veces tarda en hacerse el caramelo, pero no en quemarse. Se trata sólo de una cuestión de segundos y hay que empezar de nuevo.” Así sí. Se hace el caramelo aparte y después, y sólo después, al molde. ¡Epa!, me pasé un poco con el agua. No importa, ya se va a evaporar. Leo, grito, parece que me va a salir el caramelo. ¡Pucha!, me distraje hablando y lo revolví. Un poco, nomás, ¿qué va a pasar?
Tardó una hora en hacerse. Ahora sí, al molde, al molde, despacito. ¡Patapum! El caramelo, al contacto de la pasta, se vuelve blanco y duro. ¿Por qué, por qué, grito al cielo estrellado, otra vez el mazacote? Má sí, ya es tarde y está por empezar CSI. Ya se disolverá en el horno. Le enchufo las rodajas de manzana a la que te criaste (las que entraron, el resto vemos), le tiro arriba la mezcla. Las rodajas sobresalen, seguro se van a quemar. Perdido por perdido. Al horno. Y que Alá me ayude. En la tele, G. (¿Grossman, Gubern, Gorki?)  extrae muestras de ADN de los sospechosos. Hay olorcito, dice Leo. ¿Cómo? Ya pasó media hora. Ni me di cuenta. A la cocina, ya mismo. Ahí está la torta, más que dorada. Por suerte, no llegó a quemarse. Las manzanas que quedaron arriba sí, un poco. Olvidate de la hornalla y dala vuelta así como está. No es Leo el que habla. Soy yo, ya estoy resignada. No hay caso, el caramelo se pega. Al menos el cincuenta por ciento de la superficie logró zafar. Tan mal no está. A Leo le gustó igual. Adita no quiso saber nada. Anda en selectiva. Como sea: sobrevivió mi autoestima. ¡Vamos, que Grissom (me acordé) está por descubrir al culpable!
Ahora, las conclusiones. La próxima, usar una tortera de 18 cm. Por favor, de aluminio, de lo más común, cosa de pasarla por la hornalla antes de desmoldar. Más de una manzana, es una desmesura. Eso sí: practicar y practicar el caramelo hasta que salga. Penúltimo, llamar a un gasista: sin horno, no hay torta. Por último, conseguir una fuente de recetas más confiable o, mejor, hacerla cocinar a mi suegra. ¡Que labure! Hablando de mi suegra y de lo que hablé con ella, llamo y llamo al teléfono de la vieja Clara y no contesta. El horno sigue sin funcionar como debería y yo sigo encontrando la perilla abierta todas las mañanas. ¿Le voy a dar la razón a Rosita?
Los fantasmas son como las brujas: no existen, pero que los hay los hay, me dice Chiche, una hermana de mi suegra. La Chiche, bah. Cayó de visita este domingo a la mañana. El sábado anduvo recorriendo el Once. Ya la veo esquivando a la gente o, más bien, la gente esquivándola a ella. Avanza inexorable por la avenida Corrientes, casi llegando a Pueyrredón, se detiene a comprar zapatitos a cinco pesos para los nietos de la familia. Se acomoda la peluca rubiona, ordena las bolsas de supermercado que carga en cada mano y sigue viaje. El domingo trae las mismas bolsas, deposita sus abundantes nalgas en una silla, hace lo mismo con las bolsas, en la mesa, y se pone a vaciarlas. Pancitos, servilletas, cucharitas y vasitos descartables, sobrecitos de azúcar, de sal, de leche y de edulcorante, una parva de servilletas, robados todos ellos del Coto o del Mac Donalds, bolsitas de grisines, vaya a saber de dónde, revistas barriales de Almagro, Caballito y Parque Centenario, recortes de revistas con distintos consejos sobre los beneficios de los antioxidantes, los omega 3, 6 y 9 (¿ya salió el 12?), las propiedades del lino y vaya a saber qué más, todo repartido sobre las sillas de la cocina.
Yo me apuro a despejar. Todo a las alacenas, le digo a Chiche. Así, como viene. Después vemos. ¿Cómo, nena, que no te anda el horno? Pobre. No, no anda. ¿Y cuánto te cobra el gasista? Una fortuna. ¡Pero! Yo que venía a ayudarte con los ñoquis de sémola (o ñoquis a la romana; llevan horno). Y no, Chiche, serán para otra vez. ¿Sabés la causa? ¿Qué causa, Chiche? La causa de por qué no anda. Qué se yo: la vieja. ¿Qué vieja? La que nos vendió el departamento, Chiche. Sí, algo me dijo Rosita. ¿Vos crees en los fantasmas, nena? No sé si creo, pero que la vieja tiene la culpa, tiene la culpa. Y, nena, los fantasmas son como las brujas ... No, Chiche, acá la vieja era una atropellada. ¿Ves la tapa del horno? Se cae a cada rato. Tengo que tener un cuidado con Ada. ¿Por qué, nena? Para que no se queme, tía. ¡Ay! No me hablés. Mirá si terminamos todos en el Instituto del Quemado. Eso no va a pasar, tía. El horno no anda. Es verdad, nena, es verdad. ¿No se te ocurrió llamarla? ¿A quién, Chiche? A la vieja, a ver si sigue viva: No, tía, miento. Llamála, así te sacás la duda. No es bueno quedarse con algo dentro. Después veo, tía. Y ahora, sin el horno, ¿qué hacemos?
La tía Chiche habla mucho, sí; ocupa mucho espacio, sí (apenas entra en la silla, pobre); pero dicen que el saber no ocupa lugar. Y ella de cocinar sabe. Y de las recetas tradicionales de la familia, más. No los Longhi, los Goffredo (¿de Godoffredo? ¿o de Gottfried, como Ben?), la parte de mi suegra, bah. A mí me fallarán muchas cosas, dice Chiche (casi la perdemos a principios de año), pero lo que no me falla es la memoria. ¿Vos no sabías hacer los stragginatti de la abuela Rosita (la mamá de mi suegra)?. Sí, pero es un laburo. ¿Cuánto te lleva? Y dos horitas, nena. Y bueno, vamos. ¿Qué necesitás? Harina, medio kilo, cuenta Chiche con los dedos, después, sémola, un cuartito, huevos, dos, aceite, apenitas, agua hervida, tibia, lo que necesite la masa, yo voy viendo cómo va absorbiendo. Como se ve, mucha precisión no hay en las Goffredo, hay mucho ojo. ¿Nada más? Nada más. Busco los ingredientes y se los dejo sobre la mesada. ¡Qué huevos! Son grandes. ¿Están frescos, nena? Sí, los compré en la granja de Esther. ¿Dónde es eso, nena? Acá a tres cuadras. ¿Y están pasteurizados? Mirá que ahora con la gripe aviaria. ¿Qué me decís? Pasteurizadísimos, Chiche. Esther, la pollera, los pasteurizó, sí, con un trapo rejilla; el msmo con el que limpia la mesada de madera donde corta los pollos. Pero, bueh, el fuego todo lo mata.
Hace calor, nena. Abrí la ventana. La Chiche se arremanga y a laburar. Nena, ¿estás mirando? Sí, tía. Mientras, hago el tuco. ¿Te sale lindo, nena? No como a mi mamá. Me las rebusco. ¿Cómo lo hacía ella? No te digo que no sé, Chiche. Sí estoy segura de que tenía ajo, mucho tomate, era rojo, rojo, y medio dulzón. Tendría pimentón, no sé. Antes de comer, ella mojaba el pancito en la sartén y me lo daba a probar. Siempre igual de rico. ¿Y vos cómo lo hacés, nena? Antes que nada, uso sartén de hierro, como mi mamá. Después, caliento aceite de oliva. Que pele. Ahí, saco la sartén del fuego y le tiro dos dientes de ajo picados, en pedazos no muy chicos. A lo bruto, bah. Después viene la lata de tomates (si es cubeteado, mejor), el azúcar para matar la acidez, el tomillo, que queda bien con lo dulce y el secreto: un caldito, de carne. ¿Ese es el secreto, nena? Todo el mundo le pone caldito a la salsa. Es secreto porque a Leo no le gusta que le meta caldito. Le tiene idea, qué sé yo. Ojos que no ven, nena.
Hablando de ver, nena, ¿estás viendo? Sí, tía. La Chiche va tirando sobre la mesada la harina directo del paquete, en forma de círculo. ¿No usas el vaso medidor, tía? No, yo a ojo, nena. ¿Segura? Mirá, Chiche, que las cantidades ... No hace falta. Yo esto lo hice tantas veces. La ayudaba a mi mamá, ¿viste? Leo ya me contó, tía. ¿Estás viendo, nena? Sí, vas haciendo un anillo. ¡Ay!, hablando de anillo ... me olvidé. Peráte que me lo saco. ¿Lo puedo dejar acá, nena? Donde quieras, tía. ¿Estás mirando, nena? Ahora, vas agregando la sémola, ¿ves? ¿Directo del paquete? Sí. ¿Cuánto? Y ... un cuartito. A ojo. Más o menos. Andá preparando el agua para la mezcla. ¿Pusiste el agua a hervir? Ahí voy. Bueno, yo sigo. Ahora va el huevo, en el centro. Mirá, nena. Veo. A estos, cuando vienen de Italia, los llaman orechietti y te los cobran un ojo de la cara. Una oreja, tía. ¿Qué? Un ojo y una oreja.
¿Está el agua? No hirvió, pero está caliente, tía. Damelá, así nomás nos arreglamos. Ahora, mirá, le voy poniendo de a poquito y a darle. Dale que dale. Cuesta esta masa. ¿Ves? La estiro para un lado, para el otro. ¡Qué laburo nena! Después de esto, cuando les doy forma, le tengo que dar “hasta qu’il cazzo si lora”, como dicen los tanos. O algo así, no sé. Yo te hablo en cocoliche, viste. ¿Sabés qué digo? La parte de abajo del hombre. Darle hasta que se baje. Entonces, tía, le vas a dar un buen rato a la masa. ¿Por qué, nana? Es el cazzo de un tano, no cualquier cazzo. La Chiche se ríe o no caza one. No conoció ningún cazzo, siempre dice mi suegro. O por ahí se hace nomás.
Los tanos, ¿viste, nena?, siempre tienen dichos así, de doble sentido. Otro era. ¿Cómo era? ¡Ah! ¿Ti hai mangiato la testa di pesce? ... la panza ti crisce. ¿Entendés, nena? Decímelo a mí, con Adita. Es como “le llenaron la cocina de humo”. Sí. Bueno, nena. Ya está la masa. Ahora sí que viene lo pesado. Mama mía. ¿Ves? Corto un poco de masa, la hago un bollo y después la estiro. ¿Como un chorizo? Sí, más finito. Ahora, corto con el cuchillo un poquito. ¿Como con los ñoquis? Sí, mirá bien lo que hago. Con el cuchillo y el dedo, aplasto en redondo y le doy forma con el pulgar. Ahí tenés. ¿Qué me decís? Parece una ostra, tía. Una oreja, nena. Una ostra, tía. Muchas pastas tienen forma de frutos de mar o de caracoles. Los ñoquis, esto, ¡qué sé yo que más! (pocos ejemplos para elaborar una teoría; la Chiche igual parece convencida). Tienen forma de molusco, de marisco, ¿decís?. Nunca lo había pensado. ¿Qué me contás? Todos los días se aprende algo nuevo. Mirá vos si no sos inteligente.
En la sala, Leo está hablando por teléfono con la tía Beba, la otra hermana de Rosita. Parece que va a venir a probar el experimento. Más llamadas. De a poco, se van prendiendo mis cuñados, mis concuñados, los primis. Parece que va a venir hasta nuestro amigo Saurio, con Gladys y el Saurito (otro buen salvaje). ¿Entraremos todos, nena? ¿Qué vamos a entrar, tía? Igual vemos. A los chicos los mandamos a la habitación de Ada, nosotros vemos. ¿Alcanzará, nena? ¿Qué me decís? No sé, vos sabrás. No, no, no va a alcanzar. Yo traje unos cortes de nalga, para milanesa. Pronto van cayendo los de la “famiglia” y la otra familia, los “amici”. Los straginatti, mientras, avanzan a razón de dos por minuto, que es lo que le lleva a la Chiche darles forma. Exactamente uno cada treinta segundos. Lo tengo contado. Lo que equivale a decir que, para hacer doscientos cuarenta estuvo dos horas. ¡Mama mía!, suspira Chiche, porque el calor la está deshidratando. 36 grados, nena, ¿qué me decís?
Andá haciendo, nena. ¿Qué cosa, tía? Las milanesas. ¿Las freís vos? ¡Ay, no, tía! No me gusta freír, ensuciás todo y después te cae como una bomba. La falta de costumbre. ¿Y el horno? Tía, ya sabés que no funciona. No me acordaba. Se puede probar, ¿no? A ver, dejáme. En una de esas, ¿quién te dice? Y la Chiche prueba y al primer intento la llama queda encendida, ad aeternum. Como Ada cuando nació. O el ardor.
¿No te digo, nena? No entiendo, tía. Capaz que la vieja se arrepintió. ¿De qué? De molestar, qué se yo. Vos hacé las milanesas tranquilas. ¿Tranquilas? Tranquila, nena, quiero decir. Después me venís a ayudar. Ojalá, tía, que no se apague la llama.
Media hora después, (hubo que espantar ocho o diez veces a Adita y al Saurito, cómo supieron que había horno para meter la manito, sabrá Dios) las milanesas están en marcha y me dispongo a ayudar a la Chiche. Metamoslé, nena, antes que vengan los otros. ¡Lindo bolonqui! Darle forma a estos straginatti es más difícil de lo que pensaba. Ma sí, me lo meto en el pulgar, le doy forma con la mano, lo cierro y listo. Se los muestro a la Chiche. ¿Y, tía? ¿Cómo van? Bien, bien. Aprendés rápido, vos. Peráte, dejáme ver la parte de atrás. Chiche examina el straginatti con aire científico. No, no, nena. Hay que trabajar la masa. Si no, salen duros como un mazacote. ¿Ves? Vos me estabas engañando. Mirá, nena, mira. Si no mirás, no aprendés.
Una hora después, o ciento veinte straginatti más tarde, la pasta está lista sobre la mesa de la cocina. Los trescientos sesenta legionarii. Al agua hirviendo. Y a comer. Yo no mejoré mi método ni un poco. La seguí perreando a la Chiche nomás. Igual no sé notó. A todos les gustaron. Con o sin salsa. Queso a rolete. Incluso a Beba, que siempre le critica todo a la hermana.
Ni sé cómo entramos. El camarote de Groucho, un poroto. Rosita juega con los siete nietos, les saca fotos. Beba critica la comida, y Chiche la primera, por competirle a la otra. Reina la armonía. No, la paz. No la Pax Romana, la Pax Siciliana. Nena, otro día, te enseño los mostazule. Hoy no, que es tarde. También están las catedrata, se acuerda Beba. Y los taralo. Yo te voy a enseñar también. De a poco, cada cosa tiene su secreto.
Claudia, mi cuñada y más, como mi hermana, se agarra una rabieta. Parece que mientras hablaba con mi suegra, haciendo gestos, revoleó la cámara de fotos: ¡patapum! Al piso. Cayó tan mal que se rompió. Quiere abrirla para ver el contenido, a ver si la puede arreglar. Las tías y Rosita la quieren disuadir. Imposible, ya tiene la idea en la cabeza. ¿Quién se la saca? Yo ni mu, como dice la Chiche. A ver si me agarra la obsesión a mí también y estamos hasta el otro día. Hasta no arreglarla no paro. Para obsesiones, la literatura. Clau no es tan terca, se da por vencida, otra no hay. Lástima las fotos que se perdieron, dice mi suegra. Nena, a lo mejor la llevás a una casa de fotos y tiene arreglo; todo tiene solución, dice Chiche, optimista. El accidente de marzo la dejó más sabia en algunas cosas. ¿O será la edad? La viarazza se va pasando y le damos a los stragginatti. Incluso los chicos, que nunca quieren comer nada. Y de postre, masitas que trajo Clau.
A la tardecita, se van volviendo todos a sus casas, de a poquito. A las tías, mejor acompañarlas a la parada del colectivo para que no se pierdan. Leo se queda con los otros. Una vez en la puerta de calle, Beba cambia de idea, se va sola, quiere conocer Plaza Irlanda. Bueno, Chiche, la próxima los mostazule. Son como turrones, ¿no? Sí, pero más trabajosos. Caminemos por la sombra, dice Chiche. ¿Qué me decís? Más de las cuatro y el sol que hay. Vení, tía, vamos por Tres Arroyos, que hay muchos plátanos y mucha sombra. Nena, acá nadie usa rejas, ¿te fijaste? ¿No roban? Cada tanto el video. Rateritos, nada violento. Menos mal. Allá por casa, en Almagro, nena, cada vez está peor. Acá no, tía. Nadie piensa en la inseguridad, no existe. Y bueno, será por eso que no roban tanto. Si pensás mucho en algo, nena, ponéle la firma, te pasa. Lo mismo dice Rosita, tía.
Ya llegamos a Pujol. La Chiche se para y mira alrededor. ¿Sabés, nena? Yo esta parte la conozco. Ahora que lo veo bien ... ya estuve acá, de noche. Hace tantos años. Entonces yo andaba noviando. Vos ni mu, ¿eh?. Era poeta él. Por lo menos, eso decía. ¿Es conocido? No. No sé. ¿A dónde fue a parar? No sé, se habrá casado. Andá a saber si vive todavía. ¿Era tano? No, gallego, me parece. Una noche llegamos a esta misma esquina y me recitó un poema. Para mí que se le ocurrió acá mismo. ¿Cómo era? la Chiche revolea los ojos en busca de las palabras conocidas, los cierra y sea acuerda ¡Ah! sí: “en tres arroyos o / viniendo de pujol / por cualquier mano / hay un bosque encantado”. Por los plátanos, de noche esto parecía un bosque encantado. Además, los faroles. No sé ahora cómo será. Después, ¿cómo seguía?: “puja, puja / la bruja / ya le nace a Maruja / una enorme burbuja”. Así se llamaba la bruja, creo.
Seguimos hasta San Martín, hasta la parada del 105. Chiche me recita los versos dos o tres veces más. ¡Reflexiono: Ay, tía! Ése te quería bajar la caña. ¿La qué? No importa, tía. Allá viene el colectivo, dále que se va. La Chiche sube como puede, me saluda desde arriba. ¡Qué misterio lo del horno, nena! Yo le digo chau, con la cabeza.
 A las cinco se habían ido casi todos. Quedaron Saurio y los suyos nomás. Menos mal que se quedaron. Teníamos ganas de estar entre amigos, hacía rato que no nos veíamos (¡qué alta está Adita!, se había sorprendido Gladys). Así que estamos reunidos, como lo venimos haciendo desde hace trece años, mucho antes de Adita y el Saurito, mucho antes de que yo me convirtiera en latinista y, después, abandonara por la escritura, con alguna que otra clase cada tanto, y por la crianza y por la cocina. Y también el dibujo (si no, vean la firma en la ilustración que acompaña). ¿Algo más? Estamos reunidos, decía, y yo ya sé cómo se va a desenvolver todo: Ada y el Saurito peleando por los juguetes, Gladys a poner orden, los otros, sin mover el culo de la mesa, hablando de música, literatura y afines, Saurio copando la parada con los Residents, Terry Pratchett y Graciela Mancuso y su programa de radio de los ’80 (donde Sau y Leo se conocieron; con los años, tanto la Mancuso como el programa se convirtieron en un mito, y, como los mitos, ¡bendito Mircea Eliade!, retornan cíclicamente), y el proyecto milenario de una versión impresa de La idea fija y la ejecución de un sello editorial con el mismo nombre y, sobre todo, asegurarse los derechos, es decir, registrarla.
Hoy es distinto. Primero, no estamos en la casa de Saurio (los encuentros siempre fueron ahí, porque entonces él tenía más espacio) y aquí es el orden del caos, no el de Gladys. Segundo, yo ando con ganas de escuchar Deep Purple, más precisamente Machine Head, regalo del día de la madre. Nada light ahora, que venimos de comer stragginatti y también queso de cabra y salamín cortado grueso, que tía Beba trajo de una chacra a la que fue de visita el sábado, y empanadas de Clau, todo regado con cabernet sauvignon (mangá qué gourmetes; grumetes, en su defecto). Tercero, Saurio nos sorprende con algo de su autoría para acompañar el té, una torta a la que llama “de aceite”, de la cual me propongo obtener la receta apenas se olvide de los Residents o el Saurito le deje de morder el muslo (anda en esa etapa entre cariñosa y sádica, que los psicólogos harían bien en llamar “draculismo infantil”; tiemblo, ya le va a tocar a Adita). Para colmo, Saurio, imprudente, se vino en bermudas.
Arranca el primer tema, fuerte, si no, ¿qué gracia?, y Saurio, con la pierna libre (el Saurito corrió a buscar a otra víctima), dice su frase célebre “cría manos y te tocaran el culo” (otra que la testa di pesce, que el horno lleno de humo) y enseguida para la antena, o el oído (sentido no tan desarrollado en él como el visual, aunque lo intenta) y pregunta ¿ACDC?. No, ¡Saurio!, lo censura Leo. Es highway, pero no to hell, le digo, a ver si sigue la pista. ¡Ah! No, Purple. Hace tanto que no escucho, se lamenta Sau, irónico. Acá, Leo aprovecha para hablar de la disquería donde compró el cd. Los de Alta Fidelidad, tal cual, dice Leo y enfatiza sus palabras con un gesto muy de él: dedos pulgar y mayor haciendo un ojo, mientras sube y baja el brazo. Unos intolerantes los tipos. Pero te venden importados a diez pesos. Ahí compré el doble de Peter Green. Inconseguible. Ellos lo tenían a veinticinco, como cualquier cd.
Alguien, creo que yo o Leo, imposible diferenciarnos, comenta algo sobre Escuela de Rock y la parte en que Jack Black va probando las habilidades musicales de los chicos. No nos acordamos en qué orden aparecen los temas. Primero hay uno de Black Sabath, después el riff de Smoke on the Water, que, casualmente (¿o será algo sincronizado inconscientemente por mí?, ¿o el fantasma?, ¿o la vieja?) ya suena en nuestro equipo. Como un metatexto de lo que escuchamos o, al revés, un ilustrativo de lo que hablamos.
El otro día escuché a Pettinato, empiezo a decir, a riesgo de pisar el tema, ¿o era Rosso?. No sé, no me acuerdo. La cosa es que decía que en un recital de Zappa se había caído un techo y habían muerto todos. Parece que Richie Blackmore o no sé quién se inspiró en el humo que veía sobre el agua para hacer este tema. Sí, Saurio se acuerda, era un recital donde ellos compartían el escenario con Zappa. ¿Y el agua? Justamente, Elo, el escenario estaba rodeado de agua. ¿El agua los separaba del público? Algo así. No se murió gente, que yo sepa. Y bueno, Sau, sumás dos más dos: agua, aparatos eléctricos. Debe haberse electrocutado alguno. Gladys me da la razón, un segundo antes de salir disparada al fondo, a ver qué hacen los chicos. Demasiado calladitos.
No sé, dice Saurio, el otro día leí en la Rolling Stone. ¿O era otra revista? Decían que había un cálculo de cuántos millones de personas estaban en ese momento (en que se escribía el artículo o en que vos lo leías, es lo mismo) sacando el riff en su organito casio: las siete notitas satánicas. Éste o Escalera al Cielo. Allá, en Nueva York (Saurio y Gla estuvieron antes de lo de las Torres, cuando todos iban; era barato, sic, sic), incluso está prohibido. Si vos querés comprar una guitarra, te ponen como condición que no toques Escalera al cielo, ¿no, Gla? Y Gla da fe mientras arrastra al Saurito de la remera (parece que la mordió o la quiso morder; Ada los sigue), Sí, hasta había carteles Don’t play Stairway to Heaven, please. ¿Por lo diabólico? No, Elo. Están repodridos de escuchar lo mismo. (En Nueva York, también, en el Madison, el brujo estalló cuerdas. No allá, sino en L. A., una pelirroja se comió una cabeza de pescado. Ni panza, ni crisce.) Pasamos a Get behind me Satan, ¿les parece?
Yo (cocinera empedernida) no me aguanto. Quiero ya mismo la receta de lo que estamos comiendo con el té y las gaseosas que sobraron del mediodía. Che, Sau, está rica la torta. Muy rica, concede Leo. Y yo ¿Cómo la hiciste? Fácil, después te digo. No, Sau, ahora, puchereo. Elo, no seas rompe, me censura Leo. Sí, soy rompe, ¿y qué?. Estamos hablando. Bueno, está bien, Leo, si después me olvido de pedírsela, no protestes. Te la doy, son dos minutos. La cosa es así: 16 cucharadas de harina, 16 de azúcar y 6 de aceite, por un lado; 16 de leche y tres huevos, por otro (Esto sí es precisión). Mezclás lo seco y lo húmedo por separado. Como hacían los griegos, interrumpo, ¿sabían? En las Bacantes hay una diferencia entre diosas y dioses de lo seco y de lo húmedo. No me acuerdo por qué, era así la cosa. Entonces yo debo ser griego, siempre cocino así, se ríe Sau. Y estos cositos azul gris ¿son anís? No, Elo, amapola y semillas de girasol. Las blancas son las semillas. Se lo ponés a lo húmedo. Después juntas todo, al molde y al horno. Y esta costra dorada de arriba, ¿es manzana? No, el azúcar. Le echas por encima de la masa antes de ir al horno.
La torta de aceite de Saurio es fácil, requete. La habré hecho como unas diez veces, en un molde savarín. Apenas tuve cancha, le entré a agregar o bananas o manzana y canela y la rebauticé (“de aceite” no suena ni huele para nada rico) Torta de Bananas Elo o Torta de Manzanas Elo. Cosas del copyright. En la cocina no es como en la escritura. Acá los robos no son punibles. Licencias del plagio. Además, la torta cuesta ni un peso (literalmente) y es liviana. A veces es bueno arreglarse con poco.
Correteos de los chicos por toda la casa. Por el pasillo más. Los tienta. Sin el pasillo, no podrían ir y venir de una punta a la otra. Más corre el Saurito; la mía trata, le falta práctica. Yo voy a la cocina a calentar las empanadas de Clau que sobraron. ¿Andará el horno? Con prudencia, a ver si se apaga. Tiemblo al girar la perilla. ¿Se acuerdan del fantasma? No quiero encontrar con mi mano una mano de vieja dando vueltas por ahí. El horno anda, ¡albricias!, grito desde la cocina. El pueblo quiere saber. ¡Que siga ignorante! Parece que se fue la maldición, se ríe Leo. Calláte, querés. A Gladys (bioquímica) y a Saurio (cientófilo), ateos ultraconfesos, ni les cuento la historia de la vieja y el horno. Ganas de que se me rían no tengo. Me salvan los chicos. Los chicos, ¿lo dije?, apenas perciben el horno encendido, se emperran en querer entrar en la cocina. Les ponemos sillas para trabar. No hay caso, son tan menuditos, diría la Chiche. Gladys apaga la luz. Les da cuiqui, ya vas a ver que no entran. No el Saurito, pero la mía es terca y todavía no la inquieta la oscuridad. Gladys le corre atrás y vuelve con Adita de la mano. Che, Elo, el horno está apagado. ¿Cómo? ¡Mama mía! Voy a ver. La perilla está en posición de cerrado. Tiemblo, requetetiemblo. Volvió la vieja, se ríe Leo. Calláte, querés. Tarde. Ya Leo está contando todo el asunto y el pueblo se ríe.
Igual es un misterio, protesto. ¿Qué misterio?, se ríe Gladys, si fue la nena. No puede ser, Gla, no alcanza todavía. Dále, Elo, los chicos crecen.
¡Cuánta razón tienen las madres! Sí, si no son nuestros hijos. Hoy volvimos de lo del médico. Ada creció siete centímetros en tres meses. Es muy inquieta, dice el pediatra, ¿se levanta de noche?
En otro momento le aseguraba que no.

Eloísa Suárez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1970. Durante varios años enseñó latín en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Sus elecciones literarias van un poco a contrapelo de lo que se está editando actualmente y sus cuentos se pueden enmarcar dentro del género fantástico en sentido amplio, abarcando tanto el policial como los cuentos de terror. Reconoce como influencias literarias a Rodolfo Walsh, Manuel Peyrou, Poe, Chesterton y Hawthorne, por mencionar algunos.