Ecce servus Dei

Ilustró Saurio

Ecce servus Dei
Daniel Frini

Para Alan

El interior de la iglesia tenía ese tono amarillo que da el sol de principios de septiembre, a las cinco de la tarde. La última anciana devota dejó el confesonario; y, unos segundos después, el padre Carlos también lo abandonó, cruzó el presbiterio ―se detuvo un momento frente al Sagrario, hizo una leve reverencia y se persignó― y entró a la sacristía, a la vez que se quitaba la estola. Le llegó un leve olor a jazmines, que ignoró.

La mujer que lo seguía tocó su hombro con suavidad:

―Padre… ―lo llamó.

―¿Si, hija mía? ―contestó el sacerdote, girando su torso para mirarla.

―¿Es usted el padre Carlos?

―Así es.

―Le ruego que me disculpe. Necesito su ayuda.

―¿Qué puedo hacer por ti?

―No por mí, padre. Por mi hijo ―dijo la mujer, mientras con un gesto de su mirada le indicaba que mirase hacia abajo.

Recién entonces el cura se percató de la presencia del niño, que estaba tomado de la mano de la mujer. Él era la fuente del perfume delicado. Su rostro era el de un chiquito de unos ocho años, y al cura se le antojó demasiado alto para esa edad. Lo estudió de arriba abajo y no pudo contener una expresión de asombro: el niño estaba suspendido a veinte centímetros del piso.

―¡Dios mío! ―exclamó.

―¿Se da cuenta?

―Esta... ¡levitando!

―Ajá.

―Pero… ¿qué…? Hay... ¿hay algún truco?

―No padre. No hay trucos ni magia ―contestó la madre, levantando la mano con la que sostenía a su hijo, para mostrar que no había ningún mecanismo extraño ―. ¿Ve cuál es el problema?

―¿El problema?

―Sí, padre. ¡El chico me anda a una cuarta del suelo!

―Bueno… no estoy seguro de que aquí haya un problema. Creo, más bien, que es… que podría… que podría ser… un… milagro...

―Disculpe mi insistencia: ¿usted es ese Padre Carlos? ―inquirió la mujer, poniendo énfasis en la palabra «ese».

―Si entiendo a lo que se refiere, sí. Soy ese Padre Carlos.

―Le ruego que exorcice a mi hijo, padre.

―¿Qué lo… exorcice?

―¡Mi hijo está poseído, padre!

―Pero… ―continuó el cura, dubitativo ―No entiendo. ¿Poseído por quién?

―¡Por un ángel, claro!

―¿Por un ángel?

―Por un ángel.

―Por un ángel.

―¡Si, padre! ¡Por un ángel! ―respondió la mujer, con fastidio.

― Y… ¿en qué basa su aseveración? ―preguntó el cura, recomponiéndose.

―¿Cómo dice?

―¿Cómo sabe que es una posesión?

―Busqué en internet, padre. También lo consulté con la vieja Toribia

―¿La que cura el mal de ojo?

―Esa.

―Pero… el ángel… ¿Cómo poseyó al niño…? ―volvió a la carga el sacerdote, desconcertado.

―No sé…

―A diferencia de un demonio… ¡Un ángel necesita de la aceptación del huésped antes de poseerlo!

―¡Y este zanguango se la habrá dado! ¡En el barrio se junta con cada uno!

―Escúcheme. Tal vez, en él se manifiesta algún don del Espíritu. Habría que ver si no es alguna otra cosa antes de decir que está poseído.

―Mire todo lo que quiera, padre.

―Me refiero a que no es tan simple. Hay que hacer varias pruebas. Determinar la verdadera naturaleza de éste…. eh… prodigio; pedir autorización al Señor Obispo, verificar... El hecho de que el niño levite no muestra más que un probable fenómeno místico aislado…

―No me joda, padre. No es un fenómeno aislado. Mire. Nos despertamos a las tres de la mañana, creyendo que nos olvidamos la luz del baño encendida o la heladera abierta; y resulta que es éste, en su cuarto, en éxtasis, jugando a la play, a medio metro del piso, con aureolas de luz en la cabeza y rayos de colores por todo el cuerpo; y tooooda la casa con olor a rosas, a jazmines, a claveles, azahares, violetas, madreselvas, glicinas, ¡hasta olor a manzanas verdes, hay! Y mi marido que es alérgico a las flores. Veinte pañuelos por día me ensucia el Rúben, dale que te dale con el estornudo y los mocos. Hay momentos en que, por el tufo, la casa parece una sala velatoria. ¡O los estigmas! ¡Mírele las manos! ¿Ve las marcas de espinas acá, en la frente? ¡No se imagina el enchastre que me hace con las sábanas! ¡Intente usted sacar una mancha de sangre de la remera blanca del colegio! Y así anda él, por la casa, dejando el reguero; y el Brutus ―el rottweiler que tenemos en casa― por detrás, lamiendo el piso y las heridas ¡La de merteolate, gasas y curitas que llevo gastados! ¡O que me dé un susto de muerte cuando se me aparece en la cocina, después de que lo dejé en el colegio; porque resulta que el señorito puede estar en dos lugares a la vez! ¡O que me llame la directora, porque llora sangre y asusta a los compañeritos! ¡O la camioneta! Resulta que a mi marido hace como tres meses que se le rompió el tren delantero de la camioneta mudancera; y la tiene en el galpón, montada sobre tacos de madera. Bueno. El santito éste la sacó, usando una mano, nomás, al medio de la calle. ¡Entre doce la tuvieron que entrar de vuelta! No es un fenómeno aislado, padre. Son varios. Es más: no son fenómenos. Son, lisa y llanamente, ganas de romper las pelotas, padre.

―¡Hija!

―Perdóneme. Esta situación me tiene los nervios de punta.

―No sé, hija mía. Probablemente el Espíritu Santo sólo haya derramado algunos dones sobre él. Un niño es la personificación de la pureza; un alma caritativa que…

―¡Ahora! ¡Ahora es caritativo! Hace unos meses, había que pedirle de rodillas que te pasara la mermelada en el desayuno. Ahora, al primero que ve en la calle le regala la mermelada, la manteca, el pan, el mate cocido, la camisa y el pantalón. Los suyos y los del abuelo; que está que me voy y no me voy, el pobre. Y los calzones del abuelo, también. Los que están secándose en la soga y los que tiene puestos. Y sus juguetes y sus libros, y la mochila del colegio. ¡Pero él no compró nada de lo que da! ¡Y a la hora me está reclamando un par de zapatilla, una mochila, una cartuchera nueva! ¡Y nosotros no somos Roquefeler! ¡Todas las noches trae un zaparrastroso nuevo a cenar ya dormir! ¡Ya nos robaron ocho veces así! ¡Y si vos te negás te hace un sermón tal, que los de San Ambrosio de Siena parecen hechos por un bebé! ¡Y, encima, te los da en castellano, inglés, francés, alemán, letón, latín, griego y arameo! Así me dijo la maestra, que se ve que sabe de idiomas, porque, gracias a Dios lo podemos mandar a un colegio bilingüe…

―Está bien, hija. Vamos a suponer, por un momento, que tienes razón. ¿Cómo se llama el niño?

―Mauricio.

El sacerdote tomó la cara del niño entre sus manos, y lo miró directo a los ojos durante diez interminables segundos. Y dirigiéndose a la entidad que dominaba al jovencito; dijo, con voz potente:

―¡Dí tu nombre!

―Zedequiel ―dijo el ángel, en la voz del niño ―. Pero en los Coros Angélicos me dicen Tincho.

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El Padre Carlos estaba sentado en el sillón de la pequeña sala de la casa familiar. A su frente, en el otro sillón y con una mesa ratona de por medio, estaba Mauricio. Ambos sostenían las miradas, sin pestañear, desde hacía unos minutos.

Un leve movimiento de las cortinas de la ventana que daba a la calle, hizo que se erizaran los pelos de la nuca del sacerdote. Un movimiento del aire, un susurro, una claridad indefinida lo animaron a preguntar:

―Zedequiel ¿estás ahí?

―Aquí estoy ―respondió el niño.

El resplandor adquirió una tonalidad violácea, pareció concentrarse en el poseído y creció hasta tomar un brillo insoportable para el sacerdote, que cubrió sus ojos con la mano, a modo de visera. Un crescendo de trompetas, que parecía venir desde el techo, sirvió de introducción a un coro de voces hermosísimas que entonaban el Veni Creator Spiritus. El volumen de la música aumentó hasta hacer imposible cualquier conversación.

El Padre Carlos se sobresaltó al oír una serie de fuertes golpes de la palma de una mano sobre la persiana de madera de la ventana, que venían desde afuera de la casa. Se escuchó la voz del vecino, gritando:

―¡¿Pueden parar esa música?! ¡Son las dos de la mañana y me tengo que levantar a las cinco para ir a trabajar!

Una a una, las trompetas y las voces celestiales se fueron callando. Un ángel de la fila de los contratenores siguió cantando, concentrado, pero varios «¡shhhhh!» de los demás ángeles del coro lo silenciaron. El vecino volvió a su casa, vociferando enojado, mientras se alejaba:

―¡De no creer! ¡Ya me tiene cansado este chico! ¡Todos los días una nueva! ¡Falta, nada más, que se ponga una iglesia…!

El cura se dirigió al niño:

―Necesito hacerte unas preguntas.

―Adelante ―respondió Zedequiel.

El Padre Carlos sacó un pequeño grabador de su bolsillo.

―¿Puedo grabar nuestra conversación?

―No soy quien para autorizarte o no. Ese eres tú. Si decides grabar, está bien. Si decides no hacerlo, también.

El cura presionó el botón play.

―¿Eres el mismo Zedequiel que detuvo la mano de Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo?

―He hecho muchas cosas obedeciendo, humildemente, los deseos del Señor Nuestro Dios.

―¿Eres el príncipe de los kyriotites, el cuarto de los siete coros angelicales? ―preguntó el cura, con admiración.

―Por favor, ten cuidado. No estoy aquí para ser venerado.

―¡Pero sos un ángel! ¿Cómo no habría de venerarte?

―No te equivoques. La adoración es propia y única de Dios. El mismísimo Juan es reprendido, en el Apocalipsis, por tratar de adorar a un ángel.

―¡Sos uno de los únicos dignos de contemplar el rostro de Nuestro Señor!

―Pero aún así, soy menor que tú. Eres un hombre, la creación más extraordinaria del Señor, quien te hizo a su imagen; y, en su infinita misericordia de Padre, te dotó de libre albedrío: la posibilidad de que elijas creer en él o no. Según nuestra naturaleza, eso nos es imposible.

―Y nosotros estamos encerrados en esta caja de carne y hueso. Ustedes son espíritu puro. En eso son mayores a nosotros.

―El Rabí Dovber describió los sentimientos que experimentaba al decir las plegarias matutinas, diciendo: «Envidio a los ángeles cuando recito la descripción de las alabanzas que le cantan a Dios. Pero cuando leo las alabanzas que entona el hombre, me pregunto '¿Dónde han ido todos los ángeles?'». Nuestro Señor comparte sus palabras. Pero te ruego me perdones. No he sido enviado a discutir contigo.

―¿Decís que tomaste posesión de ese cuerpo porque has sido enviado? ¿No lo decidiste vos solo?

―Te lo dije. No nos es permitido elegir.

―Entonces, ¿viniste con un propósito?

―Sí.

―¿Y cuál es tu misión?

―No tengo la más puta idea.

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Monseñor miraba, sin ver, el piso de su oficina. El rostro serio mostraba una preocupación indefinida. Sobre su escritorio se encontraban varios libros, apilados y abiertos, con cierto cuidado desorden. Al alcance de su mano estaba el De Coelesti Hyerarchia de Dionysius, el Angelics and the Angelic Realm de Fares, un primer volumen de la Biblia de Arragel, revisada por Paz y Meliá, de 1920; y en una mesa auxiliar, sobre un pequeño atril, una edición romana de 1760 del Grimorium Honorii Magni. En el suelo, apilados uno sobre otro, estaban el Statua Ecclesiæ Latinæ ―una copia del 1800―, el Flagellum Dæmonum de Polidorus, el Manuale Exorcistarum de Brognolus; y, por supuesto, el Malleus Maleficarum.

El Padre Carlos mantenía abierta, sobre sus piernas, la edición en español de El Zóhar, comentado por el Rabbí Ashlag. Leía en voz alta, siguiendo los renglones con su dedo índice:

―«…y el Rabí Simeón Ben Yojai continuó explicándoles: “¡Sabed que vuestras almas son inmortales! El alma se marcha tan sólo cuando el Ángel de la Muerte ha tomado posesión del cuerpo…”» No. Es alegórico. Esto tampoco sirve, Su Eminencia.

―Entiendo, Carlos ―dijo el obispo. Luego tomó aire con la intención de expresar una idea, pero se contuvo. Unos segundos después continuó hablando ―. La exégesis dice que los ángeles son los seres más benevolentes en cuestión de posesión. Buscan personas entregadas a las creencias religiosas, personas de fe, a las cuales pueden exponerse sin temor a ser rechazados. Deben ser personas compasivas, dulces, llenas de amor. Y usted me dice, Carlos, que este niño no tiene nada de especial en ese sentido.

―Al decir de la madre, Su Eminencia, antes de este… de esta… posesión, el niño era la piel de judas.

―Muy gráfico ―se sonrió el obispo ―. O sea, dudamos de la verdadera naturaleza del fenómeno, entre otras cosas, porque…

―Perdón que lo corrija. No dudo de que el pequeño Mauricio esté poseído. No dejo de preguntarme, por el contrario, si quien lo posee no es un demonio haciéndose pasar por un ángel.

―Y nos quiere jugar una broma.

―Hacernos una cámara oculta…

―¿Ha pasado algo que le haga suponerlo? Éste… espíritu, Carlos, ¿ha dicho algo que vaya en contra de las enseñanzas de Nuestro Señor?

―La verdad es que no, Su Eminencia. He hablado mucho con él y no encontré nada que se aparte de Nuestra Fe. Usted escuchó las grabaciones que hice…

―Así es. Y en ese sentido coincido con usted. Pero no creo que estemos siendo engañados. Un demonio es, por naturaleza, hipócrita, mentiroso y egoísta. A la larga, estos rasgos de su personalidad prevalecerían, dejando al descubierto su mentira. Creo, sí, que este espíritu es quien dice ser: el mismísimo ángel que se presentó ante Abraham: Zedequiel, el justo de Dios, el benevolente.

―El misericordioso, el compasivo.

―El caritativo, el patrono de los que perdonan.

―El jefe de los Hasmallim, el príncipe del Coro de las Dominaciones.

―El ángel de la libertad, uno de los portadores del Estandarte de Dios en la batalla.

―Uno de los nueve Regentes del Cielo, uno de los siete autorizados a estar en la Divina Presencia.

―Ahora ―dijo el obispo, interrumpiendo la enumeración ―, mi interrogante es: ¿por qué razón la mamá quiere que su hijo sea exorcizado de tamaña posesión? No veo mal que…

―Porque no lo aguantan, Su Eminencia. Un ángel puede ser tremendamente insoportable.

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―Hágalo, Carlos ―dijo el obispo.

―Pero… Su Eminencia… yo no… el Ritual… no contempla… ángeles… está hecho para… exorcizar demonios… ¿Cómo hago…?

―Ah, no sé. Usted es el exorcista. Ese no es problema mío.

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El sol se estaba ocultando. En el patio de la casa estaban Mauricio ―sentado en una silla baja, a un metro y medio de la mesa, las piernas juntas, las manos apoyadas sobre las rodillas, la espalda muy recta, la cabeza en alto y la mirada fija―; el padre Carlos, dos ayudantes de físico imponente que actuaban de monaguillos ―nunca se sabe con qué fuerza se deberá contener a un poseído―, los familiares más cercanos del niño, la vieja Toribia y tres o cuatro comadres de luto riguroso, mantilla y rosario enrollado en las manos. Por sobre las medianeras que daban a las casas vecinas asomaban, temerosas, las cabezas de una treintena de curiosos. En el barrio se sabía, desde hacía unos días, que esa era la hora indicada para el comienzo del Rito.

La mesa de hormigón del patio estaba cubierta con un mantel blanquísimo; y sobre él, dispuestos con prolijidad, el acetre con agua bendita y el aspersorio, la crismera con los santos óleos, dos navetas: una con sal y la otra con cenizas, cuatro cirios en sus candelabros, una Biblia, dispuesta sobre un pequeño almohadón; un crucifijo sencillo, con una medalla de San Benito insertada en el cruce del stipes y el patibulum, y el Rituale Romanum.

El sacerdote vestía un traje negro, alzacuellos y una larga estola morada. El silencio era total.

Uno de los ayudantes encendió los cirios. El padre Carlos se paró frente a la mesa, de espaldas al niño. Bajó la cabeza, cerró los ojos y oró en silencio. Bendijo a los elementos que estaba a punto de usar, haciendo sobre ellos la señal de la cruz. En un pequeño cáliz mezcló agua bendita, un poco de sal y cenizas, agitó el recipiente y se alejó para verter el contenido en cada uno de los cuatro puntos cardinales, sobre el perímetro de un círculo de unos tres metros de diámetro, centrado en el pequeño Mauricio.

Dejó el cáliz sobre el altar improvisado, giró para quedar de frente al poseído e hizo un pequeño silencio. Luego, con voz fuerte y clara, dijo:

―En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ―mientras acompañaba sus palabras haciendo la Señal de la Cruz con la mano derecha.

Todos los presentes, incluidos los curiosos y el mismo Mauricio, respondieron

―Amén.

Siguieron la presentación, las letanías y la liturgia de la Palabra. El niño acompañó la ceremonia como los demás, poniéndose de pie cuando fue necesario y respondiendo al diálogo de las oraciones.

Después, el padre Carlos tomó el aspersorio, lo introdujo en el acetre y esparció agua bendita sobre el poseído, recitando una oración en voz baja. Mauricio pareció iluminarse donde lo tocó cada una de las gotas de agua y sonrió como si fuese alcanzado por una paz extrema.

Doña Toribia se adelantó un paso y dijo:

―Oiga, padre…

El sacerdote giró hacia donde estaba y la reprendió con una mirada severa. Luego, dejó el aspersorio, tomo la cruz y la presentó al niño. Éste, en un movimiento brusco, que sorprendió a todos y puso en alerta a los monaguillos, tomó las manos del padre Carlos y se llevó el crucifijo a los labios, besándolo de manera apasionada.

―Escuche, padre…―volvió a la carga Doña Toribia.

El cura la ignoró. Receloso y no sin temor, dejó la cruz y pasando su estola por sobre los hombros del niño, puso sus manos sobre la cabeza de Mauricio, mientras recitaba:

―El poder de Cristo Salvador te libere…

En la zona de contacto entre las manos y la cabeza del niño se encendió un resplandor azulado que comenzó a abrasar las manos del sacerdote, quien las retiró asustado, mientras las agitaba vigorosamente y se las soplaba para mitigar el ardor.

―Padre…―insistió Doña Toribia.

El cura la miró, increpándola, y le dijo:

―Cállese, por favor.

Después, tomó la crismera del altar; mojó el dedo pulgar de su mano derecha en el aceite y ungió con él a Mauricio:

―Con estos Santos Óleos…

Mientras dibujaba la cruz, en la frente del niño apareció una leyenda en latín y en letras como de fuego: Ecce servus Dei. «He aquí el esclavo de Dios». Otra vez retiró, rápido y asustado, su mano del contacto con el poseído.

―Padre Carlos…―dijo Doña Toribia

El sacerdote puso sus manos sobre los hombros del niño, acercó su cara a unos veinte centímetros, oró diciendo:

―Que la virtud del Espíritu Santo Creador aleje a quien te domina, con el toque del soplo de los cristianos, como de una llama que lo quemase.

Después, sopló sobre la cabeza de Mauricio, cuyo cabello pareció encenderse como si se tratara de brasas.

Ante la pequeña conmoción, uno de los ayudantes tomó el agua bendita y la arrojó sobre la cabeza del pequeño. Se oyó un siseo de carbón al apagarse.

―Padre…―otra vez Doña Toribia.

Visiblemente molesto y con la sensación de que el exorcismo se le iba de las manos, el cura contestó

―¡Cállese, le dije!

Tomó el Rituale del altar, con la mano izquierda, abriéndolo donde estaba marcado y apoyó la cruz sobre el libro; para dar comienzo a la oración de exorcismo. Con voz fuerte y clara dijo:

―Levántese Dios y sean dispersados sus enemigos…

Mauricio se estremeció.

―Oiga…―dijo Doña Toribia.

―Huyan de su presencia los que le odian.

Una claridad que contrastaba con la luz escasa de la lamparita que alumbraba el patio y la tenue llama de las velas, comenzó a surgir de la piel del niño.

―Señor, pelea contra los que me atacan. Combate a los que luchan contra mí.

―Escuche, padre…

―Sufran una derrota y queden avergonzados los que me persiguen a muerte.

―Padre, un segundito…

Las letras en la frente del niño se tornaron de un blanco similar al del metal muy caliente. Un intensísimo olor a flores inundó el patio.

―Yo te ordeno, ángel del Señor, que dejes el cuerpo de este hijo de Dios…

Un viento cálido comenzó a soplar sobre los presentes. Se escuchó un murmullo profundo que parecía venir desde el cielo. Mauricio comenzó a levitar sobre la silla, con los ojos cerrados, las manos abiertas en cruz y una expresión de completo éxtasis en su rostro. Todos cayeron de rodillas.

―¡Vete de este cuerpo!

―¡Padre!

―¡Libera esta alma para que pueda amar libremente a su Creador!

Todo pareció temblar con un sonido muy grave, como un mantra recitado por millones de voces. Desde el cuerpo del niño salían rayos de luz que dibujaban arabescos, envolvían y enceguecían a todos. Las manos de las comadres dibujaban cruces a toda velocidad, mientras se santiguaban una vez tras otra.

―¡Escúcheme, padre! ―gritó Doña Toribia.

―¡Qué mierda quiere! ―dijo el sacerdote.

―¡Si el Mauricio se lo pide, el ángel se va solo, sin que usted haga toda esta pantomima!

El cura pareció dudar, pero entendió la validez del razonamiento de la curandera. Se acercó, de nuevo, a medio metro de la cara del niño.

―¡Mauricio! ―le gritó ―¡Decile al ángel que se vaya!

Nada. El cuerpo del poseído parecía arder.

―¡Mauricio! ―insistió el padre Carlos ―¡Mauricio!

Notó un pequeño destello de duda en los ojos.

―¡Tenés que decirle al ángel que te deje!

Si bien la duda persistía, no notó comprensión.

―¡Decile que te deje!¡Tenés que decirle que te deje!

―Ze… de…―balbuceó el niño.

―¡Que se vaya!

―Ze… de… quiel ―se escuchó, tímida, la voz de Mauricio ―de… ja… me… por… favor.

Estalló un trueno y una explosión de luz. Un rayo potentísimo y muy blanco salió de la boca del niño e impactó en la del padre Carlos. Mauricio cayó sobre la silla en la que había estado sentado, ya sin signos de posesión. Las letras habían desaparecido de su frente. El padre Carlos voló unos metros hacia atrás y cayó de espaldas en el piso, desmayado.

El niño miró hacia todos lados, sin entender; como recién salido de un sueño. Se llevó un dedo a la nariz para sacarse un moco. Vio al cura.

―¿Qué hace el coso ese tirado en el suelo?

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El padre Carlos vivió los tres años siguientes en olor de santidad. Fue un hombre sumamente piadoso y caritativo. Los episodios en los que aparecían estigmas en su cuerpo adquirieron cierta fama en la zona. Se conocen dos episodios de levitación en público. El primero ocurrió un domingo, en la Misa de las diez, durante la Oración: entró en un trance místico y comenzó a elevarse. Subió hasta que su casulla se enganchó en el brazo derecho de la cruz que presidía el Altar. Quedó levitando patas arriba, cerca del techo, casi como si el mismo Cristo lo retuviese. Los feligreses apilaron, a toda velocidad y en silencio; camperas, sacos y bufandas, y las cajas de ropa que trajeron, de urgencia, de la vecina Casa de Cáritas, para amortiguar una posible caída desde unos ocho metros, si salía de su éxtasis. En esa oportunidad, luego de unos minutos de incertidumbre de los presentes, bajó hasta el altar como si fuese una hoja, leve, mecida por el viento; y no hubo otros problemas.
La segunda vez ocurrió en el atrio de la Iglesia, una mañana de octubre, mientras conversaba con algunos fieles. Comenzó a elevarse, liviano, una pluma; y algún chistoso lo sopló desde atrás, sólo por hacer una broma. Ahora no hubo Cristo que lo retuviese ni techo que limitase su ascenso. Siguió elevándose y se perdió, para siempre, en el cielo limpio de Villa Ballester.

Daniel Frini nació en Berrotarán (Córdoba, Argentina) en 1963. Es escritor, poeta y artista plástico. En 2000 publicó Poemas de Adriana (Ed. Libros en Red, Buenos Aires); y en 2015 el libro de microficciones Manual de autoayuda para fantasmas (Ed. Micrópolis, Lima, Perú). Colabora habitualmente en varios blogs y en varios e-zines y publicaciones digitales y en papel. Varios de sus relatos y poemas fueron traducidos al inglés, francés, italiano, portugués y uzbeko.