La máscara de la muerte roja

Ilustró Saurio

La máscara de la muerte roja
Ricardo Giorno

Si uno vuela bajito, ve a la vieja pulpería “El discurso del mudo” como emergiendo de una bosta de vaca. Tal es la forma del pequeño monte que corona aquella bodega que vio pasar a los gauchos más gauchos, más pícaros y más fieros que dio la llanura pampeana.

Aunque no era el caso de los que ahí mismo la escolaceaban: Pecho Frío Cornejo, Clavo’e Goma Chamizzo, No Me La Encuentro Rodríguez y Saludando Nomás Salinas; truco de por medio.

—Yo sé una historia… —dijo Pecho Frío, y le dio un beso a la Legui—. Una historia que da miedo, y contra el ricuerdo no puedo luchar en esta ocasión…

—Ese es viejo, Cornejo —dijo Clavo’e Goma orejeando el cuatro de oro—. Y ya no quedan historias, che.

—No se crea, Chamizzo —dijo Saludando Nomás, y destapó el tres de bastos—. ¡Truco, carajo!

—El envido está primero, Salinas —dijo No Me La Encuentro.

—Quiero —dijo Pecho Frío.

—¡Treinta y una! —cantó Clavo’e Goma y largó el cuatro de oro—. Voy al pie.

—Venga nomás, compañero —dijo No Me La Encuentro—. ¡Y quiero, puta madre!

Pecho Frío tiró el seis de basto. No Me La Encuentro largó el once de oro.

—¿Y, Salinas? —dijo, golpeando suavemente el once con el dedo índice—. ¿Qué espera para desembuchar?

—Es sobre el Rosadito Rosendo, Rodríguez.

—¿Ese que tiene por cara un culo de mandril?

—El mismo.

—¿Ese —intervino Pecho Frío, y se bajó el cuarto Legui—, ese que es más viejo que la desesperanza?

—El mismo.

—¿Ese que en vez de caminar pareciera que le corre carreras a las babosas? —preguntó Clavo’e Goma.

—El mismo.

—¿Ese que…?

—El mismo. Y creo que ya sabemos quién es.

—Ganamos la primera, Salinas —dijo Pecho Frío—, venga al pie. Y digamé, ¿de dónde sacó la supuesta historia del Rosadito?

—Me la contó la Paca —dijo Saludando Nomás, y destapó el cinco de copa. Los demás, al escuchar se nombraba a la Paca, se santiguaron—. Ella misma sin querer le puso nombre al Rosadito. Pasó cuando era una gurisa.

—Ajá —dijo Pecho Frío.

—Mire usted —dijo No Me La Encuentro

—Qué lo parió —dijo Clavo’e Goma.

—Y, sí. La Paca parece más vieja que el Rosadito, pero fue ella misma la que me contó que era una gurisa cuando todo sucedió. Hasta funcionaba el cine del pueblo por esos tiempos, mire lo que le digo.

—Ajá —dijo Pecho Frío.

—Mire usted —dijo No Me La Encuentro

—Qué lo parió —dijo Clavo’e Goma.

—Y, sí.

—Y bueno, Salinas, ¿qué espera? Empiece de una vez, hombre.

—Entonces, aquí va:

“HISTORIA DEL ROSADITO ROSENDO”

En una de esas tardecitas soleadas donde no hace ni frío ni calor, el Rosendo llenó el mate con yerba usada, aunque bien secada al sol. Agarró la pava y enfiló para el aljibe. Se cebaría unos amargos a la sombra del ombú. Total, ¿qué tenía que hacer? Nada. Nada de nada.

—¡Ja! —dijo en voz alta—. ¡Nada de nada! ¡Como a mí me gusta, canejo!

Ya acomodado, el fuego como buen compañero y el agua por entrar en ebullición, se cebó el primer mate. Pero no pudo ni llevarse la bombilla a la boca. Un sumbido extraño, un siseo fuerte, como de esos petardos que fallan, lo sobresaltó. Y lo rodearon humo espeso, y olor a azufre también.

—Buenas tardes, Rosendo —oyó que lo saludaban.

Se dio vuelta. Vio a un hombre pequeño y en extremo delgado, de mediana edad. De prolija barba sin bigote, y que caminaba hacia él. Vestía pantalón negro y amplia camisa también negra. La ropa le brillaba. Si nomás parecía recién salido del circo.

—Buenas y santas —dijo Rosendo.

—Con buenas me alcanza —dijo el otro, y siguió acercándosele.

—Esteeee… —Rosendo no atinaba a reaccionar—. ¿Quiere un amargo? —dijo por fin, y levantó el mate a modo de escudo.

—No, no quiero, gracias. Yo vine a buscar otra cosa.

—Usted dirá.

Apantallándose con la mano, Rosendo se sentó y por fin le dio un beso al mate. Una porquería, la verdad. Y claro, ¿quién puede chupar un buen mate rodeado de todo este humo de azufre?

¿Azufre? A Rosendo le picó la curiosidad.

—Disculpe —dijo, adelantándosele a hablar al otro—, usté no es de por acá, ¿no?

—Y… sí y no, qué quiere que le diga.

—Que no es de por acá.

—¿Me está cargando?

—No, don, disculpe, es que no lo tengo visto, ¿sabe?

—A mí me ve sólo el que yo quiero que me vea. ¿Entendido?

¿Y a este coso qué bicho le habría picado? Mientras pensaba, Rosendo se rascó la oreja derecha con la mano izquierda. Y mientras pensaba se iba calentando, que calentarse, en todo sentido, era lo único que le salía bien. Y con rapidez, además.

—Oiga —dijo Rosendo—. Al final. ¿usté quién es?

El otro lo tanteó con la mirada, parecía estar sobrándolo.

—Le voy a dar tres oportunidades para que adivine, che. O soy Súperman, o el Hombre Araña, o el Diablo.

Rosendo dejó el mate en el suelo, se paró. Ahí se dio cuenta de que él le llevaba más de una cabeza al barba. Entró a dar vueltas alrededor de él. ‘Ta madre que se la había hecho difícil. A ver, pensó, Superman no, porque no tiene capa. El Diablo no, porque le faltaban los cuernos. Entonces se acordó de que en el cine del pueblo había visto afiches del Hombre Araña vestido de negro. ¡Ese debía ser, claro!

—¡El hombre araña! —dijo como cantando un triunfo.

—¡Justo el animal que necesito!

—¿El Hombre Araña es un animal?

—No. Usted lo es, Rosendo.

Y ahí Rosendo no se aguantó más y le mandó un zurdazo a la pera.

Nada. Lo mismo que golpear arcilla húmeda. El mentón se le hundió un poco al petizo, y luego volvió a su posición original.

—Vea, Che —le dijo el de negro—, usted no puede hacerme daño. Pero yo si puedo dañarlo. Y mucho.

—No me diga —Rosendo se miraba el puño: increíble que no lo hubiera volteado.

—Si, le digo. Pero no me ponga esa cara, viejo. Yo no vine para pelear. Todo lo contrario.

—Bueno. Es que salió de entre toda esa humareda y me tomó p’al churrete, y…

—Mire, por si no se dio cuenta todavía, se lo digo: soy el Diablo —y se metió en el humo. Del mismo humo salió una joven hermosísima, vestida tipo conejita, muy sensual. Y fue un solo acto verlo al Rosendo y restregarse bien las tetas sobre el pecho de él—. Listo Memé —continuó el Diablo, pero hablando desde adentro del humo—. Retírate.

—Dejelá, don Diablo —y Rosendo la rodeaba con los brazos peor que dos anacondas—. ¿No ve que es una gurisa toda desabrigada? De seguro tiene frío, la pobrecita.

La conejita se retiró. Y el diablo apareció por entre el humo, sonriendo.

—Tranquilo, mi amigo. Ya se la voy a dejar. Sólo quise mostrarle mi lado bueno.

—¿Ah, sí?

— Exacto.

—¿Y para qué?

—Necesito que me haga un favor.

—¿Usté es el Diablo y necesita un favor de mí?

—Exacto…

—…Eso nunca lo voy a entender —interrumpió Pecho Frío dándole duro a la octava Legui—. ¿Cómo puede el mismísimo Lucifer necesitar de un simple mortal? No me entra.

—Es que el Maligno —dijo Saludando— a veces se trae cosas bajo la cola que nosotros, simples paisanos, no podemos entender.

—Ajá —dijo Pecho Frío.

—Mire usted —dijo No Me La Encuentro

—Qué lo parió —dijo Clavo’e Goma.

—Y, sí.

—Siga, Salinas. Siga.

—Sigo:

Entonces, ante esas palabras del Diablo que le pedían un favor, Rosendo temió lo peor. Retrocedió hasta tropezar contra las raíces del ombú, la cara blanca, las manos temblorosas.

—No me va a pedir que trabaje, ¿no?

—Yo a usted lo conozco de chiquito, che. Jamás le pediría semejante sacrificio. El sacrificio lo pide siempre Él —y apuntó con el índice para arriba—. Lo mío es más simple.

—Ah, bueno, entonces sí. —Rosendo caminó dos pasos hasta llegar al tronco caído y se sentó—. A propósito, ¿cuál sería ese favor?

—Esteee… Quiero que espíe para mí.

—¡Achalay! ¡A mi juego me llamaron!

—Epa, Rosendo, tranquilo.

—Sí, disculpe. ¿Y a quién tengo que espiar, si puede saberse? ¿Es de este poblado?

—N-no. —el Diablo parecía apenas indeciso. De pronto los ojos le refulgieron, y volvió a apuntar el índice hacia arriba—. Es en El Paraíso.

—Uy, esa estancia queda del otro lado del río.

El Diablo largó flor de carcajada.

—Mire, Rosendo —entró de nuevo en el humo y Memé apareció al instante. La voz del Diablo se escuchaba como si fuese el humo el que hablaba—, la estancia a la que me refería queda mucho, muchísimo más lejos. Pero ahora disfrute. Mañana será otra noche. Y cada noche nos promete sorpresas nuevas.

—Si usted lo dice.

Entonces, Rosendo le metió la mano en el culo a Memé y, con el anular haciendo de timón, la fue enfilando para el rancho.

El humo se volvió negro, espeso, y penetró la tierra.

—Espere —dijo Pecho Frío dándole directamente del pico a la Legui—. Me está dando un poco de chucho, Salinas.

—Deje de mirar a la Paca y se le Pasa —dijo No Me La Encuentro.

—¿Ustedes querían una historia? —dijo Salinas—. Acá la están teniendo.

—Ajá —dijo Pecho Frío.

—Mire usted —dijo No Me La Encuentro

—Qué lo parió —dijo Clavo’e Goma.

—Y bueno, no me interrumpan.

—Entonces siga, Salinas.

—Bueno, sigo:

A la mañana siguiente, Rosendo se despertó en pelotas y arriba de Memé, que dormía boca abajo. No supo a ciencia cierta cuándo él se había quedado dormido. Sólo recordaba que la gurisa había resultado insaciable. Más insaciable que la mismísima esposa del intendente. Rosendo silbó bajito: superar a la Chola no era moco e`pavo.

Se cuidó de no despertar a Memé cuando salió del catre. La acción de Rosendo hizo que la joven se reacomodara.

—¡Qué ancas, madrecita! —Rosendo no pudo evitar la exclamación.

Memé se puso de costado, la cara para el lado de Rosendo.

—¡¿Tiene barba?! —dijo él y se restregó los ojos.

Ante el barullo, ella por fin despertó. Se sentó en el catre y, a trasvés de la barba, le sonrió al Rosendo. De pronto el cuerpo fluctuó como si estuviese hecho de gelatina. Y poco a poco, la figura de Memé se trocó en el Diablo.

—Ya lo decía yo, Rosendo, usted era justo el animal que necesitaba.

—Pero… pero…

Y Rosendo regó de bilis el piso de tierra del rancho.

—Bueno, me voy a ir yendo.

—Pero… pero… —no paraba con las arcadas.

—¿Qué le pasa, che? ¿Nunca vio una transfiguración?

—No —de sólo pensarlo, a Rosendo le daba escalofríos—. Pero no es eso.

—¿Y qué es lo que le preocupa?

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué, Rosendo? Hable claro, tengo prisa.

—Digo que por qué toda esta historia de entrar y salir del humo. No entiendo.

—¿Usted me la hubiera dado así como me ve?

—¡Por supuesto que no!

—Bueno, ahí tiene el por qué. Chau.

—Espere —y Rosendo lo agarró del brazo. Lo soltó enseguida al recordar la noche—. Lo que yo digo es: ¿por qué no se apareció directamente como gurisa? Para qué todo este embrollo. No lo entiendo.

—¡Oiga, más respeto, che! ¿Qué se piensa?

—Es que…

—Nada. Yo soy el Diablo. No voy a venir como una mujer infartante a pasarme una noche de sexo con un pobre rotoso y encima rajarme sin decir nada y dejarlo a usted feliz y contento. ¡Mi naturaleza me lo prohíbe!

—Pero…

—Nada. Primero el dulce y luego el sopapo. Ah, que bien que se siente.

—Pero…

—Chau, me cansé.

La puerta del rancho se abrió por sí sola. Afuera se distinguía un humo igualito aa humo de la tarde anterior. Dio tres pasos y se metió sin mirar atrás. Pero Rosendo reaccionó rápido. No lo pensó siquiera, y se metió en ese humo. Justo detrás del Diablo.

—Hij’una gran perra —dijo Rosendo con voz gutural—, te voy a volver a romper el culo, a patadas esta vez.

Y no bien pasó a través de la niebla, y se sintió caer. Pero no por mucho tiempo.

Aterrizó sobre la piedra caliente, en una caverna iluminada por el fuego, repleta de ollas de líquido hirviente. Y le vio la espalda al Diablo, que se escabullía del otro lado. Quiso seguirlo pero, descalzo, resbaló. Cayó contra el borde de una olla, con tan mala suerte que la cara entró de lleno en el líquido hirviente.

Sus gritos y aullidos desgarraron el aire.

Y se hizo presente el Diablo. Miró al Rosendo con una sonrisa burlona. Al final chasqueó los dedos.

Los dolores cesaron.

—Mire, Rosendo, le acabo de sacar el dolor —movió en círculo la mano con la palma hacia abajo, y el agua hirviente del caldero pasó a ser un espejo—. Pase, vea cómo quedó.

Rosendo no pudo reconocerse, la cara tan hinchada como despellejada.

—Me gustaría que se quedara por aquí —continuó el Diablo—. Pero hasta yo debo cumplir algunas pocas reglas.

Y, sin aviso, otra vez chasqueó los dedos. Rosendo se encontró en medio del poblado con la cara hinchada y escaldada y, encima, en pelotas.

Al principio la gente no lo reconoció. Hubo miedo. Las mujeres se tapaban los ojos. Hasta que la bronca contenida de Rosendo estallo:

—Sí, sí, miren bien. ¿Ven esto? —y señalaba lo que tenía por cara—. Esta es la máscara de la muerte roja. ¡Los voy a masacrar a todos!

Entonces la Paca…

—Disculpe que lo interrumpa, Salinas —dijo Pecho Frío abrazado a la tercera botella de Legui—. No se enoje, pero… en fin, me parece medio tirado de los pelos esa imagen, y encima con esas palabras.

—¿Cuál imagen, Cornejo?

—Esa del Rosendo, cuando gritaba: “Esta es la máscara de la muerte roja”.

—¿Y qué hay?

—No lo veo, che. ¿Qué quiere que le diga? Es como muy gayego lo que dice, ¿vio? Como que le cambió el modo de hablar.

—Ahora que lo menciona, Cornejo —dijo No Me La Encuentro—, yo tampoco lo vi. Es más, me sonó fuera de tono.

—Y bueno —dijo Saludando Nomás—. La llamamos a la Paca y le pedimos que termine ella la historia.

Y los cuatro se quedaron mirándola. Y la Paca hacía como que limpiaba la barra, aunque no tenía trapo, mientras no les quitaba los ojos de encima.

—Esteee… —a Rodríguez se le atragantaban las palabras—. Mejor siga usted, Salinas. Olvídese lo de fuera de tono y esas zonceras.

—Sigo:

Entonces, el Rosendo gritó:

—¡Esta es la máscara de la muerte roja!

Y la Paca, una gurisa apenas, se prendió a las polleras de su madre mientras decía:

—Yo no lo veo rojo, mama, lo veo rosadito.

Y ahí nomás la gente soltó las carcajadas. Y era más reírse, que más retrocedía Rosendo.

—El Rosadito —corrigió Clavo’e Goma.

—Ta’bueno —aceptó Saludando Nomás—, el Rosadito se fue del poblado y se escondió en la caverna del loro.

—¿La que está al pie de esta loma?

—La misma.

—Mire usted —dijo Pecho Frío lagrimeando sobre la Legui vacía—. Tantos años de escuchar hablar del Rosadito y nunca supe dónde vivía.

—Y bueno, ahora lo saben todos.

—Ajá —dijo Pecho Frío.

—Mire usted —dijo No Me La Encuentro

—Qué lo parió —dijo Clavo’e Goma.

—Y sí. ¿Qué les parece si mandamos el fin?

—¡No! —saltó Clavo e`Goma— Todavía me queda un entripado con usted, Salinas.

—¿Qué entripado, Chamizzo? —dijo Saludando Nomás y llevó la mano al facón.

—Saque la mano, Salinas, que mi entripado es sólo ortográfico.

—¿Y cómo es eso, Chamizzo?

—Y, mírelo usted mismo. Nuestros apodos aparecen en letra inclinada, en cambio el suyo va siempre derechito. Flor de entripado tengo, mire lo que le digo.

—Es fácil de responder: Saludando Nomás son nombres verdaderos.

—Ajá —dijo Pecho Frío.

—Mire usted —dijo No Me La Encuentro

—Qué lo parió —dijo Clavo’e Goma.

—Es que el tata, una tarde volvió temprano al rancho y vio a mi mama justo cuando me paría.

—¿Y eso qué tiene que ver? —dijo Clavo’e Goma y apenas pudo pedirle la cuarta botella de Legui a la Paca

—Es que lo primero que vio aparecer mi tata fue una mano. Entonces salió gritando a todo el pueblerío que yo llegué a estos pagos saludando, nomás. Y así me puso el tata.

—Ajá —dijo Pecho Frío.

—Mire usted —dijo No Me La Encuentro

—Qué lo parió —dijo Clavo’e Goma.

—Y sí, era el tata y había que respetarlo.

FIN

Ricardo Giorno nació en el barrio de Nuñez de la ciudad de Buenos Aires en 1952. Además de hincha forzado de River, es diseñador gráfico y tiene "una imprenta, dos hijos, una esposa y una perra".