La justificada indignación de la rata topo desnuda

Ilustró Saurio

La justificada indignación
de la rata topo desnuda
Gareth D. Jones

Las ratas topo desnudas son copadas. Algunas personas dicen que son adorables, pero no lo son. Simplemente son raras. Lo raro es copado, sin embargo. Sufrieron un montón por la interferencia antropocéntrica en el medio ambiente. Se las solía encontrar en grandes áreas de África Oriental, luego los sospechosos de siempre comenzaron a reducir su número: la caza, la pérdida del hábitat, los sobrecultivos, el cambio climático, lo que se te ocurra. Quiero decir, ¿cómo se supone que alguien pueda estudiar un animal cuando son aniquilados más rápidamente que lo que se lo puede contar?

La última colonia de ratas topo desnudas casi había desaparecido antes de que el gobierno de Kenia finalmente tratara de hacer algo al respecto. Entonces, un día, todos los dos mil habitantes de una aldea cercana desapareció. Eso es también raro.

Los lugareños de los alrededores, generalmente un grupo supersticioso, pensaron que se trataba de la venganza de la naturaleza. Llamaron al fenómeno “La Justificada Indignación de la Rata Topo Desnuda”. Bueno, por supuesto que esto no tenía nada que ver con esas criaturitas, ¿no? Esas son pamplinas de películas de horror clásicas, ¿cierto? Digo, ¿qué es lo que creen que fue lo que pasó? ¿Que las pequeñas ratas topos al borde de la extinción se levantaron en armas para vengarse de sus opresores? Sé que tienen dientes grandes y filosos, pero están desnudas. ¡Y son ratas topo! ¿Sabés?. estudié a las pequeñas bestias como parte de mi doctorado porque son extraordinariamente longevas y porque esto podría tener aplicación en la gerontología humana.

La ONU mando a alguien a investigar la desaparición y, para obtener puntos extra, me arrastraron a mí al asunto. Tampoco es que la ONU pensara que era culpa de las ratas topo, no, no. Pero querían que yo apareciera como un “experto” para contrarrestar la superstición y los rumores de los lugareños. Así que me encontré volando en un pequeño Cessna hacia un remoto aeródromo con una mochila y una caja con equipamiento. Aún a pesar de mi confianza sentía esta preocupación irritante de que yo iba a terminar siendo uno de esos pomposos científicos de las películas que no creen en las advertencias que les hacen hasta que es demasiado tarde. Tenía visiones en las que era embestido por hordas de ratas topo desnudas que me tiraban al suelo mientras yo me daba cuenta de cuán errado había estado y ellas comenzaban a comerme los dedos de los pies. En 3D.

Probablemente estén suponiendo que eso no paso, si no, ¿cómo estaría haciéndoles esta crónica? Bueno, no necesito los dedos de los pies para tipear, ¿no? ¿Eh?

No, tienen razón, eso no pasó. Pero les digo que lo que encontré allá en Kenia fue mucho más estrambótico.

En la otra punta del pasillo, mientras volábamos a mil metros de altura, estaba la líder de nuestra misión. Tendría unos cuarenta años, supongo, estaba vestida con un traje caqui semi-militar, tenía los cabellos bien cortitos y los modales de igual manera. La doctora Bracke era belga. Tenía un nombre de pila, estoy seguro, pero nunca tuve el privilegio de usarlo. Seria, inteligente, competente, ella era la investigadora especial de la ONU y quería que todos lo supiéramos.

Cuatro personas además de nosotros eran parte del equipo oficial: su asistente belga, un consejero de seguridad, un investigador forense llamado Tegan y el profesor Heinz, que era el asesor científico. Más dos comandos para vigilarnos. Se los veía demasiado jóvenes como para cuidar a alguien más que a ellos mismos. Sacando a los comandos yo era el más joven, con veintisiete años. Supongo que no hay muchos expertos en ratas topo desnudas de donde elegir.

Hacía calor cuando desembarcamos del avión. Eso suena demasiado obvio, supongo. Estaba en África, ¿qué otra cosa se podía esperar? El aeródromo era tierra apisonada rodeada de pastizales que se extendían hasta donde se perdía la vista. Un edificio bajo de madera estaba a unos cientos de metros de donde nos detuvimos, con un par de viejos jeeps estacionados a un lado. La pintura estaba descascarada en la choza y en los vehículos. Mientras caminaba fatigosamente por el calor ardiente yo mantenía los ojos abiertos, buscando dientes filosos. Mis valijas pesaban el doble que cuándo las hice.

Un hombre alto con un gran ceño fruncido emergió de la choza y permaneció en silencio a medida que nos acercábamos. Vestía un uniforme del ejército recortado y estaba descalzo.

–Los voy a llevar a la aldea– dijo sin preámbulos.

La doctora Bracke había levantado a medias su mano para saludar y sin dudas tendría una grandiosa introducción preparada. El hombre giró y se subió al jeep más cercano. La doctora carraspeó con desdén, algo que nunca pude dominar, y se subió al asiento del acompañante. Tres de mis colegas investigadores se subieron en la parte de atrás. Un hombre flaco con grandes ojos apareció en el asiento del conductor del segundo jeep, desplegándose desde su baja posición de encorvamiento. Tegan saltó rápidamente en el asiento delantero, evidentemente no le hacía ninguna gracia ir apretada atrás junto a dos comandos sudorosos. Así que ese fue mi destino para la siguiente hora, mientras avanzábamos a los saltos por terreno irregular y yo descubría que este modelo de particular de jeep que nos transportaba no tenía aire acondicionado.

Cuando finalmente nos detuvimos creí que probablemente yo había muerto del calor en algún punto del viaje y no me había dado cuenta. Los comandos saltaron y caminaron con zancadas decididas hacía las chozas más cercanas, con aspecto peligroso y brillando de sudor. Nuestro conductor se deslizó nuevamente dentro de su asiento y cerró sus ojos. Yo salí lentamente, sintiéndome un trapo blando, y apenas pensé en abrirle la puerta a Tegan. Dicho sea de paso, solo porque recuerde su nombre no quiere decir que ella sobrevivió, así que no se sientan satisfechos de ustedes mismos. Tegan tenía pecas y un cabello ondulado que para ese entonces estaba húmedo y pegoteado a su cabeza. Salió sola del auto para el momento en el que yo junté suficiente fuerza para pararme derecho. Dejé mis valijas en la parte trasera del jeep.

Nuestro guía, porque eso era, iba al frente del resto de nosotros. Se detuvo a pasos de la vivienda más cercana y, sin decir palabra, hizo gestos en dirección a la aldea silenciosa. Los dos comandos, patrullando en direcciones separadas, eran el único signo de movimiento bajo el sol de mediatarde.

–Perfecto– dijo la doctora Bracke, golpeando sus palmas –empecemos a trabajar.

Comenzó a dar órdenes, diciéndonos cuáles eran nuestras obligaciones, en caso de que el calor las hubiera borrado de nuestras mentes, supongo, recordándonos estar atentos, diciéndonos que no nos fuéramos demasiado lejos, asegurándose de que supiéramos que debíamos permanecer en parejas y aburriendo en forma general los restos de mi cerebro hasta hacerlo sumiso. Esto era para lo que ella había nacido.

Con un gesto de cabeza agradecía a nuestro guía. Él no dijo nada y volvió a su jeep. La doctora deambulaba con su asistente, un belga barrigón diez años mayor que ella. Nunca más lo vi después de esta vez.

Mi trabajo en la aldea era bastante limitado. Mientras todos los demás estaban ocupados en saber a dónde habían ido a parar dos mil personas mi tarea era buscar signos de ratas topo. Tenía la esperanza de poder hacer equipo con Tegan; ella era apenas un par de años más grande que yo y el resto era muchísimo más grande, como de cuarenta o más. Creí que tendríamos más cosas en común de las que hablar, pero ella ya se estaba alejando con el asesor de seguridad, un hombre con cabellos gris acero y una renguera. Sólo quedaba el asesor científico: un tipo de Oxbridge llamado Bartholomew Heinz. Tendría unos sesenta años, cabellos blancos y cara colorada, y ya estaba tomando notas en una pequeña tablet. Levantó la vista al verme acercar, asintió cortésmente y señaló a la choza más cercana.

–¿Vamos?– dijo y rápidamente se fue a las zancadas.

No había señal de madrigueras de ratas topo, unos pequeños montículos con forma de volcán. Lo seguí, con la esperanza de encontrar algo que me entretuviera.

Las chozas eran circulares, con paredes de ladrillos de barro y techos de paja abovedados. No parecía que hubiera algo inusual en ellas – sin marcas de los dientes de las ratas topo cavando a través de las paredes o montones de tierra en el interior, al que llegaron excavando desde abajo para arrebatar a la familia durante la noche. Me sentí un poco superfluo.

Heinz parloteaba incesantemente acerca de las últimas teorías acerca de las placas tectónicas mientras caminábamos. Hasta donde yo sé eso era completamente irrelevante para nuestra misión, pero le interesaba enormemente. Yo podía ver a las otras parejas intermitentemente a través de las chozas. Nos metimos y salimos agachados de varias de las moradas pero no sacamos ninguna conclusión. El lugar parecía haber sido abandonado en el medio de un día común y corriente, como el Marie Celeste pero con mucha menos agua.

Se produjo una explosión de estática en la radio que Heinz tenía agarrada a su cinturón. Yo no tenía una radio, evidentemente no era lo suficientemente importante. La voz de la doctora Bracke sonó tensa al hablar:

–¿Alguien vio a Bart?

Ese era el nombre del tipo belga, su asistente. No lo habíamos visto. Me pareció divertido que luego del largo sermón que nos dio fuera ella la que perdió a su pareja. De todos modos, fue gracioso por un minuto. Luego no fue para nada gracioso.

Una a una las voces se metieron en la conversación para admitir que tampoco habían visto a Bart.

–Bien, esto es serio. Desapareció.

Aquí fue cuando dejé de sonreír. Medio que me había olvidado que estábamos investigando una desaparición masiva. Todavía era de día, teníamos soldados entre nosotros y no se oían sonidos peligrosos. Uno no esperaría que alguien se desvaneciera de ese modo, ¿no es cierto? Yo no lo hice.

–Todos vengan adonde estoy– dijo la doctora Bracke –. Necesitamos encontralo.

Pude escucharla entonces llamando a Bart por la radio, a medida que atravesábamos la aldea. Uno de los comandos ya estaba con ella cuando nos acercamos. Tegan y su acompañante se esforzaban desde otro ángulo para llegar antes que nosotros. Heinz era el más lento y yo estaba lo suficientemente nervioso para asegurarme de permanecer a su lado. El comando revisaba continuamente el perímetro cuando llegamos. Con un gesto de su mano reconoció el arribo del otro soldado, que llegaba del lado más alejado de la aldea. Lo observé caminar, notando el discreto estado de alerta de su postura. Desapareció de la vista detrás de una choza.

El silencio se estiró por largos segundos. Él no reapareció. Miré fijamente al costado de la choza por el cual debería haber aparecido. Nada. La doctora Bracke puteó silenciosamente en flamenco. No hablo ese idioma pero estoy muy seguro de haber entendido el significado. El otro comando intentó avanzar pero la doctora lo detuvo con su mano.

–Llámelo– dijo con una voz de espeluznante calma.

Nadie más profirió un sonido.

–Bravo Dos, conteste.

Heinz se enjugó la frente con un pañuelo.

–Bravo Dos, conteste.

Nada.

–Bravo Dos, reporte.

El comando, Bravo Uno supongo, sacó un pequeño aparato de navegación satelital de su bolsillo. Lo miró por un buen rato.

–No recibo nada de su transpondedor, señora.

Cuando la voz de un enorme, fornido y mortal comando suena nerviosa sé que es momento de empezar a preocuparse.

–¿Cuál es el rango?– la voz de la doctora Bracke no era más que un susurro.

–Cinco klicks– creo que eso son kilómetros. Debería fijarme

–Voy a comprobarlo– dijo Bravo Uno.

–No se pierda de vista– respondió la doctora Bracke.

Bravo Uno avanzó lentamente hasta la choza en cuestión. No se perdió de vista y fue detrás de ella, con el arma lista. Miró los alrededores.

–No hay nada acá.

–Quédese exactamente allí– exclamó la doctora Bracke. Y, dirigiéndose a nosotros: –Perfecto, nos mantenemos todos juntos. Avancemos hacia allá.

Caminamos lentamente, como un pequeño rebaño de ovejas, hasta que llegamos adonde estaba Bravo Uno.

No había nada detrás de la choza.

–¿Doctor Heinz?"

Bartholomew Heinz miró con rostro inexpresivo a nuestra líder, como si recién se hubiera dado cuenta de que había una razón por la que estaba ahí.

–No lo sé– dijo. Al menos, fue honesto.

Como a propósito, todo el mundo empezó a llamar al unísono, ya sea por las radios o al aire libre.

–¡Bart!

–¡Bravo Dos!

El alboroto se sosegó luego de un minuto.

–Regresemos a los jeeps– dijo la doctora Bracke –. Esto es más peligroso de lo que pensamos.

Nadie se opuso. Bravo Uno nos espació un poco más, por lo que podíamos estar juntos sin meternos en el camino del otro si teníamos que correr, o en el camino de él si tenía que disparar. Realmente deseé que él tuviera algo a lo que dispararle, porque, para ser sincero, las desapariciones repentinas y el silencio me habían puesto los pelos de punta. Traté de sonreírle en forma tranquilizadora a Heinz, en caso de que el viejo estuviera a punto de tener un ataque al corazón o algo por el estilo, pero se lo veía menos preocupado de lo que estaba yo. Detrás de él, en el otro extremo del grupo, Tegan caminaba nerviosamente.

Y luego se desvaneció.

No es que ella simplemente desapareciera. No hubo ni un relámpago o una explosión o un hoyo en el suelo. Fue como si hubiera caminado detrás de una escenografía, uno de esos telones en el escenario pintados para parecer la campiña, ¿vieron? Era como si alguien hubiera dejado al azar uno de esos telones de fondo en el medio de la aldea, pintado de modo de que se viera como un pedazo de aldea, y ella caminó detrás del telón. Sólo que nunca volvió a salir. Y que no había nada allí.

Grité. Lo reconozco: grité como una nena. Digo, estaba mirándola directamente y ella simplemente se fue a otra parte y no regresó. Nadie más estaba mirando, todos estaban más adelante, excepto Heinz que miraba al suelo.

Todo el mundo se detuvo, miró fijamente y comenzó a parlotear, y yo simplemente me quedé ahí, mirando fijamente y farfullando sobre lo que pasó. Luego corrimos. Olvídense de la disciplina. Estábamos asustados. Yo estaba petrificado. No se pueden imaginar cómo era eso. ¡Ella simplemente se desvaneció!

Corrimos de vuelta a los jeeps y nuestro guía salió lentamente mientras nos tambaleábamos al detenernos. Su piel era negra, negra oscura, pero les juro que se puso pálida al señalar por sobre nuestros hombros. Nunca había visto eso antes. Me di vuelta pero no había nada allí. Heinz estaba conmigo, con la cara roja y jadeando. Por un momento me sentí culpable por haberlo dejado atrás pero él de algún lado había logrado sacar la energía para una explosión de velocidad.

–Se lo llevaron– dijo el guía, aún señalando.

Traté de contar cabezas, confundido por un minuto acerca de cuántos de nosotros debería haber. Era el asesor de seguridad, el tipo con la renguera. No estaba allí.

Detrás nuestro el otro jeep se alejó rugiendo en una nube de polvo.

La doctora Bracke puteó de nuevo.

El comando tomó a nuestro guía del brazo, por las dudas también sintiera ganas de irse sin nosotros.

Nuestra líder recuperó su compostura mientras estábamos allí, parados, con los ojos abiertos y respirando con pesadez.

–Necesitamos establecer un perímetro– dijo –. Esto es algo realmente raro. Vamos a necesitar más equipo, más seguridad.

Le hizo un gesto con la cabeza a Bravo Uno.

–Volvamos al aeródromo y establezcamos una base de avanzada.

Él asintió y todos nos amontonamos en el jeep. Yo terminé con las valijas en el fondo. Por supuesto que era mucho más sensato tener una base de avanzada aquí, junto a la aldea, pero ciertamente yo no me iba a ofrecer de voluntario para quedarme aquí y tampoco lo iban a hacer los demás.

Llevó algunos pocos días pero finalmente teníamos a todo un pelotón del ejército de Kenia rodeando la aldea, con barricadas improvisadas en el lugar. Una docena de científicos aparecieron con cajas y cajones, tiendas y sillas de campaña. Y bolsas de escepticismo que pronto desaparecieron cuando hicimos pasar a un rebaño de cabras por la aldea y la mitad de ellas no volvió a salir. También perdieron una sonda robot antes de estar totalmente convencidos.

Mayormente yo les dejé el asunto a ellos y me fui a visitar la colonia de ratas topo desnudas más cercana. Los científicos estaban todos excitados por el extraño fenómeno que habían encontrado en la aldea pero yo estaba feliz de mantenerme apartado. Me preguntaba de tanto en tanto adónde habrían ido a parar Tegan y los demás. ¿Hacia el pasado? ¿Hacia el futuro? ¿A otra dimensión, a otro planeta? ¿Se vaporizaron en partículas subatómicas? Si ellos fueron a parar a otra parte ¿encontraron ratas topo allá también?

La respuesta me llegó varias semanas después, cuando un día reapareció Tegan. La vi a la mañana siguiente, demacrada y sucia, con una mirada poseída en sus ojos. Son todos esclavos, nos dijo. En una Tierra alternativa toda la gente que desapareció ha sido esclavizada por la especie dominante. Las ratas topo desnudas gobiernan ese mundo, y su tecnología es mucho más avanzada que la nuestra. Crearon las brechas que atraviesan las realidades y salieron a explorar.

En nuestra Tierra encontraron la última colonia de su especie en una pésima condición y rápidamente llegaron a la conclusión de que era nuestra culpa. Lo que es bastante cierto. No hay humanos en su Tierra –¿quién sabe lo que les pasó?– . Empezaron a llevarse a las personas por las brechas, creando una colonia aislada para estudiarlas, y para permitir que los humanos experimentaran lo que le hicimos a las ratas topo.

Mandaron a Tegan de regreso con un mensaje. Querían hablar con un enviado de nuestra Tierra. Querían que solucionemos las cosas para nuestras ratas topo no inteligentes. Ella tenía la impresión de que podían hacernos la vida muy difícil con sus brechas entre realidades.

Se produjo un montón de intensas discusiones entre los científicos, políticos y militares acerca de a quién iban a enviar. Yo no estuve muy al tanto de ninguna de esas discusiones pero ustedes se pueden imaginar el nombre de quien salió a relucir.

Parece que estoy en camino a enfrentarme con la justa indignación de las ratas topo desnudas.


Gareth D. Jones vive en Essex, Reino Unido y es un científico ambiental, escritor y crítico literario. Sus historias fueron traducidas a más de 20 idiomas.