“…innumerables
hombres en el aire, en la tierra y en el mar,
y todo lo que realmente
pasa me pasa a mí.”
Jorge Luis Borges El
Jardín de los Senderos que se Bifurcan
I
Hace por ahí de veinticinco años, la noche en que la
Selección Nacional de Costa Rica clasificó por primera
vez en la historia a la Copa Mundial de Futbol, Pablo y Daniel la
fueron a mojar. Sus tatas, locos de entusiasmo por la victoria y la
borrachera, los llevaron a un putero que frecuentaban y los
certificaron como desvirgados, los primeros de mi grupo. El resto
pasamos la noche tomando birra y bañándonos en la
Fuente de la Hispanidad, delirantes de alegría por el
inesperado e inaudito logro de nuestros representantes en la cancha.
Gritamos “¡Viva Costa Rica!” y celebramos los
nombres de los héroes que hicieron el momento posible. “¡Qué
dicha que Medford entró con todo!” “¡Jueputa
Gabelo más gato!” Pastor Fernández metió
el último gol, de jupa, el gol que mandó a la Sele y al
país apasionado a su primer Mundial. Pastor recibió la
oportunidad porque la estrella y goleador de la Sele, Evaristo
Coronado, estaba lesionado y no pudo jugar. Nosotros bailamos esa
noche celebrando a Pastor Fernández, que por güavero y
por la desdicha del otro se ganó la inmortalidad. Meses
después, el director técnico Bora Milutinovic decidió
no incluir ni a Pastor ni a Evaristo en el equipo que llevó a
Italia ’90. Pastor recibió la noticia tan mal que colgó
las tenis. Evagol siguió jugando un par de añillos más.
Los dos tuvieron que ver desde la tribuna los momentos más
gloriosos de la historia del futbol nacional.
Nos enteramos
rapiditico que Pablo y Daniel la fueron a mojar. No teníamos
celulares en esos días, como cualquier mocoso de hoy, pero la
noticia corrió rápidamente de boca a oreja a boca y
oreja. A la mañana siguiente se aparecieron los dos malditos
con sonrisas agloriadas, faroleándose como putas caras. Los
esperábamos en un grupo cerrado, en una esquina de la placita
que daba a la entrada del colegio y que servía de cancha para
las mejengas.
—Mae, ¡se me
puso negra! – anunció Pablo, con cara de preocupado.
Me quedé atontado. ¿Sería posible? ¿Por
qué pasaría una cosa así? Pero fue sólo
un segundo hasta que me di cuenta que era pura paja y estaban todos
los maes riéndose, así que me puse a reír
también para hacer la finta. Pablo se dio cuenta y me señaló
con el dedo.
—¡Ay sí,
Moncho! Va a ver que a usted se le cae después. – y
largó una de sus carcajadas que reservaba para mí. Y el
grupo entero se rió con él. Se rieron todos de mí,
hasta que se cansaron y volvieron a amontonarse sobre Daniel y Pablo
para no perderse un solo detalle de la historia. Yo quería
decirle a Pablo que me dejara en paz, que era muy difícil
enterrar adentro de mi propia jupa el miedo y la anticipación,
las ganas y el asquillo de metérsela a una mujer desconocida
que quién putas sabe qué ha pulido con su empanada.
Quería decirle que era un güevón que me jodía
a mí para tratar de olvidarse de su semerendo complejo de
inferioridad. Quería romperle la jacha a codazos. Pero no le
dije nada.
Al rato se apareció
Camacho, un mae de quinto año que se había cansado de
los maleantes de su clase y se había encariñado de
algunos de nosotros, especialmente de mí. Por supuesto que
Camacho sabía por qué Pablo y Daniel se habían
convertido en el centro de atención. Se acopló a la
conversación y en dos toques dejó claro que, bueno, los
maes la habían mojado pero no por eso dejaban de ser un par de
inexpertos que no sabían ni mierda de sexo o de putas o de
como hacerle tan buen sexo a las putas que al final ni le quieren
cobrar a uno.
—De aquí a
fin de año todos ustedes la mojan. – sentenció
Camacho, enjachándome. – Así le bajan los humos a
este par de culeolos.
Esa mañana pasó contándonos miles de historias
sobre sexo, cosas que le pasaron a él, a sus hermanos o a sus
primos, a maes que conocía y a maes que no pero que eran
fuentes de rumores increíbles y a putas con las que se había
amigado en sus vueltones por todos los prostíbulos de Chepe,
como el mae que se metió al cuarto con una puta y la hembra
gritó tan duro que las otras empezaron a hacer fila afuera
para que les diera turno, o el otro que cogía y cogía
pero tardaba como una hora y media en regarse y lo echaron del putero
porque resultaba una pérdida de harina. Esa mañana
disfruté en puta las historias de putas del archivo infinito
de Camacho, pero en ningún momento me abandonaron la angustia
y la tembladera de patas que me daba pensar que pronto, algún
día, mi propia experiencia sería recontada por un
güevón así, en medio de un grupo de carajillos
agitados por el prospecto de convertirse en hombres.
Me dio cólera
que los dos guápiles optaron justo por esos días ir a
culear, no que fue decisión de ellos pero igual. Los meses
anteriores las había pasado de pelitos, mamando con las notas
y sudando con el sufrimiento de los partidos eliminatorios de la
hijueputa Sele. El genio Bora, que fue el técnico de México
en el 86 y llevó al equipo anfitrión a una actuación
muy respetable, había adoptado una estrategia muy enigmática
para Costa Rica en el torneo clasificatorio de la CONCACAF. En cada
partido, contra Jamaica, Trinidad y Tobago, El Salvador, Guatemala,
la Sele salía a todo en el primer tiempo. Atacando duro con
Evaristo de centro delantero y el mediocampo de Juan Cayasso y
Alexandre Guimaraes mandándole centros de los lados. En varios
partidos Costa Rica metió un gol en los primeros cinco, diez
minutos. Inmediatamente Bora mandaba al equipo para atrás a
hacer búnquer, tomando ventaja de la fuerte presencia de la
defensa anclada por Mauricio Montero y del mejor portero de la
historia de Costa Rica, Luis Gabelo Conejo. Podían pasar
setenta minutos en que Costa Rica no pasaba de la media cancha pero
mantenía la ventaja del gol. Minutos eternos, electrizantes,
escalofriantes, que cada muerte de obispo ofrecían el fugaz
placer de un contraataque del correcaminos Hernán Medford. En
el cole vivíamos con la Sele; rompíamos cosas con
entusiasmo quinceañero cuando ganaban y con furia adolescente
cuando perdían. Cada uno en su casa también, viendo los
partidos en la tele de la casa un domingo de familia, comiendo gallos
de pollo asado y tomando Bavaria con el tata o guaro con la mama. Era
una sensación extraña para jóvenes machos como
nosotros, compartir una alegría o una tristeza, unos tragos
con los tatas. Entenderlos. Entendernos, para variar. Pero eso para
mí sólo hacía más difícil traer
las notas a la casa, aguantarme la gritada de mi mama y las amenazas
de mi tata, que se creyeron que el abrazo que les di después
de aquel gol de Medford representaba algo más permanente.
II
El fin de semana
siguiente Marcio, Raúl y Cecilio Centeno la fueron a mojar.
Fuimos todos a nuestro putero favorito, donde los sábados
temprano en la noche no pedían cédula, las mesas y los
baños estaban medio limpios y los culos eran buenos y bonitos
y baratos. En esos días era de los más común
para carajillos de colegio pasar largas noches viendo a las melenas
bailar, primero una canción para mostrar sus cuerpos envueltos
en vestidos elásticos y tallados de brillantes colores, y
luego otra para que deliberada pero sensualmente se los quitaran,
seguidos del sostén y el calzoncito, y presentaran al mundo su
desnudez en tacones altos, sus tetas refulgentes y sus cusucos
misteriosos. Las mirábamos bailar y nos jumábamos y nos
reíamos porque para nosotros el sexo era un libro abierto.
Eramos hombres ya, y un vistazo a los pelitos privados de una
pelirroja teñida era nuestro derecho y nuestro placer. A veces
hablábamos con las putas, ¿cuánto es?,
les preguntábamos, les comprábamos un trago o les
pagábamos dos mil pesos por un meneo en el regazo. No sé
si hoy en día harán eso los chiquillos de quince,
dieciséis años, cuando los puteros no dan abasto de
tanto turista y los precios se han ido para la estratósfera.
Yo me conocía aquel chante de arriba abajo. Algunas de las
muchachas hasta me saludaban.
Pablo y Daniel se colocaron cerquita del escenario, reinando sobre el
resto. ¿Y ahora quién se atreve? Me jaté
de que de ahí en adelante íbamos a pasar todos los
sábados ahí mismito, esperando a que poco a poco cada
uno tomara el valor, se pusiera los huevos, y pasara por el aro de
fuego. Entendí también que mi momento llegaría
tarde o temprano. Sentí al tragar un hueco en el estómago
que aprendí muy chico a reconocer como pánico. Tendría
que hacerlo porque la alternativa era la risa de Pablo. Pero pasara
lo que pasara el momento vendría después. No esta
noche. Esta noche era para los que siempre quisieron ser los primeros
pero no tuvieron las agallas. Los que ahora no aguantaban saber que
otros eran más machos que ellos. Marcio, Raúl y Centeno
venían preparados, cada uno con plata de los tatas o que
venían ahorrando para unas tenis o el último caset de
su artista favorito, y un condón nuevecito en el bolsillo.
—Vaya, mae, de una
vez. – me gritó Camacho de buena manera cuando terminó
una canción. En el escenario una morena (ESTRELLA, informó
el anuncio por los parlantes que rodeaban al lugar) vestida de
policía se preparaba para el número siguiente, en el
que se vendería más descaradamente.
—La próxima,
mae. – le dije, y me dejó en paz. Se encogió de
hombros, batió las palmas, y se levantó de su silla
para ir a orinar.
—¡Estrella! –
llamó a la bailarina – buscame cuando terminés.
Así que Camacho también la mojó esa noche. Lo
hizo para darnos valor a mí y a los otros maes, lo cual me
pareció muy bien.
Marcio y Raúl
tardaron poco en escoger. Marcio se fue con un machita chiquitita,
chiquitita que dijo llamarse Zafiro, y el otro por algún
motivo se encariñó con una señora que parecía
de la edad de mi mama y estaba cubierta de tanto maquillaje que
debajo de sus ojos parecía que se habían derretido dos
Chocoletas. Zafiro nos dijo que las otras muchachas le decían
Lástima. Cecilio Centeno no se animaba. Pasaron los minutos y
las horas, Marcio mojándola con Zafiro y Raúl con
Lástima, y Centeno nada. Pablo aprovechó para decirle
de todo al pobre mae, que pasó la noche escondido detrás
de una mesa tomando whisky tras whisky, porque harina no le faltaba.
—Mae, Centeno.
¿Diay qué? Yo sé que no es porque no tiene para
pagarle. – Pablo se mudó de su silla a una al lado de
Centeno. – Mae, no se acule. Le prometo que no se le pone
negra. – Echó una carcajada que atrajo a varios otros.
Hasta que Camacho (ya vuelto de su encontrón con Estrella) le
dijo que la llevara suave.
No importaba que,
aparte de Pablo y Daniel y los maes a la obra, éramos todos
virgos. Esta sería la noche en que Cecilio Centeno la fue a
mojar y no le dieron los huevos. Me imaginé los cuentos que
armarían Pablo y Camacho sobre cómo al pobre mae no se
le paraba y en cualquier momento se le caía porque igual la
llevaba de sobra. El mae también lo debe haber visualizado
porque de golpe se levantó, le mandó un enjache furioso
a Pablo, se le acercó a Estrella y en menos de tres minutos
jalaron para el cuarto.
—Jueputa Centeno
más güevón. – dijo Pablo, y se pidió
otro tapis.
III
Casi ninguno del
resto la mojamos ese año. Terminamos tercero y nos vimos mucho
durante las vacaciones, claro. Algunos trabajaban, otros pasamos
meses en el colegio reponiendo las materias que mamamos, otros se
fueron a la playa o se la pasaron jalándosela durante meses.
Algunas veces volvimos al putero, pero nadie se animó, tal vez
porque queríamos estar seguros de hacerlo a la vista de la
audiencia completa, o tal vez porque nos faltaba el ánimo de
la Sele. El Mundial Italia 90 no era sino hasta junio.
Teníamos
edad para acordarnos del Mundial de México en el 86. Éramos
chiquitos en esos días y no sabíamos ni verga. Cuando
llegó el Mundial vimos al mundo entero obsesionado con el
futbol. En las pulperías vendían álbumes de
calcomanías de los jugadores; con una página para cada
país y mini-biografías sobre las estrellas. Zico y
Sócrates de Brasil, el francés Platiní, Hugo
Sánchez, Emilio Butragueño, los italianos, los
alemanes. Hasta el día de hoy me acuerdo las horas que pasé
leyendo en La Nación los resúmenes de los partidos.
Pero más que nada me acuerdo del futbol. Porque por un mes en
mil novecientos ochenta y seis nos la pasamos pegados a la televisión
cuando no estábamos en la escuela. Con seis o siete maes nos
escapamos una tarde de clase de música a la soda de la esquina
y vimos a Maradona meter un gol con la mano de Dios y uno con las
piernas de Dios, y nos enamoramos del futbol para siempre. Jueputa
que aquel Mundial estuvo bueno. Yo me acuerdo veintitantos años
después del gol de tijera de Negrete, de los malabares de
Maradona, del pase que le mandó a Burruchaga en la final para
ganarle a los alemanes. Me acuerdo del partido entre Brasil y
Francia, en el que Zico y Platiní fallaron penales. Me acuerdo
de haber llorado cuando Brasil perdió. Esperábamos que
el del 90 estuviera igual de tuanis, más con Costa Rica
jugando. Pero, veintipicos años después, aparte de los
partidos de la Sele no me acuerdo nada de ese Mundial.
Esperamos muchos
meses. Empezamos de nuevo clases pero parecía que el país
entero estaba como el burro. Por esos días alguna persona en
la Federación Costarricense de Futbol tuvo una idea genial
para promocionar a la Sele. En un video que comenzó a correr
intermitentemente en las cadenas de televisión nacional, el
equipo completo, cada uno de los jugadores en el uniforme
roji-blanqui-azul, se acomodó como un coro y le cantó
una serenata a Costa Rica. “Loooo dareeemos toooodoooo. En el
Mundial lo daremos tooodoooo…. Con confianza y optimismo, con
valor y dignidad, todo lo vamos a dar. ¡Todo lo vamos a dar!”
La cámara mostraba las hileras de hombres y luego revoloteaba
entre las caras de nuestros héroes. Mauricio Montero, liguista
de por vida, con bigote y melena. Juan Cayasso, el traidor para los
liguistas, el mejor jugador de Costa Rica, principesco en su gracia.
Guima, alto y flaco, el brasileño que se acomodaba en media
cancha y tiraba los pases largos. Medford, el milpero más
rápido que una bala. El Macho Ramírez. Claudio Jara. El
capitán Roger Flores. Gabelo. Cada cara traía una
hilera larga, larga de memorias para todos los seguidores del futbol
de Costa Rica. O sea, para todo el mundo. La cámara ondeaba de
arriba a abajo, para capturar las caras serias de aquellos que en
aquel humillante espectáculo (¿que quiere qué?
¿que cante? – me imaginaba yo a Mauricio Montero
aullando – ¿usté’stá loco?)
demostraban su orgullo al representarnos a todos frente el mundo.
Casi nada, mae.
En esos días de expectación vi tombos, vendedores de
chances, banqueros en saco y corbata, maes grandes y serios en las
aceras de San José, limpiándose a escondidas lagrimas
de los ojos al escuchar la canción. “Todo lo vamos a
dar. ¡Todo lo vamos a dar!” Imposible caminar por los
pasillos de la escuela y evitar escuchar a algún güevón
haciendo como un trombón, “looooooooo dareeeeeemoooos
toooooooooodoooooooo….” El país entero vivía
con la Sele.
—¡Qué
lindo mensaje!, —decían los profesores en el cole, los
analistas en Teletica, nuestros tatas en las chozas. —¡Qué
manera de honrar los valores de Costa Rica!
Pero yo en esa
canción oía otra cosa que no me hacía tanta
gracia. Yo no quería oír que somos un paisito
chiquitito que va a darlo todo para no hacer el ridículo.
Jueputa. ¡Qué manera de recalcarle a uno la
inferioridad! ¿Por qué no se fueron a entrenar y a
contestar estupideces a los periodistas? ¿Por qué no
van a ver si ganan y ya? ¿Por qué tenían que
recordarle a uno quién es y dónde vive y cuál es
su lugar en este mundo? Me cago en la Sele. Igual se los
van a reverguear los tres partidos.
Para pasar el rato entre clases y visitas a los puteros empezamos a
mejenguear todas las tardes después del colegio, como
carajillos de segundo grado. Siempre había algún chance
para mejenguear, un fin de semana o en las horas de gimnasia. En esos
años nos pasábamos la mayor parte del tiempo libre no
jugando sino persiguiendo culos. Pero los meses y luego semanas antes
del mundial fueron otra cosa. Nos volvió la fiebre y en cada
oportunidad que encontramos nos fuimos a la canchita de atrás
del colegio. Colocábamos dos camisas celestes para marcar los
goles. Jugábamos cinco contra cinco o seis contra seis, sin
portero. Cuando estaban, Marcio y Daniel, que eran los mejores, se
repartían al resto entre ellos, asegurándose que no
había un equipo muy montado, a diferencia de lo que pasaría
cuando la Sele jugara contra las potencias mundiales. Mejengueábamos
horas y horas. Marcio manejaba la bola como Guima, anclado en el
medio campo y mandando agujas a Pablo, que milpeaba creyéndose
Medford, igual de chiquitillo y rapidito, igual de maricón
cuando evitaba los roces con los defensas. Jacinto jugaba de líbero,
nuestro Mauricio Montero, imposible pasarle por encima porque era un
bicho, o por los lados porque se movía muy bien y mantenía
los ojos en la bola y no en los pies del que atacaba. Daniel era
Cayasso, el príncipe con la bola, meneando las caderas para
confundirlo a uno y pasándole la bola entre las patas o
tropezarlo con su propio pie. Cuando jugábamos con portero
Camacho era Gabelo, galletísima para brincar justo y desviar
la bola con la punta de los dedos. ¿Y yo? Yo era al que se le
iba la bola por debajo del taco, al que ponían de defensa
izquierda porque por lo menos ahí contribuía, al que
siempre escogían de último cuando dividían los
equipos. No había nadie en la Sele como yo.
IV
Entre el principio
de año y el Mundial Enrique, el Chino, Lechuga, Fabio Pérez
y el Gemelo la fueron a mojar. Pablo y Daniel fueron una segunda vez
cada uno, para no dejar dudas. Salíamos los sábados con
las mujeres de la clase, las que no andaban con cabro. Ninguno de
nosotros tenía cabra. Ni Camacho, que a veces se apuntaba.
Íbamos al cine o a bailar, a cenar a Macdonals o a alguna soda
en el centro. Las conversaciones giraban invariablemente alrededor
del sexo. Que cuál actor estaba guapo, cuál actriz la
más rica. Jodíamos a las hembras por no querer coger,
por jurar que se quedaban vírgenes hasta el matrimonio.
—¿Qué
le importa, Moncho, si no le faltan putas? – me dijo una vez
Anabel.
Las dejábamos
en la casa y nos tomábamos el bus para el putero, adonde el
que se atrevía y tenía la harina la mojaba mientras el
resto cosechábamos cirrosis y disfrutábamos el show.
V
El primer partido
de Costa Rica en el Mundial Italia 90 fue un lunes, y nos dieron
feriado del colegio. Costa Rica aterrizó en un grupo difícil,
con Escocia, Suecia y Brasil. Bora era cauteloso y optimista en las
entrevistas, igual que los jugadores, que prometían darlo
todo. Pero todos entendíamos que Costa Rica iba a perder con
Brasil, probablemente con Suecia, y que un empate con Escocia sería
la única salvación contra el bochorno. Por desgracia
tocó que el primer partido sería contra Escocia, el
otro equipo débil del grupo. Si hubiera sido contra Brasil
hubieran podido sacarse la nerva de la primera vez cuando no tenían
nada que perder. La tensión, bordeando con pánico, se
sentía en las calles vacías esa mañana. Nosotros
nos quedamos cada uno en su casa, viendo el partido con la familia.
Mi mama preparó bocas en silencio toda la mañana. Mi
tata hacía análisis por teléfono con sus amigos.
Mis hermanillos se revolcaban por el piso inocentes a la magnitud del
momento. El corazón me retumbaba en el pecho mientras los
equipos cantaban los himnos nacionales, como si el resultado de
aquella mejenga tuviera alguna relación conmigo, con mi vida,
con mi suerte. Salieron temblorosos los ticos aquel domingo, en su
debut en la final de la Copa Mundial de Futbol de la FIFA. Por dicha
o por milagro el único que se inyectó hielo en las
venas fue el portero Luis Gabelo Conejo.
Yo venía
diciendo hacía años que Gabelo era un gatazo,
protegiendo el marco de su equipo de San Ramón. Saprissa por
aquellos años tenía buenos porteros, y siempre iba a la
Sele uno o el otro. Pero Bora debe haber reconocido algo en él,
pues lo colocó en el marco de la Sele y lo convirtió en
figura de fama mundial, por lo menos por dos semanitas. Gabelo se
jugó la vida contra Escocia. Paró todo lo que le
mandaron. Gabelo volaba por el aire y parecía que sus brazos
se estiraban más de lo humanamente posible. Los escoceses se
palmeaban los costados en frustración, se gritaban entre
ellos, no sabían qué era aquello. Dominaron todo el
primer tiempo sin poder atravesar la muralla impenetrable de Gabelo.
Si el partido hubiera terminado cero-cero, Costa Rica hubiera hecho
mejor presencia en el Mundial de lo que nadie se esperaba.
Pero comenzando el
segundo tiempo pasó algo impensable. Costa Rica sorprendió
saliendo al ataque, brillantez de Bora, y agarraron a la defensa
escocesa desprevenida. Una, dos veces se acercaron y las cosas se
voltearon y ahora eran los escoceses los que buscaban el empate.
Faltaba poco para el cero-cero. Bailábamos ya en la Suiza
centroamericana. Y entonces Claudio Jara recibió un pase
dentro del área, cuando toda la defensa de los otros se
concentraba en el lado derecho. Pero el zurdo Cayasso se deslizó
por la izquierda, y Jara le puso un pase ¡DE TACO! perfecto en
el pie derecho. Cayasso lo puso en la red, pero no antes de tocar al
portero escocés. No fue la mejor definición. Pero mae
increíble el pase de Jara hijueputa, y Cayasso metió el
primer gol de Costa Rica en un mundial. En vez de celebrar
salvajemente, Cayasso trotó hacia la esquina del corner,
levantó los brazos y alzó la cabeza al cielo con una
sonrisa angelical, como si no entendiera dónde estaba, lo que
había hecho, como si no hubiera sido su pierna la autora del
milagro. El país entero retumbó. Juro por mi madre que
escuché un rugido entumecedor en las calles vacías de
mi barrio, como una ola invisible de alegría. En el estudio de
televisión los comentaristas no hablaban. Chillaban. Aullaban.
Perdieron cualquier semblanza de profesionalismo. ¿Qué
otro momento así verían en su vida? ¿Cómo
superar tal alegría?
A lo Bora, la Sele
se recogió como un armadillo en la defensa y obligó a
los escoceses a atacar con incremental desesperación. Si no
hubiera sido por Gabelo se iba todo al carajo. ¡Qué
hijueputa mae más gato!
Esa noche varios
maes del grupo la fueron a mojar. Como al día siguiente había
clases nos dimos una vuelta más temprano por el chante. Íbamos
con las agallas puestas y las jaretas listas. Quedábamos pocos
virgos. El otro Gemelo, Leche’agria, Jacinto, Peludo y yo. A la
mañana siguiente sólo Jacinto y yo quedamos como los
aculados.
Me cagó la
alegría esa noche Pablo, que no me dejó de joder por no
atreverme a mojarla. Yo sentía mi cara ardiendo de vergüenza
y de miedo y de furia al hijueputa enano que no paraba de joder y de
reírse. Quería meterle un vergazo en la oreja que lo
dejara tirado en el piso del putero. Quería que todo el mundo
se riera de Pablo, o de Jacinto, o de la puta gorda que merodeaba
entre nosotros y siempre terminaba sola. Quería decirles a
todos que me dejaran en paz, jueputa, pero no dije nada.
VI
Por dicha el
segundo partido lo perdió Costa Rica. Gabelo estuvo otra vez
estelar, y los brasileños no supieron definir excepto por un
güevazo que le pegó a Montero en la rodilla, dejó
aturdido a Gabelo y le pasó por las manos. Me llamó
Pablo para llevarme a mojarla esa noche, viernes nada menos, pero le
dije que estaba muy agüevado y me quedé en la choza
agradecido de que no le metieron una aporreada a la Sele.
Jueputa que habían
hecho buena actuación. Más de lo que nadie se esperaba.
Victoria contra Escocia, casi empate con Brasil. Increíblemente,
había posibilidad de pasar a la segunda ronda. Después
de dos partidos Brasil tenía seis puntos (le ganó a
Suecia en el primero), Costa Rica tres, Escocia tres (por ganarle a
Suecia también) y Suecia cerote. Si Brasil le ganaba a
Escocia, Costa Rica ocupaba un empate nada más para avanzar;
si la Sele perdía con Suecia era casi imposible. Si Escocia y
Brasil empataban y Costa Rica también la cosa se ponía
bien peluda, y si Escocia ganaba el avance de Costa Rica era casi
imposible. A menos que le ganáramos a Suecia. Pero eso era un
sueño. Ni los más patrióticos comentaristas se
atrevieron a sugerir tal cosa. Más que nada se discutía
si Costa Rica debía salir de una en búnquer y rezar que
Brasil hiciera lo que debía.
La llamada de Pablo
me confirmó que, pasara lo que pasara, yo tendría que
hacer presencia la noche después del partido. Nos dieron
feriado del colegio (el partido era el otro martes) y a güevo
salíamos a festejar. A menos que perdiera la Sele. Pero no me
atreví a desear eso. “Looooo daremos tooooodo…”
Quedaba la posibilidad de salir del negocio la noche del sábado,
y así ver ya tranquilo el partido el martes. Pero al
ocurrírseme tal cosa se me tapó la garganta y empecé
otra vez a sentir el hueco en el estómago. Llamé a
Camacho y le dije que nos fuéramos a buscar vida solos.
Terminamos en un barcillo en Hatillo alternando birras y shots de
tequila.
—Mae, ¿qué’s
el miedo de ir a coger de una vez? – me preguntó, pero
de buenas, porque de verdad le interesaba y no para joderme la
existencia.
—No sé, mae.
No me cuadra eso de que todo el mundo lo esté esperando a uno
afuera. Y me dan asquillo esas putas – mentí.
—No jodás,
carepicha. Usted va, se pone el condón, la mete y la saca. Ya
la próxima la disfruta más. ¿O es que me va a
salir playo? – metió su mano entre mis brazos cruzados y
me pellizcó un pezón.
—¡Jueputa,
Camacho!
VII
El miércoles
veinte de junio de mil novecientos noventa Costa Rica jugó su
partido contra Suecia, el último de la primera ronda del
Mundial. Nos quedamos en la choza, otra vez nos dieron feriado del
cole, clarísimo estaba que las autoridades gubernamentales
tenían clarísimas sus prioridades. Si no nos hubieran
dado feriado igual no hubiéramos ido. Yo decidí
quedarme en la choza, viendo el partido solo. Mis tatas y hermanos se
fueron adonde mis primos pero por más que me rogaron les dije
que no y que no y me quedé en la choza. Con suerte un empate
mandaba a la Sele a la segunda ronda, y los suecos quedaban afuera.
Eran monstruosos los suecos. Altos, machos, parecían un
ejército de vikingos que por el día se vistieron en
shorts azules y camisetas amarillas. Nada que ver con los brasileños,
que incluso en ese mundial que jugaron mal, sin estrellas como Zico,
igual parecían personas normales, multicolores, que venían
a jugar futbol, a darlo todo. Al ver a las fila de suecos cantando su
himno nacional en su idioma incomprensible me dije que se iba todo a
la mierda, perdía la Sele y yo la iba a tener que ir a mojar
con esa derrota pesándome en el alma.
Bora, por supuesto,
salió buscando el empate, jugándosela con los
porcentajes y la seguridad de que Escocia perdía con Brasil.
Los dos se jugaban al mismo tiempo. Los suecos salieron a ganar, con
su futbol elegante y sus centros al área, donde los dioses
escandinavos podían cabecear al arco sin molestarse por la
pulgas defensoras de aquel paisillo centroamericano del que
seguramente no habían oído en sus perras vidas. En el
minuto treinta y dos del primer tiempo un tal Johnny Ekström
metió gol de jupa. Se le fue a Gabelo que igual venía
bien, protegiendo el arco y los sueños de todos los ticos,
dándolo todo, pero no parecía ser suficiente, los
machos del norte contra los ticos del paisillo de mierda.
¿Quién
sabe qué le habrá dicho Bora a la Sele en el medio
tiempo? Brasil y Escocia habían terminado el primer tiempo
cero a cero. La cosa estaba peluda. ¿Había chance de
pasar incluso perdiendo? Solo, en mi casa, me puse a llorar. Pero
algo les dijo Bora, o tal vez Roger Flores, el capitán, hizo
un discurso como en las películas. O tal vez Gabelo o Cayasso
o Guima levantaron la frente y rezaron por un milagro. Lo que sí
es que Costa Rica salió a atacar y los suecos devolvieron. Si
hubieran armado un búnquer a lo Bora seguro ganaban y se
acababa el sueño. Pero no fue así, y la Sele jugó
un partidazo, de verdad lo dieron todo, y yo lloraba y lloraba porque
yo sabía que no tenían más que dar e igual no
era suficiente, que el mundo es así, algunos pueden y otros
no, que no bastaba darlo todo. Hasta que Gabelo hizo una parada de
antología. Voló Gabelo como un ángel alado, y
mandó la bola para adelante y se fueron todos pa’rriba y
en un centrazo al área de los gigantes Roger Flores metió
un cabezazo perfecto que empató el partido en el minuto
setenta y cinco. Otra vez oí el rugido en la calles. Los
comentaristas en la televisión bailaron tanto que la cámara
en el estudio se fue al piso. Un empate mandaba a Costa Rica
adelante. Lo sabían los ticos y los suecos. Lo sabíamos
todos.
Suecia se mandó
a atacar, pero la defensa tica y Gabelo los mantuvieron al borde. No
entraba nada. Atacaban y atacaban los suecos, lo daban todo, pero no
pasaban. Todo el equipo se abalanzó para el medio campo tico.
El partido se acababa y el empate los mandaba para la choza. Y de
repente Guima recibió la bola y miró hacia adelante y
no vio a nadie y le debe haber mandado un mensaje telepático a
Medford porque el mae echó carrera, la bala Medford, el
carajillo de veintidós años que nos había dado a
todos esperanza, la bala Medford se fue para adelante y Guima le
mandó el pase y Medford iba solo, solo, y la voz en el
televisor gritaba ¡solo Medford! ¡vamos Medford!
¡Medford, Medford, Medford! Medford hizo una finta que dejó
al portero sueco tirado afuera del área y suavemente rodó
la bola al arco y la voz de la televisión no se lo creía
y seguía gritando ¡Medford, Medfrod, Medford! Hasta que
volvió la realidad y el tiempo empezó a moverse y en el
minuto ochenta y ocho de aquel partido en aquel miércoles toda
Costa Rica gritó junta ¡GOOOOOOOOOOL!
Me levanté
del sofá y bailé y lloré y le pedí perdón
a Bora y a Gabelo y a Guima y a Cayasso por no creerles, por no
esperar el milagro, lo imposible. Y me sentí seguro que Costa
Rica iba a seguir ganando y se iba a llevar la Copa Mundial de por
debajo de las ñatas de los brasileños y los alemanes y
los argentinos. Y bailé y bailé y grité como un
loco ¡Viva Costa Rica! Hasta que me agoté y me dejé
caer en el sofá y me quedé ruleado.
VIII
Esa noche Camacho y
Pablo y todo los hijueputas maes me llamaron cien veces hasta que
acepté levantarme, bañarme y dejarme llevar al putero
donde finalmente la iba a ir a mojar. Nos abrazamos al vernos y
hablamos de la mejenga, de la verga del gol de Suecia y del retorno a
la vida de Flores y del golazo, golazo, golazo de Medford, pase de
Guima, increíble, jueputa.
Entramos al chante
y la alegría se esfumó, y a mí el hueco en el
estómago se me agrandó y sentí que no podía
respirar. Camacho se sentó a mi lado y juntos apreciamos a las
muchachas bailando en el escenario. De repente todas parecían
gordas, feas sucias, nada que ver. La voz en el parlante las
presentaba. ¡Zafiro! ¡Mónica! ¡Sheila!
—¿Y esa,
Moncho?, decía Camacho.
—Ni a putas, mae.
Estaba pensando en
agarrarme el estómago y decir que me entró una diarrea
cuando se subió CARINA al escenario. Guapa estaba Carina,
guapísima. Tenía pelo bien colocho, oscuro, que le
llegaba hasta los hombros. Bajita, pero con un cuerpazo. Pocas tetas,
poco culo. Como me gustan a mí. Andaba un vestido ajustado,
todo negro, la falda apenas cubriéndole el rabo y unos tacones
altísimos. Bailó, como sus colegas, tres piezas: una
completamente vestida, una haciendo el striptease, y la última
desnuda completamente excepto por los tacones. No me acuerdo qué
canciones eran, ¡mirá qué güevón!
Le pedí a Camacho que me hiciera el trámite. Él
se fue a esperar que Carina se pusiera la ropa de vuelta. Como si
nada se le acercó y conversaron unos minutillos.
—Cinco, Moncho. Un
tucansillo.
Tragué duro.
—Bueno, mae.
—¿Con cuál,
Moncho? – gritó Pablo, que se apareció de algún
lado. Le señalé a Carina.
—Mae, esa era la
que yo quería. – dijo, poniendo cara de sorprendido. -
¡Qué tirada, Moncho! Mejor escogete otra.
Lo sugirió como si fuera lo más natural, como si el muy
cabrón no supiera lo que me había costado a mí
tomar la decisión.
—¡Jodás,
Pablo! – fue lo único que me salió de la boca.
—¡Jodás
vos, mae! ¿Faltan putillas en el chante? Buscate otra, güevón.
Sentí mis
piernas doblarse, como si no tuviera más fuerzas para estar
parado. Era una reacción de mujeres, de maricones, no tener
fuerza para enfrentar al que lo amenaza a uno, pero así estaba
yo. Pero Camacho vino al rescate. Agarró a Pablo del brazo y
le dijo algo que no escuché. A mí me dijo que fuera a
buscar a Carina, y que la usara con salud.
De cerca parecía
tener veintipico de años. No era una roca disfrazada con
maquillaje. Me agarró la mano y me llevó atrás,
adonde estaban los cuartos.
—¿Cómo
te llamas? – me preguntó. No, “¿cómo
te llamás?” sino “¿cómo te llamas?,
hablando de “tú” y no de “vos.”
—Pablo. –
mentí.
—¿Cuántos
años tienes?
—Dieciocho. –
mentí otra vez.
Se sentó en
la cama y me mostró los muslos que la faldita cortita del
vestido no intentaba tapar. Bajita era la cama, con un colchó
delgado y una sábana con flores de colores pintadas encima. El
cuarto estaba iluminado por un bombillo rojo, como yo me había
imaginado.
—Yo tengo
veintidós. – me dijo. – Mis papás son
italianos y nos vinimos cuando yo estaba chiquitilla.
No sé por
qué me ofreció ella ese bocadito de información.
Seguro me estaba tratando de hacer sentir mejor. Yo le quería
preguntar cómo llegó a ser puta, una muchacha tan
guapa, de tatas italianos, con ojos inteligentes. Le quería
decir que mejor la dejábamos así, y yo les contaba a
todos que me la mandé y ella se buscaba brete de secretaria o
enfermera. Le quería decir que estaba guapísima y me la
quería mandar pero le tenía miedo y pavor. Sentí
mi corazón retumbando como un martillo en mis costillas y no
le dije nada.
—¿Es tu
primera vez? – me preguntó Carina, con dulzura, porque
ella ya sabía la respuesta.
—Sí. –
esta vez ni se me ocurrió mentir.
—Quítate la
ropa.
Me desabotoné
la camisa, y pieza por pieza me deschingué.
—¿Tienes un
condón?
Yo saqué el
que andaba en la billetera. En el cuero quedó la marca redonda
que dejó el hule, como un anillo pero más grande.
—Ven aquí, -
me susurró, en una voz que quería ser sexy pero sonaba
más a lástima – no tengas pena.
Me acosté en
la cama de espaldas. Carina se levantó y me dejó que la
viera deslizar su vestido hacia el suelo. Ella vino a la cama y se me
puso encima. Me miró a los ojos por un momento y me dio un
beso en los labios. Un piquito nomás. Yo sentí ese beso
en todo el cuerpo, y sentí un poquito de su lipstik quedarse
pegado en mi boca. Carina me besó el pecho y bajó, me
besó la panza y siguió bajando. Cerré los ojos.
No sabía qué estaba haciendo ella, ni qué tenía
que hacer yo. Pero sentía su boca en mi piel y me sentía
mejor, más calmo. Me quedé inmóvil. Y sentí
algo de repente. No entendí por un instante qué era,
pero me invadió un calambre en todo el cuerpo. Abrí los
ojos y entendí. Carina me la estaba mamando. Así se
sentía una mamada. Puse la cabeza en la almohada y cerré
los ojos, agradeciéndole a Dios y a la Virgen y a Carina esa
sorpresa inesperada, incomparable, bienvenida como ninguna otra antes
o después en mi vida. Solté aire por la nariz, para
intentar a hacerle entender a Carina la dicha que me estaba dando.
No sé por
cuánto tiempo me la mamó Carina. Habrán sido
unos minutitos nada más. Abrí los ojos al no sentir más
su boca. Carina abrió rápidamente la envoltura del
condón y me lo desenrolló sobre la verga. Se acostó
junto a mí y me jaló del hombro, colocándome
sobre ella. Yo no traté de tocarle las tetas o el culo, ni de
besarla. Puse me cabeza al lado de la suya y ella me puso dentro
suyo. Por instinto, gracias a Dios, supe como moverme, y le di y le
di a Carina. Ella empezó a respirar más rápido.
—¡Sí!
Así, mi amor. Sí, sí, ¡sí!, ¡SI!
Se estaba haciendo,
claro. No sentía nada la gran puta. Yo la odié por eso.
Todavía la odio, creo. Y me volvió la nerva y por más
que le di no me podía regar. Sentí el olor de su
perfume y su suspiro de exasperación. Oí la cama
rechinar a ritmo conmigo. Se me secaron los labios y mi corazón
empezó a martillarme otra vez las costillas. Traté. Lo
di todo, jueputa, pero no pude. Tampoco es que debe haberse esperado
mucho Carina, la semerendísima zorra, que se iba a llevar
cinco mil pesos por darme una micro mamadita. Cinco minutos, tal vez,
hasta que decidí que aquello no iba a terminarse nunca. Se la
saqué y me torcí para desmontarla.
—No te preocupes, -
me dijo. – Es muy normal.
No me ofreció
ayudarme a acabar. Y yo no le pedí tampoco. Me levanté
de la cama y me vestí, y me fui del cuarto sin decirle nada. A
la media hora estaba bailando otra vez en el escenario, aunque
después de esa noche, tras docenas de visitas al chante, no la
vi nunca más. Por dicha.
Salí del
pasillo que llevaba a los cuartos y Camacho me agarró de un
abrazo.
—¿Y, Moncho?
¿Qué se siente no ser virgo más?
Centeno y los
Gemelos me dieron la mano, me palmearon la espalda. Pablo, carepicha,
me compró un whiskito para celebrar.
IX
Costa Rica perdió
cuatro a uno contra Checoslovaquia en la segunda ronda del Mundial.
Gabelo no jugó aquel partido, jueputa sal. Se jodió la
pata o alguna mierda así. En su lugar defendió el arco
Hermidio Barrantes, que se llevó todas las culpas y todas las
iras, pobre mae, como si no lo hubiera dado todo.