Numero 14
El clon
Louis B. Shalako
Joanne era la mujer más hermosa del mundo, o así pensaba yo desde el primer día. Yo tenía dieciocho y ella veintitrés. Trabajaba en una tienda por departamentos de la zona, vendiendo golosinas. Yo lo hacía en el depósito, descargando camiones y acarreando las cosas a los diversos departamentos.
Yo siempre le decía:
—¡Hola, Joanne!
Y ella siempre me respondía:
—¡Hola, Imbécil!
Ese era el apodo que ella me puso, y a mí me gustaba.
Este no era mi primer trabajo, pero era el primero en el que había todo tipo de mujeres jóvenes y atractivas interactuando conmigo, y dado que había abandonado el colegio en décimo grado, probablemente no tenía mucha experiencia con las situaciones sociales que involucraban al sexo opuesto. La señora Beauvais, “M-Cinco”, a cargo de la seguridad de la tienda, abría la puerta y me dejaba pasar a comienzos de la mañana. El pasillo principal del centro pasaba justo por el departamento de las golosinas y yo naturalmente tenía que pasar junto a Joanne, separada apenas siete metros, y lo más simple y convencional era decir “Buenos días”. Incluso la primera vez que lo hice mi corazón palpitó y mi pulso aumentó considerablemente.
Cuando su sonrisa iluminaba su rostro y ojos mis pies parecian flotar por encima del suelo, en lugar de caminar sobre él. Cuando me hablaba, o sonreía y me saludaba con la mano, era muy importante para mí.
Era como una especie de revelación. Ella era tan hermosa y yo tan tímido, tan larguirucho, tan torpe, tan inseguro.
Supongo que en mi propio narcisismo yo malinterpretaba lo que todo esto significaba, que era nada.
La verdad es, y ahora después de todos estos años puedo verla, es que siempre observaba las cosas desde mi punto de vista, no el suyo. Pero ella no tenía razones para ser tímida, o torpe, o callada. Era realmente una persona gregaria y popular. Le salía naturalmente. Nunca tenía que juntar coraje, ni siquiera esforzarse un poco en eso.
Fue amor a primera vista. Pese a que la descripción física podría caberle a cualquiera, y es algo irrelevante, ella era alta, de cabellos castaño amielados y ojos marrón verdoso claros, usaba esos suéteres de cashmere rizado que tanto revelaban como ocultaban y que lo dejaban todo a la sana imaginación de los jóvenes varones interesados. Siempre olía bien y siempre estaba hermosamente maquillada para el trabajo. Dios había hecho un buen trabajo con ella cuando la armó. A pesar de que los detalles más lúbricos de cómo sus calzas cubrían y apretaban su maravillosamente formado trasero pueden resulta de poco interés ahora, en aquel momento el hecho de que esta chica realmente me hablara, y bromeara conmigo, me impresionaba, mucho me impresionaba, a decir verdad. Creo que ella era toda una mujer y yo apenas un muchacho.
En aquellos días, a fines de los 70, si buscabas “torpe” en el diccionario habrías visto una foto mía, o de alguien muy parecido a mí. Tartamudo y sudando, todo lo que yo podía hacer era imaginar sus suaves caricias, sus besos o cómo serían sus pechos puntiagudos y altos. Sin embargo, de modo inocente, hablábamos y flirteábamos uno con el otro, y me imagino que podrías decir que la llevábamos bien. Únicamente cuando yo estaba solo en mi cuarto era cuando la imaginación se ponía realmente a trabajar. Pero la imaginación me fallaba cuando pensaba por qué alguien así podía ser tan agradable conmigo. ¿Podría ser posible que yo le gustase?
Yo era muy tímido y estaba tan enamorado de ella que me sentía sencillamente miserable, solitario y desesperado y con esa clase de lujuria que sólo un joven de esa edad puede entender con claridad. Pero nunca pude juntar el valor para invitarla a salir. No tenía las pelotas o la confianza. Luego de trabajar en las grandes tiendas por cinco o seis meses, disfrutando de verla a ella allí y sufriendo en las frías y solitarias noches, llegué un día a casa y descubrí un mensaje telefónico, una notita en la mesa de la cocina. Una fábrica del lugar me daba una entrevista, y muy poco después tenía un empleo mejor pago, empacando fibra de vidrio en la línea de montaje. De un salario de $3,10 la hora inmediatamente pasé a $6.90, y más aún cuando se pagaban las horas extras de los turnos tarde y noche. Era un buen dinero para alguien de 18 años en 1978. No soy el tipo más vivo del mundo pero siempre fui bueno haciendo plata, por alguna razón. Con las relaciones personales, es una cosa muy distinta.
No podía negarme razonablemente a una oportunidad como esta, y de hecho era lo que todo el mundo hacía en aquella época. Trataban de conseguirse “un buen trabajo en la fábrica” y la actitud general era que te “parabas para toda la cosecha”. La mayoría de los tipos se reían de la universidad y se buscaban trabajo en las fábricas, donde ibas a hacer buena guita de una y podrías comprarte un auto nuevo, irte de la casa de tus padres y empezar a ponerla. La mayoría de los tipos se casaban rápido y terminaban teniendo chicos, puteando sobre su vida y llenándose de cuotas.
Mis aspiraciones no eran muy diferentes en esa época. No quería algo mejor o diferente para mí y Joanne... Me hubiera casado con ella en un periquete, aunque no recuerdo si intenté alguna vez imaginármela o visualizarla embarazada.
De todos modos, nunca dejé de pensar en Joanne. Yo estaba allí, empacando fibra de vidrio en el turno noche, y pensaba en ella, en su rostro, sus cabellos, su cuerpo. Yo era un tipo solitario, en realidad jamás había tenido novia. Ella era la primera chica que lograba que yo me armara de coraje y hablara.
Con mi reciente fortuna pedí un pequeño préstamo para un auto y me compré un MGB usado, de un color amarillo suave y desvaído. Y con mi reciente confianza volví a la tienda de departamentos en la que yo solía trabajar y le pedí a Joanne que saliéramos en una cita.
Para mi asombro, y a pesar de los cinco años que me llevaba, ella aceptó. Supongo que hice todo mal. La llevé a ver la película equivocada, la llevé al restaurante equivocado, uno de esos a los que vas cuando tenés hambre y no cuando querés impresionar a alguien. Dimos una vuelta en mi MGB, que tenía goteras en el techo y un agujero en el silenciador. No tenía radio. Yo le dije que era porque me gustaba oír al motor, algo que definitivamente no es cool. Nunca traté de besarla o abrazarla o algo por el estilo. El problema es que yo la adoraba y la idolatraba, además de que respetaba a las mujeres en general. Yo era un tipo agradable, tímido y solitario y no estaba a la altura de la situación. ¿Por qué, entonces, salió conmigo otra vez?
¿Y por qué lo hizo una tercera vez?
Supongo que nunca lo sabremos, pero ella debe de haber sentido alguna atracción inicial, pese a que yo jamás me consideré apuesto. Pero soy alto y, tal vez, a sus ojos me veía como “un tipo guapo”, aunque sea en un nivel superficial.
Y un día vino la decepción inevitable. Es extraño, pero no tenía idea de que se avecinaba. La llamé por teléfono, como le había prometido, o como nos habíamos puesto de acuerdo, al final de la última tarde en que nos vimos. Y ella me dejó.
Lo hizo en forma agradable. Supongo que ella ya lo había pasado antes, pero a mí nunca me había sucedido. Y yo estaba muy enamorado, la peor clase de amor que jamás había sentido en mi vida. No había mucho que agregar cuando ella me dijo “Me parece que esto no va a ninguna parte”.
Pocos días más tarde, estaba limpiando mi auto porque no tenía absolutamente nada que hacer, porque no había ningún lugar al que ir y porque era una manera de sacármela de la cabeza, o eso pensé. Ahí fue cuando encontré un cabello de Joanne. Estaba enganchado arriba de la parte trasera del asiento del acompañante y supe que era de ella inmediatamente. Lloré cuando vi ese cabello. Me senté en mi auto deportivo de mierda, que estaba abollado en la puerta y en el paragolpes trasero, que adentro tenía olor a aceite de motor, a anticongelante quemado y a alfombras mojadas y con el motor que andaba algo gracioso y lloré. Como un cachorrito enfermo de amor, como un pibe tonto e inmaduro, me aferré a ese único cabello y lloré a mares hasta que se me salieron los ojos.
Finalmente puse ese cabello en un sobre y le escribí el nombre de ella con mi propia sangre. Y ahí tenés. Yo seguía pensando en ella unos quince años después. Sufría por ella y por mí. Qué pelotudo. Y aún ahora ella no se fue realmente del todo — vos nunca te olvidás del primer gran amor de tu vida. Cuando era un nene tenía metejones, pero de joven también tenía glándulas y supongo que supe qué era lo que me había perdido. Había perdido al amor de mi vida.

* * *

El tiempo pasó. Un montón de cosas pueden sucedernos en la vida. Hubo tiempo para encontrar a otra chica. Hubo tiempo para casarse y formar una familia. Hubo tiempo para trabajar, de ahorrar y de finalmente volver a la universidad y educarme de verdad. Hubo tiempo para fundar mi propia compañía, y de soñar y de planear. Hubo tiempo para divorciarse y tiempo para enamorarse de nuevo, y tiempo para enterrar a mi segunda mujer. Literalmente me olvidé como se veía, a veces. Tengo que mirar su foto y entonce sí, recuerdo. Hay tiempo para olvidar.
Y ahora, la rueda del destino ha dado una vuelta completa. Luego de treinta y cinco años soy CEO y presidente del directorio de Clone-Tech LLC, una sociedad de responsabilidad limitada que tengo.
Hará cosa de tres años yo estaba limpiando unas cajas mohosas en la parte de atrás del garage. Harían unos diez años como mínimo que las había puesto allí mi segunda esposa Barbara, ya fallecida, en uno de sus raros raptos de actividad sin sentido. Así, sin pensarlo, abrí una de las cajas antes de tirarla a la pila de desperdicios y reconocí una pequeña insignia metálica de una baúl con las letras cromadas “M-G-B” en relieve. Y pese a que las letras estaban algo picadas por la corrosión fueron suficientes para hacerme sonreír con una agradable nostalgia. Y mientras sostenía la insignia vi el sobre. Es difícil de creer pero cuando pensé en ella, cuando vi su nombre escrito con sangre en esa cosa, mi corazón comenzó a latir con fuerza y mi mano temblaba un poco cuando lo saqué de la caja. Y entonces todo regresó en tropel. Todo el dolor, toda la esperanza, todo el optimismo ilimitado y el idealismo de la juventud. Toda la inocencia. También regresaron todo el anhelo, toda la desesperanza, toda la agonía. Todo. Incluso regresó su olor, pero seguro que eso estaba todo en mi cabeza, ¿no? Ciertamente una hebra de su cabello no podía conservar suficiente de su perfume para que resulte detectable luego de todos estos años. ¡Dios, todas estas décadas! Pero lo hacía. Era ella.
Durante varios años mi empresa había estado trabajando en las más avanzadas y novedosas técnicas de clonación y éramos los mejores del ramo. Mi siguiente paso debería haberme sido obvio, sin embargo puse la cosa en un estante del garage y me olvidé de todo por un buen tiempo. Voy a ser honesto, por más que revuelva mi cabeza todavía no lo entiendo, incluso después de todos esos años.

* * *

Las reuniones son la cruz de mi vida, ocupan demasiado tiempo. Hay que consultar a todo el mundo, y todo el mundo tiene que hacer sus pequeñas disgresiones, aunque ellos las vean como contribuciones. Pero un día, en una reunión, uno de nuestros principales científicos informó que estaba desarrollando una nueva técnica y dijo una frase que me hizo pensar.
— Todo lo que necesitamos es un cabello humano para reproducir a la persona viviente y pensante, junto con su conocimiento fundamental y su identidad intactas.
Y el resto, dicen, es historia, y como la mayoría de la historia preferiría que permaneciera bajo tierra, que es donde pertenece. Trabajé por un rato con los chicos de la ciencia, incluso delegando algunas responsabilidades en mi hijo mayor, de mi primer matrimonio, aunque él no tenía idea de lo que estábamos haciendo en el laboratorio.
Una vez que el proyecto estaba encaminado adecuadamente, volví a la tarea más habitual del desarrollo de productos más convencionales que implicaban la fabricación de órganos individuales y conjuntos diseñados específicamente para cada paciente en concreto. Nuestro producto más exitoso eran trozos de piel con el color correcto, que era esencial para prevenir el rechazo del paciente, por lo que yo estaba lo suficientemente ocupado como para casi olvidarme de la cosa que estaba creciendo en el laboratorio. Volví a las fusiones, a las adquisiciones y a hacer lobby en el Congreso.
Una mañana sonó mi intercomunicador y en el visor decía que era el laboratorio.
Con una mano repentinamente temblorosa atendí y dije:
—¿Sí?
—Ella está lista y, guau, sí que le va a causar una buena impresión— dijo con entusiasmo el doctor Phillip Maastricht, ardorosamente chupándole las medias al jefe.
Para ese entonces yo ya había colgado y estaba casi saliendo por la puerta.

* * *

Y allí estaba yo, en un estado de absoluto pavor, mirando con una especie de fascinación a la mujer con cabellos rubios rojizos e impactantes ojos azules a la izquierda del doctor. La joven mujer me miraba curiosa pero no dijo nada, gracias a Dios.
—¡Idiota!— le chillé al doctor Maastricht.
—¿Qué? ¿Qué?— jadeaba consternado y desalentado.
Mi aspecto debería de ser notable, lívido de la furia, la conmoción y la incredulidad total.
—¡Esa no es Joanne!— bramé —¡Esa es mi madre!
El doctor Maastricht se encogió allí mismo, jadeando y con sus rodillas golpeando.
—¡Pero! ¡Pero! ¡Yo hice lo que me pidió! ¡Yo creí que usted la quería de regreso!
—¡Oh, Dios mío!— gemí. Yo estaba realmente pasmado por todo esto.
Y de repente me vino a la cabeza de que yo tal vez haya llevado a mi madre de paseo en mi pequeño auto deportivo amarillo cuando compré la maldita cosa. En un santiamén todo acabó y ella estaba muerta a mis pies. Una buena retorcida al cuello fue suficiente. El doctor Maastricht me miraba con sus ojos abiertos, a punto de caerse redondo.
—Cierre la boca sobre todo este asunto— le dije y salí a las zancadas en un estado de conmoción desorientada y viendo con estupor los trucos que el Destino te puede jugar.
Y ahí supe que ya era suficiente para mí.

* * *

Donald, te quiero mucho y nunca puedo decir todo lo orgulloso que estoy de vos. Por favor, decile a tus hermanos y hermanas que también los amo. Quemá esto después de leerlo. Transferí al doctor Maastricht a Angola y después permitile una jubilación prematura. Dale lo que él quiera. En este momento ya estoy muerto y la compañía es tuya. Todos los papeles están aquí, en el cajón de la derecha. Por favor, enterrá discretamente a tu abuela clonada en la parcela familiar. Conseguimos un certificado de defunción para ella, no importa cómo, y creo que lo mejor que podés hacer conmigo es cremarme. Mi cuerpo volverá, te lo prometo. Arrojá mis cenizas en algún desierto. Hijo mío, perdoname, por favor.
Louis Bertrand Shalako nació en 1959 en Canadá. Estudió Radio, Televisión, y Periodismo en la Facultad Lambton de Artes Aplicadas y Tecnología, en Sarnia, Ontario. Disfruta de la bicicleta y de la natación y es amante de los buenos libros. Escribe a tiempo completo y tiene su propia editorial de ebooks.