[Ilustró: Fraga]

Los efectos de la superposición cuántica
Sergio Gaut vel Hartman

— ¿Esa es toda la historia, así termina? — El que hablaba era un hombre robusto y maduro, de alrededor de cincuenta años; una poblada barba blanca le cubría la mitad inferior del rostro, lo que no impedía que su expresión, dominada por unos ojos muy claros, fuera casi la de un niño.
— Sí... o no — dijo el otro, un hombre calvo, delgado, nervioso; tenía los dientes carcomidos por el óxido y un aspecto general de suma dejadez —. Dependerá de lo que usted crea. ¿Le conté una historia real? ¿Una ficción? ¿Qué le parece? ¿Usted es un hombre crédulo o incrédulo?
— Todas las historias — dijo el de barba —, después de contadas, se convierten en ficción. ¿Cómo saberlo, en este caso? Usted dice haber sido testigo de un hecho sorprendente; yo no estuve allí. ¿Qué más da, en ese caso? Por su misma naturaleza se ha convertido en un cuento, una fábula. Lo único decididamente real es esto, este momento, ahora, aquí. Estamos en un bar. Hemos tomado café. Usted me ha contado la historia de la metamorfosis de un tal Gregorio Samsa que se despertó una mañana, tras un mal dormir, y se encontró convertido en un insecto. ¡Absurdo! Pero ya que tenemos que matar el tiempo...
— ¿Está seguro? — dijo el calvo, con malicia —. Ni siquiera esto...
— Es lo que usted narró — dijo el de barba, airado, moviendo las manos como aspas de molino.
— Digo si puede estar seguro de que esto es real, de que estamos en un bar, de que le he contado la historia de un tal Gregorio Samsa que se despertó una mañana, tras un mal dormir, y se encontró convertido en un insecto. ¿Se da cuenta? Ni siquiera puede estar seguro de que somos, de que estamos. Tal vez también usted, como Gregorio, sueña, y su sueño consiste en que estamos en un bar y que le he contado la historia de Samsa. O peor aún, que es un soñado, una mera construcción de la mente del durmiente.
El de barba entrelazó los dedos en los pelos del mentón y los retorció hacia la derecha. Había ganado batallas dialécticas más complejas que la presente. — Entonces no hay salida — dijo finalmente —. No importa que pruebas provea: Gregorio Samsa no existe más allá de su relato. Tal vez nosotros mismos seamos los personajes de un relato. ¿Qué queda? Sólo la presencia de Samsa en este lugar, en este momento, podría verificar y dar entidad a su historia. De lo contrario su cuento, como los de las mil y una noches, como el Micromegas de Voltaire, será una fantasía más.
— Se equivoca. Gregorio Samsa existe en un libro, lo que en principio le proporciona una legitimidad concreta más allá de lo narrado. Pero ese libro se escribió después de su muerte, mi buen amigo, lo que complica un poco el asunto, ¿no le parece?
— ¿Qué dice?
— Lo que acaba de escuchar. — Hizo una pausa — Cité a Gregorio para que se haga presente en este lugar, en este bar, por lo que su posición quedará refutada dentro de... cinco minutos.
— ¿De qué habla, se puede saber?
— Samsa — repitió fastidiado el tipo de los dientes podridos — debería llegar dentro de unos cinco minutos aunque, a pesar de que lo conozco muy superficialmente, se me ocurre que se hará presente antes de eso. Se me ha dicho que es un tipo obsesivo, y no perdió sus mañas ni siquiera cuando se convirtió en insecto.
El hombre de barba miró inquieto hacia la puerta del bar. Aún cuando sabía que todo lo narrado por el otro era un embuste, urdido con el obvio propósito de timarlo, o en el mejor de los casos de ganar tiempo con un propósito ignoto, trató de imaginarse a una criatura del peso y la anchura de Gregorio pasando a través de los batientes sin producir una conmoción entre los parroquianos. ¿Aceptarían sin más que era un ser humano convertido en un monstruoso insecto contra su voluntad? ¿No pondrían en evidencia la típica irracionalidad de la especie? Quizá algunos huirían cobardemente y otros, aceptando que el cerebro reptil estaba en su derecho de tomar el control, se lanzarían sin piedad sobre Gregorio para destrozarlo. Movió la cabeza para sacudir esos turbios pensamientos y miró con fijeza los ojos del calvo que le había contado la historia de la metamorfosis de Samsa. ¿Estaba obligado a creerle? El tipo, conocido desde hacía sólo un par de horas atrás, le fue legado por un hombre llamado Kafka, con quien se había citado para arreglar unos borrosos asuntos comerciales, de interés común, relacionados con la edición de un libro, aunque seguía sin saber quién era el autor del mismo, si él o el tal Kafka. Pero aquel hombre, Kafka, había tenido que retirarse de improviso, y lo había dejado con el calvo de los dientes podridos, que bien podía ser un mentiroso, un embaucador. No existía un solo indicio de que un enorme insecto con caparazón quitinoso y muchas patas, ridículamente pequeñas, irrumpiría en un bar frecuentado por seres humanos. Esto es Praga, y estamos en 1872, reflexionó el hombre de la barba blanca.
— Estamos en Praga, ¿verdad? — dijo finalmente, en voz alta, aunque insegura.
— Por cierto — dijo el otro —. ¿Adónde le gustaría estar?
— En Londres.
— ¿En que año?
— En 1872.
— El lugar es el correcto, pero la fecha no. Estamos en 1965.
— ¡Es imposible!
— Piense lo que quiera — dijo el de los dientes podridos, de mal modo.
El de la barba blanca sacudió la cabeza. Por es camino no iba a ninguna parte y tal vez era mejor llevarle la corriente. — ¿De dónde sacó la historia? — dijo.
— ¿De dónde la saqué — replicó el calvo, francamente azorado —. Franz Kafka me contó la mayor parte; él conoce bien a Gregorio. Lo ha tratado antes, durante y después de la metamorfosis; yo sólo lo vi dos o tres veces. Además, como ya le dije, Kafka escribió la historia de Samsa; está publicada en un libro.
— Ocurrió hace poco más de un mes, ya está escrito y publicado en un libro... No se le escapa que es algo... irregular, fantástico. ¿Espera que también crea eso? ¿Me ha tomado por un imbécil? ¿Cree que yo he nacido ayer? ¿Cómo resolverá las incongruencias de su relato?
— Fantástico es todo lo que aún no ha ocurrido — se apresuró a decir el calvo —, y todo lo que no ocurrirá jamás, lo que no significa que no podría llegar a ocurrir en un libro, por ejemplo. Pero también era fantástica la idea de que las luces de una habitación pudieran encenderse pulsando un interruptor, en tiempos de faroles y velas, y ya no lo es. En su tiempo no es posible, pero en el mío sí. ¿Sabe de qué estoy hablando?
— No. Pero existe algo llamado lógica, racionalidad, sentido común — se encrespó el de barba sacudiendo la cabeza —. En mi mundo la gente no se transforma en insecto. ¿En el suyo sí?
— En mi mundo tampoco, pero en éste sí — dijo el calvo encogiéndose de hombros —; y yo por lo menos puedo aceptarlo. ¿Además de vivir en tiempos diferentes vivimos en universos diferentes o sólo se trata de su dificultad para aceptar lo que no entiende? Voy a terminar pensando que usted es un hombre bastante obtuso, a pesar de los títulos que ostenta.
El hombre de barba contempló al calvo durante algunos segundos; la furia que se acumulaba en sus puños estaba a punto de hacerle cometer una tontería. Pero quiso la providencia o el azar que en ese mismo momento las puertas del bar se abrieran para dejar paso a Gregorio Samsa, el viajante de comercio que se había convertido en un insecto.
— ¡Un momento! — exclamó el hombre de barba sin preocuparse por el hecho de que su grito llamara la atención de los demás parroquianos —. Aquí hay una doble violación de la cordura. Ahora recuerdo que usted me dijo que el insecto había muerto... En el cuento de Kafka Samsa moría, ¿no dijo eso?
— Y usted aceptó que se trata de un relato fantástico. Aquí tiene a la fantasía, viva y agitando las antenas. ¿Cómo está, Gregorio? — remató moviendo la cabeza con inusitada cortesía, ya que era evidente que no podría estrechar la mano del insecto.
— Mal — dijo Gregorio con voz de insecto.
— Está mal — dijo el hombre calvo.
— Lo he comprendido perfectamente — dijo el de barba sin salir aún del estado de arrobamiento en el que lo había sumido la aparición de Samsa.
— El señor — dijo el calvo, dirigiéndose a Gregorio —, es el filósofo, economista, historiador, periodista y agitador político alemán de origen judío Karl Marx, de paso por nuestra ciudad. — Espero una reacción de Samsa, pero la rigidez de los rasgos faciales del insecto impedía descubrir cualquier gesto, en el caso de que lo hubiera.
— Lo ha abrumado — dijo Marx.
— Señor Samsa — dijo entonces el calvo levantando la voz —. ¿Qué le ocurre?
— No puedo más, Redrick. Esto debe terminar de una buena vez; debo ponerle punto final a este sufrimiento. ¿No ha venido Franz?
El hombre calvo movió la cabeza. — Ha estado aquí durante algún tiempo, pero se ha tenido que ir a cumplir con una diligencia. Supongo que regresará en un momento. Este caballero lo aguarda para cerrar un trato.
— ¿No me ha esperado? — Aún cuando la condición de insecto había deformado la voz de Gregorio Samsa de un modo repulsivo, fue posible advertir la desesperación que se agitaba tras esas formas esclerosadas.
— Estamos hablando de Franz, Gregorio; ambos lo conocemos bien. Él es incapaz de faltar a sus obligaciones; ya sabe que es un hombre formal y sensato.
— Lo sé, lo sé — dijo Samsa —. ¿Por qué se fue, entonces? Tal vez le doy asco incluso a él. La primera vez que me vio en este estado mi madre cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. Mi padre, un hombre fuerte y robusto, se tapó los ojos con las manos y lloró de una forma que yo jamás vi llorar a nadie, ni antes ni después. Mis hermanas... Mejor no le cuento lo que ocurrió con mis hermanas. — Hizo una pausa que, si la situación no hubiera sido tan dramática, se podría haber considerado paradojal.
Karl carraspeó para obtener la atención de los otros y dijo:
— ¿Es usted consciente de que su... condición es anómala, que sólo podría ser aceptada si todos formáramos parte de una ficción, de un relato fantástico? Si algo como lo que estoy viendo pudiera ocurrir en la realidad en la que creo vivir, todas mis ideas y teorías se vendrían abajo de un modo inexorable y tanto yo como mi amigo Engels habríamos perdido el tiempo lastimosamente. ¿Acaso creen que se puede transformar una sociedad desquiciada?
— ¿Y quién quiere transformar la sociedad? — dijo Redrick.
— Señor Marx — lo interrumpió Gregorio siempre con su voz de insecto —: todavía pienso que estoy sufriendo una ligera indisposición que me ha impedido levantarme de la cama y me ha llevado a esta pesadilla. Supongo que despertaré de un momento a otro y advertiré que fui víctima de un sueño particularmente vívido, que se prolonga en el tiempo subjetivo de un modo irracional, pero que seguramente sólo ha durado unos minutos. Ahora mismo me estoy levantando de la cama. ¡Ya! Ahora... ¡Sólo un momento más de paciencia y estoy arriba!
Karl Marx y Redrick se miraron consternados. Si bien la posibilidad más plausible era que Gregorio estuviera abismado en un nivel onírico, soñando su inexplicable metamorfosis, la otra, la que había sugerido el filósofo hacía sólo un momento, también era aterradora.
— Es un sueño — dijo finalmente Marx —, pero no es su sueño, sino el mío. He devorado esas ostras ahumadas del Báltico sin reparar en las consecuencias. Son deliciosas las ostras ahumadas, en especial si se riegan con el incomparable vino renano...
— Jamás he comido ostras — dijo Redrick —. Y el vino del Rihn está fuera de mi presupuesto. ¿Usted se postula como una especie de reformador social? ¿En sus manifiestos y libelos les promete ostras y vino renano a los oprimidos del mundo? — Observó a Marx con hostilidad, pero el alemán se encogió de hombros. Esa fue la oportunidad que aprovechó Gregorio para continuar con su lacrimosa letanía.
— Todavía no me encuentro bien, pero ya estoy un poco mejor. ¡Cómo puede ocurrirle una cosa así a una buena persona como yo, respetuosa de las normas, educada y servicial! Ayer por la tarde me encontraba perfectamente, todos lo saben, aunque tuve una terrible corazonada, reforzada por cierto endurecimiento de las articulaciones.
— ¿Quiere decir que hasta ayer usted era una persona perfectamente normal? — dijo Marx —. ¿No dijo que esto le ocurrió hace más de un mes?
— Está pensando en el tiempo como si fuera una cosa regular y monolítica, que se comporta con una lógica rigurosa — se apresuró a acotar Redrick.
— Hubiera jurado que sí — dijo Marx —. Ayer es ayer; hoy es hoy...
— Y mañana es mañana — replicó Redrick —. Pero nadie sabe cuanto dura realmente cada evento ni en qué orden aparece, en especial en las ficciones, claro. Un mes puede ser un segundo, un minuto un año.
— ¡Usted trata de confundirme! — gritó Marx —. ¿Puede dejar en paz ese asunto de las ficciones y aceptar la realidad tal cual es?
— ¡Tengan piedad de mí! — gimió a su vez Gregorio Samsa —. ¿No se dan cuenta del calvario por el que estoy pasando? — Las patitas del insecto se agitaron ridículamente, poniendo de relieve el desamparo en el que se hallaba; era en verdad patético.
— ¿Por qué se fue de su casa? — dijo Redrick —. Allí, con sus padres y sus hermanas, hubiera estado protegido.
— No es cierto — se lamentó Gregorio —. Pensé eso al principio, pero luego comprendí que la convivencia entre humanos y el animal inmundo en el que me he convertido no sólo es imposible sino aterradora. Me marché por mi propia voluntad.
— ¿Para qué lo necesita a... — Marx trató de recordar el nombre del hombrecillo flaco y de grandes orejas con el que estaba citado y que se había retirado intempestivamente, sin cumplir con sus compromisos.
— ¿Franz? — dijo Gregorio —. Él me puso en esta situación y es el único que me puede sacar.
— ¿Está insinuando que el señor Kafka lo hechizó, que esto es producto de un encantamiento? — Karl Marx, enemigo declarado de las supersticiones, no podía permitir que el asunto marchara por ese derrotero.
— ¿Magia negra? — La voz de insecto de Gregorio subió una octava. — Si yo no conociera a Franz podría pensar eso tanto como cualquier otra cosa, tal es mi estado, pero él es un hombre racional, y sólo utilizaría conjuros para lograr una curación o el éxito en una empresa, nunca lo haría para dañar a otro. Franz es un buen hombre.
— Entonces estamos en un callejón sin salida — dijo Marx —. Ni siquiera estamos hablando de lo mismo.
— No tanto. — Redrick rió entre dientes. Luego sacó un pequeño estuche del bolsillo y lo abrió. — Es preciso extraer lo bueno de lo malo; es todo cuanto se puede hacer — dijo. En el interior, apoyadas en el raso rojo que forraba el estuche, había cinco bolitas negras. — A veces ocurren milagros — agregó —. Mis maestros siempre lo dicen.
— ¿Qué es eso? — dijo Karl —. ¿Un nuevo truco para timar a los incautos? ¿Quiere aprovecharse de un pobre insecto desvalido?
Pero Gregorio tenía otras urgencias. — ¿Me devolverá a mi estado anterior? — dijo, esperanzado.
Redrick se encogió de hombros. — Vaya uno a saber; hay que probar. Estas gotitas tienen unas propiedades muy curiosas. Si uno proyecta un rayo coherente sobre una de estas esferas, la transmisión de la luz se demora, y esa demora depende del peso de la gota y de varios otros parámetros que no conozco. La cantidad de luz que sale es siempre menor que la que entra. Asuntos relacionados con la superposición cuántica, según me explicaron. No puedo agregar más, y de todos modos ustedes no lo entenderían.
— ¿Qué es eso? — dijo Marx —. ¿Por qué se produce? Y por otra parte, ¿qué tiene que ver con lo que nos ocurre, en especial al... señor Samsa?
— Existe una teoría descabellada al respecto — dijo Redrick —, pero usted no la entendería, insisto. Desde mi perspectiva, es usted un hombre primitivo, señor Marx; nos separa casi un siglo. Sé que sus títulos son impresionantes, ya se lo dije. Pero si yo le explicara la naturaleza de las gotitas, que son enormes expansiones de espacio comprimido con propiedades desconocidas en nuestro universo, para usted sería lo mismo que si yo hablara en chino.
— ¡Démelas! — dijo Gregorio.
— No son aspirinas — dijo Redrick —. Estoy pensando en cómo estas esferas podrían ayudarlo a recobrar su apariencia humana, Gregorio. Por lo que sé fueron traídas a la Tierra por seres de otro planeta.
— ¿De otro planeta? — Marx se levantó, tomó su abrigo del perchero y empuñó el bastón; estaba más furioso que antes. — Esto es más de lo que puedo soportar. Ahora dirá que se las entregaron en mano unas criaturas aún más extrañas que Gregorio, que cruzaron el cosmos en vehículos impulsados por el vapor de gigantescas calderas.
— No me las entregaron en mano — dijo Redrick, indiferente —. Las recogí en una zona que... dejémoslo; no tiene sentido.
— ¿Me las dará o no? — exclamó Gregorio. Una sustancia espumosa corrió por los bordes del caparazón y los élitros, al separarse y rozar la quitina, produjeron un sonido chirriante, muy desagradable. Ante esta demostración de virulencia, Redrick cambió su actitud apática por otra, más cooperativa y tomó una gotita entre dos dedos.
— Sólo le daré una, para probar qué efecto hace; en la boca, ábrala bien grande.
— ¡Rápido! — dijo Gregorio, impaciente.
Marx notó, casi divertido, que al acercar la primera gotita a la boca de Gregorio, Redrick se estremeció de asco; un escabeche gris fluyó entre las mandíbulas del insecto y le salpicó los dedos.
— ¿Qué hace? — protestó Redrick. Gregorio produjo un chirrido que fluyó como electricidad por los huesos de todos los presentes; Redrick soltó las gotitas, que se diseminaron por el piso y a continuación se lanzó de cabeza tras ellas; por lo visto, pensó Marx, han de ser muy valiosas. Pero no estaba en los cálculos de nadie que terminarían en el ingluvio de un insecto gigante.
En ese momento, la intempestiva llegada al bar de un hombre que caminaba encorvado y vestía una chaqueta que parecía llegarle hasta los tobillos reclamó la atención de Karl Marx. El hombre giró la cabeza con brusquedad, hacia uno y otro lado y cuando divisó al filósofo lo señaló con el dedo.
— ¡Eh, usted!
— ¿Yo? — dijo Karl. Miró a Gregorio, que estaba como congelado, expectante, más que nada atento a los movimientos de Redrick, quien seguía buscando las gotitas negras y dio un paso hacia adelante, aún con el abrigo en una mano y el bastón en la otra —. ¿Nos conocemos?
— Yo me conozco — dijo el recién llegado extendiendo la mano —. ¿Y usted? — Tenía un bigote pintado, lo que extrañó sobremanera a Karl.
— Soy Marx, Karl Marx.
— Los Marx somos tantos que nunca termino de conocerlos a todos. Julius, pero me dicen Groucho.
— ¿Usted también es Marx? ¿Somos parientes, acaso? ¿Es usted de los Marx de Tréveris?
— No lo creo. Nosotros somos de los Marx pobres. Todos nacimos en América porque nuestros padres no tenían dinero para pagarnos nacimientos en Europa.
— Usted parece un comediante — dijo Karl, pensando que con eso ofendería al recién llegado, pero éste no se inmutó —. Un bufón torpe y ridículo — agregó, tratando de espantarlo. No tuvo éxito.
— ¿Un comediante? ¿Un bufón? No estoy seguro; tal vez lo sea, quizá no. En cualquier caso me he ganado la vida haciéndome pasar por uno. — Guiñó un ojo y codeó a Karl, que dio un paso atrás. — Nadie parece advertir el fraude.
— ¡Aquí están todas! — exclamó Redrick.
— ¡Vamos, dese prisa! — urgió Gregorio; no se sentía demasiado despierto y su condición de insecto comenzaba a incomodarlo más de lo que podía soportar.
— A su amigo no le vendría mal una visita al salón de belleza — dijo Groucho guiñando otra vez un ojo y sacudiendo su imponente habano de quince dólares.
— ¿Éste quién es? — dijo Redrick de mal humor, ya que a causa del peregrinaje por debajo de las mesas para hallar las gotitas negras se había perdido los últimos diálogos.
— Una especie de primo lejano, de América — dijo Karl, con cierto orgullo. La mordacidad de Groucho ya no le caía del todo mal. El humor también es cosa de judíos, reflexionó.
Redrick sacudió la cabeza, desaprobando; pero el parentesco de los Marx no era asunto suyo. Por fin pudo meter la primera gotita negra entre las mandíbulas de Gregorio y esperó.
— ¿No me las dará todas? — dijo Gregorio.
— Primero veamos el efecto que hace una — dijo Redrick.
Groucho se embutió el habano entre los labios y lo encendió; su expresión burlona sufrió un cambio y pareció observar a Samsa con interés. — Jamás pensé que tendría que llevar un pote de insecticida para rociar a mis nuevos amigos — dijo.
Durante unos segundos, el bar pareció oscilar entre dos universos antagónicos, fabricados, incluso, con diferentes elementos. Todos alzaron los ojos hacia el techo, como si arriba, en esas circunstancias, habitara una respuesta que no podía hallarse abajo. Y contra todo lo esperado, acertaron. La lisa superficie, limitada por dobles molduras, florones en los ángulos y más florones en los puntos medios de cada línea, empezó a combarse de un modo ostensible. Pronto fue evidente que un enorme peso, producto de la acumulación de elementos en la terraza del edificio o, tal vez, un cambio en la composición de las sustancias que formaban el cielo raso y lo convertían en más elástico y endeble, estaban desfigurando la geometría del lugar, hasta ese momento regular y verosímil.
— ¿Qué ocurre? — dijo Karl. Era un hombre acostumbrado a lo previsible y la sucesión de anomalías lo estaba agotando.
— Me temo que ese techo se vendrá abajo — replicó Groucho, repentinamente serio — y que una lluvia de insectos gigantes como éste se precipitara sobre nuestras cabezas. ¿Está seguro de que sus hijitos no están correteando por la terraza, señor cucarachón?
— ¡Imposible! — exclamó Karl —. Soy una persona básicamente escéptica y sólo creeré en algo como eso si lo viera. ¿Dice que caerán insectos semejantes al señor Samsa? ¿Qué le hace suponer tal cosa?
— ¿Suponer? ¡Estoy convencido de lo que digo! ¿A quién le va usted a creer, a sus propios ojos o a mí? — dijo Groucho —. Si le digo que lloverán insectos usted limítese a conseguir un buen paraguas. Seguramente Harpo tiene uno en el bolsillo de su abrigo. — Puso dos dedos entre los labios y emitió un silbido tan estridente y agudo que todos los parroquianos se llevaron las manos a los oídos. Pero Harpo no apareció; del techo, abombado, colgaban las tetas de la loba romana, y la confusión se adueñó de la voluntad de todos los presentes. La ruptura parecía inminente.
— ¡Hay que evacuar! — dijo el encargado del bar, un hombre alto con grandes bigotes. Parecía un italiano salido del foso de la orquesta de la Ópera; el hombre estaba aterrado. Movía los brazos como ramas de abeto y a nadie le hubiera sorprendido que saliera volando. Pero no salió volando.
— Ya les advertí — intervino Redrick, que no parecía haber perdido la calma, aunque su talante exaltado indujera a pensar lo contrario — que esto es un efecto de la torsión del espacio comprimido en el interior de las gotitas negras, un efecto cuántico. La luz reflejada en los planos expandidos demuestra que las fuerzas implicadas son enormes y sus propiedades distintas a las de nuestro universo. Nada de lo que ocurra de ahora en adelante les debe sorprender; tampoco lo podremos controlar. Seremos juguetes de leyes que están más allá de nuestra capacidad de comprensión.
Pero lo que ocurrió a continuación fue sorprendente, desmintiendo por completo las palabras de Redrick. Un hombre de aspecto enfermizo, flaco y ostentando un par de orejas tan desproporcionadas que uno podría llegar a pensar que eran el único accidente geográfico de su cabeza, entró al bar. De inmediato cesó toda la agitación, el techo recobró la compostura y Gregorio Samsa se esfumó en el aire con un peculiar sonido implosivo. El recién llegado blandía unas cuartillas en la mano derecha y en su mirada febril se agitaban los fantasmas de la indecisión y el miedo.
— ¡Franz Kafka! — exclamó Karl Marx —. Creí que no regresaría, señor.
— Era preciso que escribiera un poco — tartamudeó Franz —. Había que poner un poco de orden en este caos.
— ¿Qué pasó con Gregorio Samsa? — dijo Redrick.
— Aquí se explica — dijo Franz sacudiendo las cuartillas —. Ustedes... ustedes son personas irresponsables. Han socavado los cimientos de la realidad. Irresponsables e imprudentes. ¿Saben qué podría haber ocurrido?
— No — dijo Groucho aspirando una larga bocanada de su cigarro y arrojando al aire una bocanada de humo impresionante —. Espero que usted me lo explique. Pero le adelanto que mi abogado ya preparó la demanda.
Franz miró a su alrededor, como si las palabras del cómico lo hubieran acorralado. La suya había sido una bravata sin continuación; la última cosa que quería Kafka era tener que concurrir al juzgado, hablar con los abogados y secretarios, abismarse en explicaciones; el universo, para él, ya era bastante complicado en su estado natural.
— ¿Usted es el responsable de este desquicio? — exclamó Karl Marx. En sus ojos azules brilló el helado fuego de la furia. Lo poco que sabía de Franz Kafka lo predisponía negativamente; si hubiera estado en sus manos no habría dudado en sacarlo del juego a los empujones. Primero el plantón; luego ese delirante febril, Redrick, que le había sido endosado sin preguntar; finalmente Samsa y todo aquel desorden sin sentido. ¿Qué se creía Kafka?
A su vez, Kafka tenía la impresión de que ese hombre temible se parecía excesivamente a su padre. Por otra parte, la conducta de Gregorio Samsa, que había adquirido una abusiva independencia, vaya a saber por qué torpeza de su texto, amenazaba con demoler la realidad. Pero estaba muy cansado y no se atrevía a llegar hasta el final en el análisis de lo que estaba ocurriendo. Por ese motivo se puso a la defensiva y se dejó caer en la silla. — No soy el responsable — mintió. Estaba seguro de que Marx no advertiría su debilidad, aunque el ataque no llegó desde el Marx prepotente, sino del otro, el cómico.
— Todos nos arrogamos la propiedad del orden — dijo Julius —, pero nadie se hace cargo del caos. ¿Alguien sabe cómo sigue esto o tendré que llamar a Nueva York para que mi agente nos saque de este lío? — Se inclinó hacia Karl Marx y le susurró, señalando a Kafka con el habano: — Este tipo podría escribir unos guiones maravillosos si se lo propusiera.
— ¿Más judíos? — exclamó Redrick —. ¿No hay bastantes en escena? Continúen, por favor; ya sólo faltan Einstein, Chaplin y el rabino Lôw, que vivió por aquí cerca... hace algunos siglos. ¿Me pueden explicar cómo se las arreglará un pobre cristiano como yo para zafar de la plutocracia sinárquica de los judíos, de los millonarios capitalistas, de los grupos usureros internacionales, de los físicos atómicos, de los productores y directores de cine y de los artistas abstractos?
— Creo que mis palabras lo han puesto un tanto paranoico, amigo — dijo Groucho arrojando una densa bocanada de humo a la cara de Redrick —. Me recuerda a un escritor de novelas baratas de Berkeley. Leí una o dos, ¡pura basura! Usted parece un personaje de esas novelas. Y encima de todo judeófobo.
— Todos ustedes — dijo Redrick perdiendo la poca calma que le quedaba — nacieron en un período de decadencia moral, de caos espiritual, cuando la sociedad y la vieja plutocracia se desintegraban. Pero pronto aparecerá un hombre, un hombre maravilloso y providencial que sabrá poner las cosas en orden, definiendo claramente los campos. Blanco, negro; bueno, malo; limpio, sucio. El orden y el caos. El sabrá. Casi puedo verlo.
— No sé de qué habla — dijo Groucho —, pero ya tuvimos a varios de esos, y nunca pasaron del primer acto.
Kafka, que había permanecido en silencio los últimos minutos, parecía haber estado escribiendo y tachando sobre las cuartillas con letra menuda y nerviosa. Blandió las hojas como si se tratara de un arma y clavó la mirada en Redrick. — Usted es una persona muy desagradable, ¿lo sabía? Lo he eliminado de la trama y a partir de ahora usted desaparecerá como si nunca hubiera existido.
— Se equivoca — dijo Redrick, desafiante —. Yo no soy el producto de ninguna enfermiza mente judía; he sido creado por mentes eslavas...
Karl Marx lanzó una carcajada. — Usted, pichoncito, no tiene la menor idea de lo que es una mente eslava. Y yo tampoco, por cierto.
— Querido primo — dijo Julius —: qué suerte que usted se murió antes de que aparecieran el tío Adolf y sus amigos...
— ¿Adolf? — dijo Karl rascándose la barbilla a través de la barba enmarañada —, ¿qué Adolf? No conozco...
— Adolf Hitler — lo interrumpió Julius —, un vagabundo que recorría las calles de Viena con sus abominables acuarelas bajo el brazo, vestido con un largo gabán negro y llevando la ropa interior sucia durante semanas.
Redrick contempló alternativamente a Karl y a Franz, fortalecido por la idea de que la profecía de Kafka no se cumplía. Habían pasado varios minutos desde que el escritor dijera que lo había eliminado de la trama y él seguía tan consistente como siempre.
— Esto es una flagrante violación de las normas — dijo Kafka, contrito — . Yo no escribí esto.
— Significa que esto lo escribe otro, amigo Franz — dijo Julius —. No se preocupe; me ha ocurrido cientos de veces. Creía estar seduciendo a una bella damita y sólo repetía las tonterías que había escrito un guionista mercenario sin imaginación. — Suspiró. — Si lo hubiera sabido a tiempo le habría ganado de mano a ese maldito dramaturgo...
— ¿Desde cuando somos amigos? — A Kafka lo aterraba la idea de ser amigo de Julius. Hasta creía preferible el caos del bar, con Samsa incluido.
— Desde que empezamos a vaciar el bote con una cuchara — repuso el comediante.
— Entonces — replicó Kafka recuperando parte de su compostura —, sea quien sea el manipulador, no tendrá más remedio que intervenir.
— ¡Qué poco saben ustedes de este negocio! — exclamó Groucho agitando el puro; comprobó que se había apagado y perdió el interés en todo lo que no fuera volver a encenderlo.
— El físico — dijo Karl —, observa los fenómenos naturales allí donde se presentan más intensos y menos perturbados por influjos extraños, o, si es posible, hace experimentos en condiciones que aseguren la marcha regular de los fenómenos. ¿Comprenden?
— ¿Física? — exclamó Groucho —; ¿quieren que nos metamos con la física? Mi amigo Niels Bohr dice que quien no se sorprende con la física es porque no la comprende. — Bajó la cabeza y susurró de lado: — Estos son los principios que sustentan mi filosofía de vida, aunque si no les gustan puedo utilizar otros.
Franz, incapaz de seguir los demoledores argumentos dialécticos de Karl e incómodo por la cínica verborragia de Julius, buscó refugio en su propia disciplina.
— La verdad interna de un relato — dijo, midiendo las palabras con cuidado — no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes.
— ¿Está tratando — replicó Karl, otra vez enojado — de discutir la consistencia de nuestra naturaleza material? Escúcheme bien, jovencito: yo no sé quién es usted ni qué se propone, pero no voy a cuestionar la información de mis sentidos. Allí está usted, aquí estoy yo. Aunque sea todo lo que hay no es poca cosa.
— No olvide usted el bar.
— ¿Qué bar? — dijo Karl mirando a su alrededor. Una bruma amarilla se empezó a arremolinar en torno a los zócalos de una habitación de paredes descascaradas, envolviendo la escena con una frazada de lana. En alguna época remota un pintor bastante torpe había decorado el yeso con flores rosadas y violetas. De pronto, como impulsado por una energía que nadie hubiera imaginado que tenía, Gregorio Samsa, siempre insecto, salió a la carrera de una grieta y movió las antenas en todas direcciones.
— ¿Dónde están todos? — La voz de Samsa se abrió paso en la áurea niebla de un modo aún más repugnante que las veces anteriores —. No pueden desentenderse así de mi desgracia. Aunque no lo parezca soy un ser humano. Ignoro por qué portentoso avatar he sufrido esta aberrante transformación, pero les aseguro que no ha sido mi propósito intrigar o incomodar. — Un acceso de chirriante tos interrumpió el discurso de Samsa. Y cuando intentó volver a hablar no pudo hacerlo; antes del final, su condición de insecto había dominado por completo a la naturaleza humana que alguna vez había detentado. — Me ahogo — alcanzó a murmurar —. ¡Esto es... veneno!
A continuación se oyó la cínica risa de Redrick y el continuo se evaporó en la nada.

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Entre sus libros están Cuerpos descartables, Minotauro, (1985), Espejos en Fuga, Ediciones Desde la Gente (2010) y Vuelos, Andrómeda (2011). Fue creador y director de la revista Sinergia y posteriormente director de la revista Parsec. También fue el encargado de selecciónar cuentos en Axxon, así como de ser la cabeza visible de gran cantidad de antologías y proyectos colectivos.