El profesor
José Vicente Ortuño
El catedrático de biología, con su característico gesto adusto de sempiterno ceño fruncido, se encaró con la treintena de alumnos desperdigados por el aula. Sus penetrantes ojos negros los examinaron minuciosamente, acechando bajo las cejas hirsutas y canosas. Los jóvenes exhibían una gran variedad de gestos: muecas nerviosas, miradas furtivas y rostros alelados. Algunos tenían las caras lánguidas y aburridas, otros ojeras azuladas por la falta de sueño o exceso de vicio. Un joven, que ocupaba un asiento en la última fila, babeaba con la mirada perdida, tal vez bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica, que le destruía las neuronas sin que se diese cuenta. Una chica se retocaba el maquillaje, ajena a la imponente figura del profesor, que la observaba desde la tarima con una mezcla de desprecio y lujuria.
Los varones vestían indumentarias estrafalarias varias tallas más grandes que su ocupante. Por el contrario, las alumnas parecían llevar algunas tallas menos de la que en realidad necesitaban. El profesor, firme como una columna de granito, barrió el aula con su mirada penetrante y misteriosa, cargada de odio hacia esos seres despreciables a los que tenía que enseñar los sagrados secretos de la biología. Estaba convencido de que todo esfuerzo era inútil, ninguno llegaría jamás a ser biólogo. A lo sumo podrían aspirar a repartir pizzas, esa comida repugnante, aberración alimenticia que él desterraría de la faz de la Tierra.
Tomó aire y sus refinadas pituitarias captaron infinidad de olores, unos repugnantes, que emanaban los zopencos faltos de higiene, otros  deliciosos y excitantes, procedentes de las jóvenes hembras, crisálidas de hetaira, que se vestían y perfumaban con depravadas y libidinosas intenciones.
Miró durante unos instantes el puñado de papeles que tenía en sus manos; eran los exámenes finales. Recordar los desatinos que había tenido que leer para corregirlos le removía las mitocondrias. Era el examen más incoherente, incongruente y patético que había visto en su carrera. A pesar de todo tenía la desagradable obligación de comunicarles las notas a esos seres de mentes confusas y retorcidas. Si se podía ofender a la inteligencia calificando de mente a lo que aquellas aberraciones de la naturaleza, supuestos seres humanos, tenían en sus putrefactos cerebros. 
Una alumna colocó sus opulentos pechos rellenos de silicona sobre el pupitre y produjo un efecto perturbador en el profesor. Su lasciva imaginación se dispersó en pensamientos truculentos, en los que intervenían trajes de látex, sogas, esposas y látigos. Fantasías largo tiempo reprimidas, con las que disfrutaba en los momentos de soledad, inundaron su poderoso intelecto, y lo distrajo de la sombría realidad que estaba condenado a vivir.
Un alumno, con el pelo rapado y un anillo en la nariz, se rascó la entrepierna como poseído por un ejercito de ladillas furiosas. El profesor volvió a la realidad. Miró con desprecio al desdichado y le entraron unos incontenibles deseos de prenderle fuego con un lanzallamas. Reducirlo a cenizas humeantes para luego pisotearlas y orinar sobre ellas.
Concentró su voluntad férrea e incorruptible. Era un hombre ilustrado, un científico dotado de una mente superior. No hubiese sido digno de su posición e inteligencia dejarse llevar por los instintos animales que surgían de su interior. Al fin, tras un gesto de desaprobación y una mirada fría y despiadada,  carraspeó antes de comenzar a hablar.
—Este examen ha resultado ser el más execrable aborto que puede producir la inteligencia humana. No encuentro palabras en ningún idioma conocido, que pueda describir en su conjunto este infame puñado de despropósitos —dijo y sacudió con rabia el manojo de ajados papeles.
Un murmullo recorrió las filas de pupitres como una marea de desolación. Se cruzaron miradas furtivas, se cuchichearon comentarios jocosos y se escucharon risitas estúpidas. El rumor cedió, ante la mirada deletérea del profesor, hasta convertirse en un profundo abismo de silencio.
—Deben de estar ustedes muy orgullosos de haber realizado un trabajo tan deplorable —continuó con voz grave y añadió circunspecto—: Me atrevería a decir que han subido ustedes a las más altas cimas de la estulticia, que han alcanzado el máximo nivel de incompetencia mental y se han precipitado a las más profundas simas de la desidia intelectual. Les felicito, han caído ustedes más allá de donde ninguna mente humana debería haber llegado jamás.
De nuevo las risillas nerviosas saltaron entre los alumnos, pero se cortaron de inmediato al comprobar que el profesor continuaba hierático e imperturbable.
Una alumna despistada llegó en ese momento y balbuceó una excusa estúpida por su retraso. Mientras se dirigía a su asiento el profesor observó los muslos bien torneados que, sin recato alguno, mostraba bajo una minifalda del ancho de un cinturón. Cuando se agachó para dejar sus libros sobre la mesa, un provocativo tatuaje asomaba sobre la falda y se perdía bajo la escueta prenda. El profesor imaginó la continuación del dibujo sobre las turgentes nalgas de la chica y el hilo de sus pensamientos se bifurcó hacia perversos derroteros, que llenaron de placer sus centros nerviosos y causaron la tumefacción de su miembro viril. Hizo acopio de voluntad, apartó los pensamientos plagados de cadenas, mordazas y hierros candentes, y continuó su alocución:
—Sí, deben de estar ustedes en extremo orgullosos —dijo irónico e hizo una breve pausa, durante la cual el eco de su voz reverberó hasta perderse en el denso silencio—. No sé si leerles las notas o... —dio un suspiro, cerró los ojos y dejó la frase en el aire. “…o coger mi sierra mecánica y hacer una masacre que libraría para siempre a la humanidad de su repugnante legado genético” —pensó intentando acallar la rabia intestina que pugnaba por salir.
Una sonrisa siniestra asomó a su rostro severo, tan duro como si estuviese tallado en diorita. Los alumnos se removieron en los asientos, desconcertados, ajenos a los pensamientos de masacre y destrucción masiva que, en esos instantes, cruzaban por la mente del profesor. Mientras, éste se regodeaba imaginando a todos aquellos despreciables entes, destripados pero todavía con vida, mientras se revocaban de dolor sobre sus propias vísceras sangrantes sobre un charco de sangre y excrementos. Apartó esas placenteras visiones que le hacían excitarse cada vez más y volvió a su expresión grave. Se dirigió al chico repeinado con aspecto de empollón, gafas de pasta y un puñado de bolígrafos asomando del bolsillo de la camisa, que estaba sentado en la primera fila:
—Usted, Martínez, está aprobado.
El aludido sonrió con suficiencia y su ego se expandió otro par de kilómetros.
—Le felicito —continuó el catedrático—. Es usted el único que ha acertado que un cilio es un: “Orgánulo celular filiforme, de función locomotora en un medio líquido”, mientras que algunos de sus compañeros, poseedores de enrevesadas mentes y ni el más mínimo conocimiento de biología básica, han respondido que son: “una de esas patitas que tienen los microbios” —y añadió con una mueca parecida a una sonrisa—. Además, ha puesto usted de forma correcta todos los acentos diacríticos. Puede marcharse y espero que se divierta durante las vacaciones.
El alumno se levantó con un gesto de egolátrica satisfacción, que no podía disimular sus gafas gruesas como culos de vaso. Murmuró una frase de agradecimiento, que al profesor le sonó a peloteo servil, y salió del aula riendo para sí. Los demás alumnos esperaron, aunque ninguno sabía qué debía esperar.
—Señoras y señores —dijo el profesor, dejó los exámenes sobre la mesa y se frotó las manos—, todos los demás están suspendidos —se interrumpió y miró de forma inquisitorial a los ocupantes del aula. Continuó después en tono ominoso—. Si alguno desea revisar el examen, puede pasar por mi despacho antes de las catorce horas. Aunque les puedo adelantar que será inútil, por lo que les agradecería que no me hiciesen perder el tiempo.
Los alumnos abandonaron el aula murmurando. El profesor los observó marchar con una mueca de desprecio que hubiese debido asustarlos, pero sus mentes juveniles, obnubiladas por las drogas, el alcohol y la promiscuidad sexual, acostumbradas a ignorar todo lo que no fuese su reducido universo de vicio, perversión, cerveza y videojuegos, no se apercibieron de los crueles pensamientos que cruzaban la mente cruel de su frustrado mentor.
Era habitual que acudiesen a su despacho uno o dos empollones, en busca de una décima más en su nota y una excusa para adularlo de forma rastrera. Pero esta vez lo esperaban dos muchachas de aspecto provocador. Vestían minifaldas escuetas y ajustadas, que dejaban al descubierto unas piernas espectaculares, acabadas en nalgas firmes y redondeas; de matemática perfección, pensó el profesor. La rubia lucía un top ajustado de color rosa con un solo tirante, que apenas podía contener los voluptuosos y turgentes pechos —talla cien— de la muchacha. La morena vestía una blusa semitransparente desabrochada casi hasta la cintura, que dejaba ver a las claras que no necesitaba accesorio alguno para sostener su opulencia femenina. Ambas lo miraron con provocadora lascivia, pasando la punta de la lengua entre sus labios carnosos, rellenos de colágeno y pintados de color rojo intenso, al tiempo que se contoneaban de manera perturbadora.
El profesor sintió que su tanga de leopardo —el que siempre se ponía para dar los resultados de los exámenes—, se tensaba con una potente erección. Mientras abría la puerta del despacho su imaginación se desbordó de nuevo, pensando en lo que podría hacer con las seductoras alumnas: deliciosas horas de perversa diversión, trajes de cuero, tacones enormes y afilados, dolor sin límites...  Sí, estas dos incautas habían caído en la trampa. Por primera vez podría poner en práctica todas esas sádicas perversiones que siempre había soñado.
—Pasen ustedes —dijo señalándoles la puerta abierta—, supongo que vienen a revisar el examen. No debían de haberse molestado, no pienso modificar las notas. Pero dejaré que expongan sus... argumentos.
Las dos jóvenes entraron contoneándose y dejando tras de si una densa estela de perfume embriagador, que endureció aún más su erección. Entró tras ellas y cerró la puerta, regodeándose en cada una de las tres vueltas de llave.
Durante unos instantes se deleitó pensando en sus perversos planes:
“Va a ser fácil. Las violaré y después las torturaré sin piedad durante horas… o días. Las viviseccionaré despacio con la requerida meticulosidad científica.
»Limpiar el despacho al terminar va a ser costoso, lo mismo que deshacerme de los cadáveres, pero valdrá la pena.”
—Profesor —comenzó la rubia—, no queremos revisar el examen...
—...venimos a que nos apruebe —terminó la morena.
El profesor intentó replicar, pero las alumnas se abalanzaron sobre él, lo envolvieron con sus caricias, y lo marearon con el olor de sus feromonas y perfumes. Jamás se había visto en tal situación. Él era un hombre virtuoso, si bien siempre había añorado realizar prácticas sexuales, fuesen perversas o no, nunca había permitido que algo tan mundano y carnal se interpusiera en su carrera. Cuando sintió las suaves y juguetonas manos femeninas introducirse bajo sus ropas, como tentáculos libidinosos, comenzó debilitarse el férreo autocontrol del que se vanagloriaba. Comenzó a jadear.
El repentino flujo de sangre hacia los órganos sexuales le provocó una obnubilación mental por anoxia cerebral. Sus depravados pensamientos sobre ropa de látex, látigos, enormes penes mecánicos, ganchos y bisturíes bien afilados, pasaron a un segundo plano, borrados por la impactante realidad. Sin saber cómo se encontró tumbado en el suelo y con el pene metido en la boca de la chica rubia, que lo sorbía con fruición mientras le masajeaba el escroto con brutalidad. La morena había aposentado su vulva sobre su cara y se la restregaba como si fuese una naranja sobre un exprimidor. El profesor chupaba y lamía mientras le agarraba los grandes pechos y le retorcía los pezones con crueldad manifiesta. Pero a la muchacha no pareció importarle.
Tras el primer orgasmo las jóvenes cambiaron de lugar y, mientras la morena intentaba levantarle de nuevo el miembro a lametones, la rubia le restregaba sus inmensos pechos por el cuerpo y le mordía, le arañaba... Cuando estuvo de nuevo erecto la rubia se puso a horcajadas sobre él y se introdujo el pene, con lentitud, en su caliente agujero; después lo cabalgó, subiendo y bajando con energía. El profesor, con los ojos en blanco y la respiración entrecortaba, jadeaba al borde de la apoplejía, pero las alumnas continuaron sus prácticas, haciendo caso omiso a las convulsiones del profesor.
Tras el segundo orgasmo ya no era capaz de pensar con claridad. Distinguió que una de sus violadoras sacaba de su bolso un puñado de artilugios de clara utilidad sexual. Al momento se encontró sodomizando a la morena con extrema brutalidad, haciéndola aullar de placer, mientras introducía un gran consolador en las entrañas de la rubia, que gritaba:
—¿Nos aprueba ya profesor?
El austero catedrático, en pleno paroxismo jadeaba:
—¡No, todavía no!
Algo más tarde, en una postura imposible, rodeado de las turgentes y sudorosas carnes de aquellas dos meretrices, ya no recordaba sus sueños de refinadas torturas. Las muchachas lo envolvían con sus cuerpos, lo asediaban con sus caricias, lo lamían y mordían sin recato; le habían enseñado una desconocida fuente de placer.
Horas después las dos alumnas salieron del despacho componiéndose las ropas y arreglándose el pelo.
—Oye, ¿tú estás segura que ese era el profesor de Cinética Química? —dijo la morena.
—Yo creo que sí, mira ahí lo pone —dijo señaló el rotulo junto a la puerta leyó con dificultad—: “Ca-te-dra de ge-ne-ti-ca”, creo que eso es lo mismo —respondió la rubia.
—No sé, es que todos esos nombres tan raros se parecen —dijo su amiga—. Pero a mí ese profe no me sonaba de nada.
—Claro, como te va a sonar si no has ido a clase ningún día —afirmó tajante la rubia.
—Ni tú tampoco, mona —le respondió su compañera dándole un codazo.
—¿Para qué? Si para aprobar sólo hay que follarse al profe —las dos estallaron en carcajadas mientras se alejaban contoneándose por el pasillo. Las voces se siguieron oyendo hasta que desaparecieron tras el siguiente recodo.
En el despacho el profesor yacía en el suelo. Estaba desnudo, boca abajo, semiinconsciente y con enorme pene de goma negra, que todavía vibraba con energía, sobresaliendo de su trasero. Con voz débil repetía:
—Matrícula de honor, matricula de honor…


José Vicente Ortuño nació en Manises (Valencia) en 1958. Sus cuentos cultivan tanto el humor como el dilema ético, el terror, el absurdo y la especulación histórica.