Crónica de un maravillamiento

Ilustró Saurio

Crónica de un maravillamiento
Saurio

Era una mañana de sol, casi un mediodía, de eso estoy seguro. De lo que no estoy seguro es de la fecha. O sea, estoy seguro que es la segunda mitad del 81 tirando hacia el final, por eso dudo que haya sido en junio que yo estaba tirado en una reposera leyendo la Superhumor de junio. No importa cuán templada podría haber estado esa mañana tirando a mediodía, sentarse en una reposera en el jardín a leer una revista no es algo para hacer en invierno, y mucho menos en Adrogué, que siempre hizo un par de grados menos que en Capital, por culpa de la humedad y de las casas bajas.

Pero, bueno, ahí estaba, a mis 16 años, en una reposera al sol, leyendo la Superhumor. Varias Superhumor, ahora que lo recuerdo. Estaba poniéndome al día con la lectura de las revistas. Me las había comprado todas desde que empezaron a salir en agosto del 80 y me había leído todas las historietas, o casi todas, pero seguro que no había leído los cuentos que traían. Un cuento por número traía. No sé por qué no los había leído hasta ese día pero, bueno, no los había leído. Cosas que pasan. La mayoría de los cuentos eran de ciencia ficción, lo que no es nada extraño, ya que la Superhumor fue una especie de fase intermedia entre la primera Péndulo que salía en formato revista y la clásica Péndulo en forma de librito (además de ser una antepasada de la Fierro, obviamente). Y no es nada extraño que yo los leyera, que si bien todavía no era escritor del género era un ávido lector.

Por eso ahí estaba, leyendo los cuentos que no había leído en su momento. Y ahí fue cuando en el número siete, el de junio del 81, me topé con “A mí nunca me dejaban hablar” de un tal Isidoro Blaisten, ilustrado por Luis Scaffati, y me maravillé. Esa es la palabra correcta, maravillé. El cuento es eso, una maravilla, una cosa admirable y que sorprende. De entrada te sorprende tirándote sin avisar un “Para colmo, yo tengo la voz bajita”. Eso, así, la primera oración es “Para colmo, yo tengo la voz bajita”. Una oración que con ese “Para colmo” te agarra de los pelos y te mete de prepo en el universo de la narración. No hay vuelta atrás, querés saber más, y entonces leés: “Bajita, dije, no finita, que no es lo mismo. Mi voz es seria y grave, modulable, se adacta perfectamente a lo que quiero decir, pero eso sí: no se me escucha. No se me escucha y si me esfuerzo, si hago fuerza con la garganta, me duele”. En todo este párrafo hay una palabra clave, adacta, que ya te posiciona al narrador en una cierta clase social. Y el próximo párrafo te lo confirma cuando te cuenta que todos los domingos él y sus tres primos se reúnen en la casa de uno de ellos a comer un asado y que sus tres primos son unos animales que hablan a los gritos y de coches y que siempre le tapan la voz al narrador. Ya está, con una economía de recursos ya te planteó la escenografía y la situación y no te deja más opción que seguir leyendo para saber qué corno va a pasar con este pobre tipo de voz bajita al que los bestias de los primos nunca dejaban hablar.

Yo, como todos los lectores que se enfrentaron a ese cuento, no tuve más opción que seguir leyendo y ser parte de un infierno de cotidianeidad suburbana que se repite en un eterno retorno semanal. Todos los domingos pasa lo mismo, todos los domingos se dicen las mismas frases, todos los domingos la misma miseria que no se nota. Hasta que un domingo algo cambia y los círculos viciosos se vuelven un espiral que se tensa y llega a un punto en que algo se rompe. Eso es el cuento, léanlo.

Y ahí quedé yo, maravillado por cómo se cuenta la anécdota del cuento, cómo algo que en otro escritor (yo incluido) hubiera derivado en una cantidad de detalles al pedo, descripciones innecesarias y otras sordideces varias acá está narrado de una manera a la vez exuberante y escueta, con un dominio de la lengua popular y una poderosa habilidad para detectar y evidenciar esas pequeñas cositas que bastan para pintar de cuerpo entero a un personaje. Léanlo si no me creen, es una joyita.

Y, para coronar este maravillamiento, apenas unos días más tarde cae mi viejo y me dice “Me compré un libro de cuentos buenísimo, creo que te va a gustar”. Como se pueden imaginar, ese libro de cuentos buenísimo era “Cerrado por melancolía”, que contiene la mencionada joyita y muchos otras más. Y, como tal vez puedan imaginarse pero tal vez no, me lo devoré en una noche. Bah, tal vez dos, porque “El Total” es casi una novelita. Como sea, lo que importa acá no es la velocidad de lectura sino destacar lo cautivantes que eran las siete historias contenidas en el libro. Y no sé si lo noté en ese momento (probablemente no) pero lo noto ahora: todos comparten esa cualidad de un eterno retorno en espiral y de una ajenidad onírica pese a que la mayoría son, curiosamente, historias costumbristas o realistas. Salvo “Adriana subiendo la escalera” y “¿El sol, señor Beltrán?” son todos monólogos que uno no sabe si internos o externos pero sí que explicarían en parte los ritornellos y el clima ensoñado de todo. En parte, obvio, porque estos dos cuentos también tienen este mismo clima y la misma obsesión en repetir cosas, frases hechas, palabras fetiches, quizás incluso más, como en “¿El sol, señor Beltrán?”, en el que la cotidianeidad más berreta del típico “hombrecito gris” se vuelve un infierno, y que Blaisten, sin embargo, te la cuenta de un modo en el que nunca te dice explícitamente “la cotidianeidad más berreta del típico hombrecito gris se vuelve un infierno”, como tantos otros escritores han hecho en el pasado y siguen haciendo en el presente y seguirán en el futuro. Prefiere que el lenguaje, las anécdotas, los diálogos vacíos, la fragmentación de la secuencia temporal nos sugieran qué vida mediocre es la de Beltrán. O la de los otros protagonistas anónimos o semianónimos de los otros relatos. Todos, algunos más, otros menos, tienen una vida de mediocridad y todos añoran salir de ese eterno retorno en el que cada día es igual al anterior y similar al siguiente. Algunos, como el protagonista de “A mí nunca me dejaban hablar” lo logran pero, al parecer por el final abierto, salir de la rutina no parece ser negocio.

Lo más loco es que todo esto no se traduce en cuentos depresivos, densos, pontificantes, sino en muestras de un humor absurdo como pocos. No porque Blaisten se proponga divertir a nadie, usualmente la risa que provoca es una risa de nervios. El humorismo es la penúltima etapa de la desesperación, como dice él mismo en el frankestein de reportajes que aparece al final de “Anticonferencias” (el libro siguiente a “Cerrado por melancolía”). Uno se ríe porque lo que cuenta es demasiado trágico si se lo toma en serio.

Mucho más graciosos, si se quiere, me resultaron los cuentos compilados en “Dublin al sur”, que es básicamente un “Grandes Éxitos de los fracasos previos de Blaisten”, ya que todos los cuentos salvo tres pertenecían a sus primeros libros, que pasaron sin pena ni gloria, como suele suceder. Pero “Dublin al sur” tuvo la suerte que no tuvieron “La felicidad”, “La salvación” y “El mago” y entonces no sólo precipitó que apareciera “Cerrado por melancolía” sino que también llevó a que la Editorial de Belgrano rescatara a estos tres libros en el volumen conjunto “Cuentos anteriores” (que vendría a ser un “Dublin al sur” extendido, ya que los tres cuentos sin libro también tienen lugar allí).

Como sea, en ambos libros uno encuentra joyas tempranas como “El tío Facundo”, “Los tarmas”, “Victorcito el hombre oblicuo”, “La felicidad” o “La sed”, además de esas maravillas más cronológicamente recientes a la fecha de publicación que son “Dublín al sur”, “La puntualidad es la cortesía de los reyes” y “Violín de fango”. Hay muchos otros cuentos más (especialmente, como es obvio, en “Cuentos anteriores”), todos de buenos para arriba, pero estos son mis favoritos.

Y, ya que estamos en esta crónica de mi maravillamiento, podríamos agregar el ensayo “Aburrimiento y literatura” que está en “Anticonferencias”. No es que el resto de los ensayos y artículos del libro no me hayan maravillado, pero es en ese texto donde se cierra la certeza de que este iba a ser un escritor que me iba a gustar siempre. Hay que leer ese ensayo para entender desde dónde escribe Blaisten… hay que leer el libro entero, claro, pero ese ensayo es tal declaración de principios y manifiesto involuntario que aquel pobre lector en transición a escritor que era yo no tuvo más remedio que dejarse influir hasta el tuétano y aquí estamos, más de treinta años después de esa primera lectura aún sosteniendo y practicando lo que ahí se escribió.

Y acá ustedes podrán imaginarse que, con tanto maravillamiento, fui el primero de la cola cuando salieron “Carroza y reina” y “Al acecho”. Bueno, se han imaginado mal. Por motivos que aún no me puedo explicar a estos dos libros los agarré tarde y más por un afán completista que por otra cosa. Tal vez por miedo a arruinar el maravillamiento. O porque cuando salieron yo andaba maravillado con otras lecturas. O tal vez por qué sé yo. Los seres humanos somos bichos extraños.

Algo me debo haber olfateado, creo, porque pese a que ambos libros tienen cuentos buenísimos aún siguen sin provocarme ese “efecto guau” de los otros. Y es raro, porque en “Carroza y reina” hay cuentos como “Permiso, maestro” o “El tiempo que ni vuelve ni tropieza” que son una puesta ficcional de mi ensayo favorito de “Anticonferencias”, o blaistenadas como el cuento que da nombre al libro o “Te estaré esperando” o “La última decoración”. O los angustiantes “Lotz no contesta” y “A las seis de la tarde” (que en este especial publicamos en una versión previa y algo diferente de la del libro, por si quieren apreciar cómo muta un cuento en un escritor preciosista). “Al acecho” me gustó más. Quizás porque es el segundo libro de la etapa posterior a “Cerrado por melancolía” y está lo suficientemente alejado en el tiempo como para que Blaisten no esté tratando de parecerse o desparecerse a ese libro (que creo que ese es el problema de “Carroza y reina”, que no es fácil ser el libro siguiente a un hito y se nota). La verdad es que uno no puede dejar de reconocer la genialidad de cuentos como “Desde el alma”, “El crimen del diputado Estigmetti” o “Versión definitiva del cuento de Pigüe”. Y “Al acecho”, “Después de la presentación” y “En un domingo oscuro” son un buen ejemplo de que Blaisten podía escribir cuentos policiales muy buenos (los cuentos de Pigüe y de Estigmetti también son policiales pero, a mi entender, en ellos prima más lo costumbrista).

“Al Acecho” contiene además el cuento “Príncipe de los vikingos”, que vendría a ser una puesta en ficción de la nostalgia ensayada en los textos no ficcionales de “Cuando éramos felices”, que es el libro intermedio entre estas dos antologías de cuentos, además de ser una continuación mejorada de “Anticonferencias”.

Y después vino la novela póstuma “Voces en la noche”, que es como el final a toda orquesta de una obra perfecta. La verdad es que poco puedo decir de ella salvo que la lean porque es buenísima, es la puesta en papel de todo lo que Blaisten fue y qué sé yo. Hay cosas que no se explican, que hay que experimentarlas y listo.

Ah y no, no leí los poemas de “Sucedió en la lluvia”. Si el tipo negó toda su vida ese primer libro de poesía por qué voy a traicionarlo después de muerto, eh.

Saurio nació en el barrio de Palermo en 1965 y es uno de los responsables de La idea fija. Principalmente es escritor, pero también pintor, monologuista, historietista, músico, comunicólogo, redactor publicitario, diseñador gráfico, webmaster, traductor, periodista cultural y habilidoso genérico en cualquier cosa que requiera mucho trabajo intelectual y nulo esfuerzo físico. Además de La Idea Fija, mantiene un blog escéptico-literario llamado Las Armas del Reino II y dibuja y guiona el webcomic Cartoneros del espacio.