Desviada estándar

Ilustró Saurio

Desviada estándar
Holly Schofield

Ashley se agachó detrás del Audi, observando a su novio a través del ventanal del restaurante Denny’s. El cartel de neón amarillo y rojo en la parte superior perforaba la oscuridad. Panqueques. Café. Y, abajo, visible en la ventana: su dulce, dulce Brut. Estaba recostado desparramado en el privado, apoyando la espalda contra el vidrio, una gorra a cuadros de Hurley torcida, una taza en sus labios. Perroloco estaba encorvado en el asiento opuesto, sonriendo con fiereza, con sus enormes rastas. Una minita estaba sentada a su lado, flaca, con el pelo negro puntiagudo, inclinándose hacia Brut, ¿quién carajo era ella? Unos platos, con servilletas de papel abolladas y cubiertos encima, estaban desperdigados enfrente de ellos.

Ashley llegaba tarde a la fiesta.

Como siempre.

Cambió sus pies de posición y las punteras de metal de sus botas rasparon el pavimento húmedo. La llovizna se había casi detenido pero de todos modos ella se ciñó más fuerte su raída campera militar. Podría cruzar la calle y unirse a ellos en el restaurante –al menos estaría más templado. Huevos fritos. Croquetas de papa.

El parabrisas del Audi explotó en un doloroso caleidoscopio de violetas, rosas y rojos. Típico de su suerte esconderse detrás de un auto con un raro problema eléctrico.

–Necesitamos un embajador– la voz parecía venir del parabrisas parpadeante. Era prosaica y amigable.

–Andate a la mierda– dijo Ashley. Se agachó aún más detrás del auto, por las dudas las luces resplandecientes llamaran la atención de Brut. Papas fritas caseras. Y panceta.

–Apenas podemos tener abierto el agujero de gusano por unos minutos– dijo la voz. Ashley se sacudió su pelo azul de sus ojos. El color del pelo se llamaba “Turquesa Distópico” y le costó todo lo que había podido sacar de una cartera que ayer robó en la Quinta Avenida pero le pareció que a Brut le iba a gustar. La semana pasada a él le había gustado el tatuaje de la serpiente zombie que se había hecho, lo suficiente para besuquearle el cuello en donde la cola se enroscaba.

–Te reclutaremos para que difundas la palabra. Nuestras inspecciones sorpresa indican que los EE.UU. y otros países finalmente son lo suficientemente progresivos para enrolarse en la buzz-buzz-buzz– dijo la voz y luego soltó una risita ahogada –. Eso obviamente no se tradujo bien. Mejor usemos la terminología vernácula: ustedes pueden enrolarse en la Federación Galáctica. Paz y prosperidad les aguardan.

Uh. Tal vez ella no debería haberse tomado esa pastillita blanca que encontró en el baño de Perroloco un poco antes esa noche.

Se acercó lentamente bordeando el paragolpes delantero y observó a Brut nuevamente a través del vidrio, satisfecha de que la oscuridad le proveyera protección. Pronto. Ella iba a encontrarlo, pronto.

Pero no aún.

–Andá a cagar– le dijo a la voz. Esperaba que Brut bajara sus pies del asiento cuando ella llegara al privado.

Tenía la garganta seca. Tragó saliva y miró más detenidamente al auto, muy a su pesar.

Era un modelo nuevo de Audi, rojo oscuro bajo la luz de las calles. Las ventanas eran herméticas y negras, excepto el parabrisas que cambiaba de patrones de colores tan velozmente que era imposible encontrarle sentido. Claramente el trago con Red Bull tampoco había sido buena idea.

–Nuestros análisis indican que estás en el rango de desviación estándar para tu país, raza y edad– dijo cálidamente la voz.

–Sí, una desviada estándar, eso soy yo– murmuró Ashley. Ni siquiera soy una desviada original.

Los patrones cambiaron y casi tomaron una forma, como si fueran una palabra en la punta de su lengua. Si esto era un ladrón loco o alguna clase de estafa, se trataba de algo completamente diferente a lo que había visto hasta ahora. Y luego de cuatro años de vivir en las calles ella lo había visto todo.

Iba a ser una buena historia para impresionar a Brut. Algo que la iba a destacar sobre las otras minitas. Algo que harían que haría que los ojos de él brillen y la comisura de su labio tiemble. Tal vez él la deje pasar la noche en su apartamento nuevamente. El sofá de Perroloco se estaba volviendo incómodo.

–¿Qué saco yo de todo esto?– ella puso una mano en su cintura y le hizo una mueca al parabrisas como una actriz porno japonesa.

–Mejorar la humanidad y expandir la sabiduría del mundo no son tus intereses, veo– dijo la voz, con una ligera agudeza.

Ashley sonrío y le mostró el dedo al auto. Puedo romperle las bolas a cualquiera, si me dan unos minutos.

–¿Tal vez esto te convenza?– el caleidoscopio viró a una oscuridad tan inmensa, tan profunda, que Ashley quedó sin aliento. Su cráneo empezó a pulsar no desagradablemente y sus ojos se sintieron estirados por las infinitas posibilidades. Le estaba pegando duro, más duro de lo que jamás estuvo, ni siquiera aquella vez en Arizona con el peyote.

Planetas en rotación y galaxias arremolinadas parpadearon en una cadencia al ritmo de su corazón galopante y ella se perdió en el universo, girando en espiral entre las estrellas.

Finalmente su mente encontró un pequeño rincón y tiró de él hasta que se abrió como una ventana en su teléfono. Frotó un dedo del pie en la vereda sucia y aclaró su garganta.

–¿Por qué yo?– preguntó –No soy nadie. Y nunca vas a encontrar una testigo menos confiable que yo–. Tal como los canas le dijeron aquella noche en la que liberaron a su padrastro por octava vez. Sin fianza. Nadie le hacía exámenes internos a las que viven en casas rodantes.

–Una dura verdad– dijo la voz con una emoción que ella no pudo clasificar –. Sin embargo, sos la única en esta calle, el agujero de gusano se está cerrando, tenés poco que perder y, triste pero no por ello menos importante, no van a haber consecuencias en este nexo porque… bueno, en realidad… nadie te va a extrañar.

Observó la ventana del restaurante. Brut sostenía su taza de café y sonreía canchero pero esto no impresionaba a la moza. La minita nueva estaba en el lado de Brut del privado y se acurrucaba contra él.

Se trepó al capó del auto, una de las punteras metálicas de sus botas hizo con un chillido un largo rayón plateado sobre la pintura. Ella se quedó mirándolo por un minuto y luego se metió en el espacio giratorio que estaba en lugar del parabrisas. Su último pensamiento, antes de irse tambaleando dentro del cosmos, fue acerca de la última vez que vio a su mamá: tacones altos repiqueteando, caminando de un lado al otro por la cocina, el celular sostenido contra su oreja con el hombro mientras ella arreglaba una cita. Su mamá se había reído en forma irritante de algo que el cliente había dicho cuando Ashley se había colado por la puerta.

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Ashley cayó con gracia sobre la calle mientras el agujero de gusano que se cerraba la depositaba a unos pocos centímetros del pavimento. Tuvo suerte de aparecer en este mismo nexo en frente del Denny’s, casi diez años más tarde del día que partió. La Federación tenía tecnología maravillosa pero era pura ciencia, ni magia ni perfecta. La juntura de espacio/tiempo estaba abierta sólo por un momento, no había tiempo de ver cómo había cambiado la Tierra en la década transcurrida.

Eso no importaba. Ella había cambiado.

Estaba lista para ser la embajadora en los EE.UU. Lista para entregar su mensaje al país, al continente, al mundo.

Finalmente iba a hacer algo con su vida además de arruinarla.

Seguía con los ojos bien cerrados, esperando que se fuera la luminiscencia del pasaje. Acomodó sus cabellos castaños detrás de las orejas y enderezó el cuello de su enterito brillante y al cuerpo. Al equipo de la Federación le había sorprendido su negativa a abandonar las botas –el desgastado cuero contrastaba notablemente con el aspecto elegante de ella. El equipo había arreglado su química cerebral –no más adicciones ni depresiones– así como ajustado una ligera pronación en su pie izquierdo y eliminado sus herpes. Sus músculos estaban magnificamente tonificados y su postura era impecable. Estaba entrenada en política, psicología, negociación, persuasión… cien años de educación comprimidos en una década. Estaba preparada para llevar a la humanidad, con todos sus defectos, hacia el futuro, hacia una era de prosperidad y felicidad desenfrenada.

Se estiró con alegría e hizo chocar sus talones metálicos, como una Dorothy futurista.

Y entonces abrió sus ojos.

El Audi no estaba. La basura volaba por las calles. El Denny’s, clausurado y lleno de graffitis, se veía amenazante bajo la luz previa al amanecer. Caminó hacia el restaurante. Su pie golpeó contra algo blando y ella miró hacia abajo. Un cadáver podrido estaba tirado en la alcantarilla. Se alejó rápidamente rumbo a la otra vereda. Un tosco boletín informativo pinchado en un poste de luz apagado le llamó la atención. El titular decía “Continúa la devastación económica mundial. Miles de millones de personas mueren de hambre”.

Su mensaje no iba a ser oído.

La fiesta ya se había acabado.

Holly Schofield es canadiense. Cuentos de ella aparecieron en Analog, Lightspeed, Escape Pod, entre otras. Para más información visiten su sitio hollyschofield.wordpress.com.