Danos nuestro pan
Danos nuestro pan
Jorge Alberto Dávila González

Miraba al piso sin decir palabra, descamisado, tal como llegó al matadero. El líder lo agarró por el mentón y sostuvo un momento su cabeza. Se le encimó para buscar su mirada. El ayudante a su lado cerró los ojos como a la espera de una desgracia.
—¡Mírame, “Crispeta”! —grita el líder con mirada amenazante.
El descamisado ha clavado los ojos en algún punto del piso a pesar de tener la cara levantada.
—¡Que me mires, no joda! —y le suelta el mentón de mala gana.
—Ya le dije, valecita —dice sin mirar—. No me llega nada más a la mente —se lleva el índice a la sien—. Estoy como bloqueado. Por mi vieja que es así.
—¡Qué bloqueado ni que nada, hombre! ¿Quieres o no lo tuyo?
—Por eso es que estoy aquí —alza los hombros.
—¡Entonces, di algo! —se saca el pasamontañas y mira con amargura a su compañero—. Estos vagos de mierda. —este le devuelve una sonrisa nerviosa. —Tápate que vomitas. —le obedece y cubre su nariz con el pañuelo blanco—. ¿Qué hacemos con este hijueputa?
—Adelántame algo, valecita —interrumpe el bloqueado—. De pronto se me refresca la mente, ya.
El líder se voltea hacia él con aire ofendido.
—¡Una patada en el culo es que te voy a adelantar… !
—Pero traigamos a otro. Así le damos tiempo a este, ¿no? —interrumpe el compañero con voz tímida. Estaba cerca a la puerta que daba a las oficinas.
El líder, a pocos centímetros de la cara de “Crispeta”, volteó hacia el compañero. Tenía las cejas despeinadas tras sacarse la capucha y el cabello alborotado de tanto estrujarse la cabeza. Entonces se dejó caer en la silla detrás de él, dio un suspiro y sacó de la camisa un envuelto y una caja de fósforos.
—¿Una?
—No fumo. Y menos eso.
—Trae al “Cabuyas”, entonces. Es el tuerto —agregó con pesadez y se llevó una calilla a la boca.
El otro abrió la puerta y se fue.
Mientras fumaba, el líder estiró las piernas con la cabeza hacia arriba. Recorría el lugar con la vista, concentrado en cantar casi con la misma voz de Anderson: “Could she hear him? / Could she see him?/ All aglow was his room/ Dazed in this light/ He would touch her/ He would hold her…
El hombre frente a él tenía la cabeza inclinada a un lado y los ojos cerrados. Apenas oyó la voz, lo miró con reproche.
—Esa música no te pega, vale mía. Te haces el muy guapo y cantas esa maricada.
—¡Eso no es problema tuyo, desgraciado! —le apunta con el índice—. Tú procura cumplir lo que prometiste, o de no vas a terminar ahí —y señala a su espalda un garfio cerca del techo.
—Ya me acordé de algo. Pero necesito que me sueltes —dice tensionando la cadena que rodea su abdomen, y levantando un poco sus pies atados con cinta adhesiva.
—Cuéntame primero —responde indiferente, explayado nuevamente en la silla y dando una larga pitada.
“Crispeta” se chupa los dientes con el ceño fruncido y arranca a hablar. El otro se incorpora y lo mira con desprecio.
—¡Eso lo dijiste hace un mes, estúpido! Cómo te tiene el bazuco —y le da un manotazo en la cabeza—. ¿Por qué no dices nada, bandido? Sabes que tengo razón, ¿no? —se aproxima a él con la mano abierta. El otro se cubre el rostro con las manos y aprieta los ojos con fuerza. Al abrirlos, ve que ha regresado a la silla para apagar la calilla con los dedos ensalivados.
La puerta se abre, el del pañuelo entra con un tipo esposado, también sin camisa. Está costilludo y sucio, la frente cruzada por una cicatriz que incluye el ojo izquierdo y llega casi al lóbulo de la oreja. El ayudante lo asegura a la silla, siguiendo algunas instrucciones del líder. Luego le quita las esposas.
—¿Qué dice el famoso “Cabuyas”? experto escalador de paredes y arranca tejas —ríe con mordacidad y mira a su ayudante— ¿Sabes por qué se quedó tuerto? Atinó a meterse por el techo de una casa y cayó justo en el cuarto de una mujer que era policía. La vergaja dormía con un machete en el cuarto. Creyó que porque vivía sola era presa fácil, y salió casi en el cajón. —mientras ríe a carcajadas, se acomoda en la silla y repara a los descamisados—. ¿Ferchi —le dice al del pañuelo—, cuál está más llevado?
—Este —dice Ferchi desde su silla, señalando al que acababa de traer —. Por eso le dirán así, me imagino.
—No es por lo flaco. Yo también pensé eso cuando lo conocí. Cuéntale porqué te dicen el “Cabuyas”.
—¡Tampoco así, vale mía! —replica con disgusto— Eso ya lo dije hace tiempo. Si lo quieres oír otra vez, ya sabes que me das doble pan —mira a la mesa de acero detrás de Ferchi—… Además ¿me quieres dejar mal paqueado frente al vale, que se nota que es nuevo?
—La historia es más o menos así: la mamá de este señor tenía varios tornillos flojos, sufría de depresiones constantes. Imagínate que un día adquieras la conciencia de que todo lo que tu madre te enseñó del mundo está viciado por su perspectiva particular —e imita las comillas con ambas manos—. Como que dudas de todo, ¿no? Bueno a eso agrégale que el padre del señor aquí presente se volviera alcohólico poco a poco, al ver que su esposa, en vez de mejorar, empeoraba; lo que era evidente no solo en la privacidad del hogar, sino también en las reuniones sociales que atendía el hombre. Porque era un médico importante. Así que un día el flacucho este llega a su casa con el plan de ahorcar a la madre. Para ello le pone una pastilla en un jugo que la manda a su último sueño. Luego amarra una cuerda a una viga en el techo del cuarto. Se para sobre la cama, y así profunda como está la vieja, se la echa al hombro. Como puede, le engancha la cabeza en la cuerda y la suelta. Entonces nota que quizá por el somnífero tiembla más tiempo del que debe, como si no pudiera morirse, ¿me entiendes? Entonces, al “Cabuyas” se le ocurre la maravillosa idea de amararle a la madre otro pedazo de cuerda a los pies y jala con fuerza una y otra vez hasta que la señora deja de temblar. Por eso le dicen “Cabuyas” y no “Cabuya”. Después, huye de una posible condena en la cárcel, y termina en las calles. De todas formas esto es solo el resumen. El cuento entero lo encuentras bajo el nombre de —y se rasca la cabeza tratando de recordar—… Bueno, después te digo.
—¡Ten algo de respeto, mi hermano! —protesta el costilludo y manotea. ¿Quién quiere arriesgarse a que el muerto lo mee a uno en la cara? Para eso fue que usé la otra cabuya.
—Bueno y qué es lo que pasa, ¿ah? — da un brinco y va a parar a la cara del ofendido— ¿Muy guapito o qué? A las cosas hay que llamarlas por su nombre —y le da la espalda para empezar a caminar alrededor de éste—. Habla rápido a ver qué es lo que tienes.
—¿Y para qué te pones eso en la cara?— le dice “Cabuyas” en tono burlesco— ¿Le quieres meter presión al vale? —y señala con la mano hacia Ferchi.
—Es el rico aroma que tienen ustedes después de bañarse todos los malditos días con jabón Johnson ¡Ya deja tanta maricada y empieza a soltarla, que estoy que los cuelgo de esa vaina! —y apunta otra vez al garfio.
—¿Cómo así, vale mía? Si ni siquiera me han dejado hablar por andar burlándose de mí.
El celular sobre la mesa metálica empezó a sonar. El líder se quitó la capucha y lo tomó.
—Diga, papi… Tenemos cuatro en total… Vamos por el segundo… . No —y miró a “Crispeta” —, parece que se le olvidó —dijo irónico—. Listo. Tan pronto tengamos algo, le timbro para que devuelva… Ok, papi —puso el celular en la mesa y miró al segundo.
—¡Habla, malparido, que ya el patrón llamó! —gritó de pronto Ferchi, de pie ante el tuerto.
—¡Muy bien, compañero! Así es, con carácter, que a estos desgraciados no se les puede tratar de otro modo.
—Bueno, con respeto, señores porque yo vine de buena gana aquí, como siempre lo he hecho. Me dejé amarrar tranquilamente a la silla. Y ustedes ni siquiera un vaso de agua le han dado a uno. Todo ha sido puros insultos y burlas… ¿Ya puedo hablar?... Bueno, la cosa es que una señora tenía un perro que estaba cundido de pulgas, lo tenía en un patio de tierra. El patio paría las pulgas y era un círculo vicioso porque ella bañaba a sus perros, que eran en ese momento tres, dos machos y una hembra, de los cuales el más grande había enfermado de tanta pulga y lo tuvo que sacar del patio para la sala a que se recuperara de la pulga y del tratamiento fuerte con que lo había bañado. También sacó a la perra a la terraza que ya mostraba partes del cuerpo sin pelo, por la sarna que le dejó la pulga. Entonces solo tenía un perro en el patio porque no podía dejar el patio solo, puesto que se le metían los ladrones, ¿me captas?... El perro se llamaba Nico. Esa tarde la señora se decide a matarle de raíz todas las pulgas y lo enjabona todo con Asuntol y otra cosa más. Lo enjabonó hasta sacarle espuma. El Nico se quedaba quietecito mientras ella lo restregaba. De pronto suena el timbre de la casa y la vieja sale a atender a un pedido de carne que tenía que hacer todos los días porque ella era dueña de un restaurante que funcionaba en el garaje. Se está con el tipo de la carne como diez minutos y después vuelve a donde está el perro. Lo encuentra temblando y en el mismo lugar donde lo dejó lleno de espuma. A ella le da lástima el animal porque tiembla y porque se había olvidado de él, y le saca todo ese jabón venenoso a punta de agua, luego verifica que todavía tiene esos animalitos pegados y viene y lo vuelve a enjabonar hasta dejarlo otra vez espumoso. De nuevo llaman a la puerta y la señora va a ver quién es. Se queda atendiendo a un cliente del restaurante que fía las comidas y le viene a pagar el acumulado del mes. Entonces se ponen a sacar cuentas, y en eso se gasta otros diez minutos más, ¿si me captas, vale mía? Tírale psicología por dónde va a parar la cosa, para que veas tú. Entonces se pone a hacer otras cosas en el garaje cuando de pronto, dice, ¡Ay, el Nico! Y corre al patio a quitarle otra vez el jabón, pero todavía tiene más pulgas, y vuelve y juega, y echa más jabón para restregarlo bastante, jurándose que es la última vez que lo baña, cuando de nuevo, maldita sea, suena el timbre y es una amiga que llega a echarle un cuento. Se queda con ella como quince minutos y después le dice que tiene que ir a enjuagar al perro porque se va a hacer de noche y cuando llega al patio lo encuentra al Nico teso en el piso. Muertecito, vale mía, muertecito y enjabonado, o más bien muerto pero limpiecito—y empezó a reír con estrépito.
—En verdad que fue el último baño —dijo quedamente el de pañuelo en la cara.
—Aja, pero falta— agregó el líder habiendo encendido la calilla empezada—. ¿Qué sintió la vieja cuando vio al perro muerto? ¿Qué hizo entonces cuando lo encontró ahí, tieso? Porque se dice “tieso” no “teso”, ¿me comprendes?— y le echó el humo en la cara a “Cabuyas”.
—¡Mi hermano, pero no me fumigue de esa manera que no soy mosquito, hombre!
—Es la hediondez que te mandas, desgraciado. ¡Aja, respóndeme!
—No sé, vale mía… ustedes son los inteligentes aquí… A mí dame mi pan y lo otro —dijo mirando a la mesa donde estaban cuatro bolsas.
—Dale lo suyo —indicó el líder con un gesto de cabeza a su compañero. Este se levantó hacia la mesa y agarró una de las bolsas. Luego abrió un congelador al lado de la mesa y sacó una botella grande, que entregó junto con la bolsa al tuerto, con cara de aguantar la respiración.
—Ya me puedes soltar que yo estoy tranquilo, vale mía. De paso me como el pan con el jugo y me llevo nada más mis cositas —detalló la jeringa y la cucharita que sacó de la bolsa.
—Nada de eso. Para estar aquí debes estar amarrado, y punto —respondió el líder.
Cuando vio la jeringa, “Crispeta” se puso colorado y se saboreo. Pero la cucharita, eso sí fue el detonante. “¡Mierda! Aulló sin quitarle los ojos al tuerto e intentó levantarse de la silla, pero fue amansado por el líder al apagarle la calilla en el cuello. Entonces, como si el dolor le fuera insignificante, empezó a contar lo que los otros dos habían esperado toda esa noche. Aquello por lo cual soltaron tan fácilmente la bolsa al “Cabuyas”, a sabiendas de que era una historia barata, que carecía de un argumento de peso. Por fin se decidía a soltar, o había recordado, lo que ellos sabían que estaba en su cabeza desde hacía dos semanas. Porque un amigo suyo, otro vagabundo, llamó por teléfono al líder para decirle que “Crispeta” tenía en sus manos una historia realmente macabra, que se desprendía de algo que había visto con sus propios ojos —casualmente sobrio—, una noche mientras rebuscaba en un contenedor de basura. El jefe por fin tendría algo bueno para contar.

Jorge Alberto Dávila González nació en Cartagena, Colombia, en 1983. Es psicólogo de la Universidad Tecnológica de Bolívar. Finalista en la categoría de narrativa/cuento del I Certamen Mundial Excelencia Literaria MP Literary Edition, con el relato El Banquete, Junio de 2015. Finalista en el II Concurso Internacional De Poesía Ediciones De Letras, Julio 2015. Finalista en I Concurso de micro relatos sobre el cáncer de mama con el microcuento Mejor ambos, doctor, Septiembre de 2015. Poemas y cuentos suyos han sido publicados en las revistas La Urraka, y Ataraxia, y en El Magazín del diario El Espectador. Tiene un libro de cuentos inédito llamado Soñadores en movimiento.