Viruela en todas sus casas
Stephanie Campisi

Ravi Singh era un hombrecillo meticuloso que sólo usaba ropas de colores que se podían encontrar en la naturaleza y bebía té que había sido macerado correctamente. Era el dueño de dos casas con terrazas, una junto a la otra, y cada una estaba pintada en los colores complementarios de la otra. Su hija, Priyanka, se había mudado a la segunda casa, declarando que necesitaba espacio e independencia. Por supuesto, vivir al lado de sus padres era exactamente el tipo de independencia que Ravi creía que Priyanka necesitaba, así que él estaba bastante satisfecho con el arreglo, a decir verdad.
Una mañana, Ravi Singh estaba sentado en la galería, bebiendo una taza de té correctamente preparada y mirando la lluvia caer frente a él en una pesada cortina, cuando Priyanka apareció precipitadamente en el patio delantero, bastante despeinada y con un aspecto no del todo apropiado.
― ¡Papá! ― chilló ― ¡Mi casa es un grano gigante! ¡Hay un forúnculo en el cielorraso!
Ravi Singh suspiró, dándose cuenta de que realmente había una razón por la cual su hija estaba estudiando una licenciatura inútil en una universidad de segunda, y que estos arrebatos sobre granos eran sólo una prueba de ello. Terminó su taza de té y en forma sedada siguió a Priyanka a la casa vecina.
Su hija se detuvo en la entrada, goteando agua sobre el parqué nuevo, y señaló un bulto en el cielorraso que estaba sobre ella. Ravi Singh se quitó sus pantuflas y las puso junto a la puerta, luego miró con los ojos entrecerrados al cielorraso, que asomaba como la panza de una embarazada.
Ravi Singh fue a la cocina y encontró el palo de escoba que había puesto detrás de la heladera cuando había decorado y amoblado la casa. Volvió a la entrada y tocó el bulto con el palo. Se lo sentía pesado y espeso, y estaba seguro que el líquido que causaba que el cielorraso se distendiera era mucho más lento y viscoso que el agua ― no lo causaba una simple filtración.
― Voy al doctor ― dijo y, tomando un paraguas abierto y ya húmedo del paragüero junto a la puerta, se puso sus pantuflas y partió rumbo al consultorio de la doctora Spatter, el cual estaba en un pequeño edificio de una esquina que alguna vez había sido la oficina de correos del lugar. La sala de espera, un pequeño espacio que comprendía unas pocas sillas con cubierta vinílica, una mesa de vidrio cubierta con revistas fechadas entre 1985 y 1988 y un escritorio bastante imponente detrás del cual se encontraba una recepcionista particularmente diminuta, estaba afortunadamente vacía, ya que era demasiado temprano para que las atolondradas madres de infantes irritables estuvieran despiertas, y los ancianos con sus miríadas de dolencias, quienes probablemente hacía rato que estaban despiertos, no habían logrado todavía atravesar las puertas.
La doctora Spatter salió de su consultorio, con su habitual actitud brusca y abrupta. Llevaba un traje sastre que sólo podía ser descrito como severo, y llevaba su cabello tan estirado que parecía amenazar la seguridad de su cuero cabelludo.
― Necesito un medicamento para el acné ― dijo Ravi Singh.
La doctora Spatter  levantó una ceja dibujada y preguntó cuál era la razón de este pedido descabellado.
― Es para mi hija ― Ravi Singh fue evasivo (aunque no insincero) ― Tiene un enorme grano, tan grande que no quiere abandonar la casa.
La doctora Spatter  murmuró algo acerca del protocolo e incumplimiento de la práctica y sacó un enorme pomo blanco de su bolsillo ― No puedo recetar nada sin ver al paciente, pero le recomiendo esta crema. Es un medicamento de venta li...
Ravi Singh, normalmente alguien lleno de aires y pretensiones, arrebató el pomo de las manos de la doctora y ya estaba en camino de regreso a la casa de Priyanka.
― Necesito un pincel ― dijo, desenroscando la tapa del pomo blanco y mirando muy fijamente al grano en el cielorraso. Priyanka, la estudiante de una licenciatura inútil en una universidad de segunda, tenía una enorme colección y partió rumbo a su cuarto para encontrar uno del tamaño y aspereza adecuados. Regresó con un pincel grande que parecía un cepillo de deshollinador, y finalmente Ravi Singh se dio cuenta de cómo su hija lograba aplicarse tanta cantidad de maquillaje innecesario a la mañana.
Ravi Singh cubrió el pincel con la crema para el acné y lo ató al palo de escoba (Ravi Singh se daba mucha maña para los trabajos manuales). Frotó a la enorme pústula que colgaba desde el techo, cubriéndola minuciosamente (o al menos, lo mejor posible, considerando su bastante pequeña estatura) con la crema para el acné
Finalmente, satisfecho con su trabajo cosmético, Ravi Singh se dispuso a partir, pero ni bien lo hizo, el grano, se hinchó visiblemente y luego explotó, empapando al fastidioso Ravi Singh y la ya despeinada Priyanka con una porquería gelatinosa de color blanco amarillento y que tenía la consistencia de las natillas y el tenaz poder adhesivo del pegamento. El piso de parqué por el cual Ravi Singh había pagado considerable cantidad de dinero estaba espesamente cubierto como una torta bastante asquerosa. Priyanka, con su cara hecha un repugnante borrón de pus, se limpió los ojos y observó el cielorraso. Ahora este estaba perfectamente cóncavo, como si tuviera una marca de viruelas.
Lo consideró un momento.
― ¿Sabés, papá? Tengo una escultura luminosa que quedaría fantástica aquí. ― Se fue al trote hasta su cuarto, patinando sobre la película de mugre que cubría el suelo, y regresó arrastrando una pequeña escalera y con una lámpara de aspecto extraño que a lo único que se parecía era a medio globo ocular. Abrió la escalera y confiada subió (Ravi hacía muecas sincronizadas con los crujidos y chirridos que emanaban de la pobre estructura a cada pequeño movimiento de su hija). Levantó la lámpara y la fijó en la brecha: entraba a la perfección, con su superficie plana alineada con el cielorraso.
― Necesitamos a alguien que la conecte ― murmuró Ravi. La desesperación que tenía porque se había arruinado su traje bien planchado y bastante caro se esfumó cuando un impulso aún más basal se apoderó de él: su capacidad emprendedora. Por un momento se quedó quieto, considerando los pro y los contras de lo que efectivamente podría volverse un negocio particularmente lucrativo (y uno en el que podría ofrecerle un puesto realmente pago a su hija desempleada con su licenciatura inútil de una universidad de segunda). También se estaba esforzando por recordar todo lo que sabía sobre los granos y cómo se propagaban.
Ravi Singh comenzó a frotar frenéticamente varias paredes y cielorrasos con la inmundicia con el propósito de determinar si sus cálculos de la potencia y de la propagación de los granos de casa eran correctas ― y no se había equivocado. En el transcurso de media hora, cada cuarto estaba efectivamente cubierto por pústulas de acné que se parecían al primero, salvo en tamaño y profundidad, dependiendo la cantidad de pus infectada que les había aplicado Ravi Singh.
Bastante pronto, Priyanka tenía una colección de luces empotradas en las diversas brechas (un diseño del cual ella estaba muy impresionada)
― ¡Debemos recoger la pus! ― exclamó Ravi Singh, sonriendo, porque aunque ahora estaba cubierto de pus lo único que le preocupaba era el dinero que iba a forrar sus bolsillos y ni una pizca la inminente desgracia con la que se enfrentaba su rostro.
Y esto es exactamente lo que hicieron.
Muy pronto, Singh e hija eran los mejores creadores y rellenadores de pústulas del hemisferio sur, y Priyanka creó un nuevo sendero en lo que a diseño y colocación de luces se refiere, agarrando a los creadores suecos bastante de sorpresa. Lo que es más, se casó con un neurocirujano y, hasta donde le concernía a Ravi Singh, las cosas no podrían ponerse mejor.

[tradujo: Saurio]

Stephanie Campisi nació en Australia en la década del 80. Sus textos han aparecido en las revistas Fantasy Magazine, Sybil’s Garage, Voiceworks y Shimmer, así como en antologías como Polyphony 7 y Paper Cities. Tiene escrita una novela de fantasía steampunk y otra orientada al público juvenil, además de varias obras en progreso.